Por: Enric Llopis. Rebelión. 09/12/2016
Tal vez sea la necesidad de “límites” una de las nociones básicas del pensamiento ecologista. Límites al crecimiento del PIB (“decrecimiento”), a la quema de combustibles fósiles, la movilidad a gran escala, la ocupación de suelo, la extracción de minerales…. Pudiera parecer una verdad de perogrullo, pero actualmente este enunciado no figura en las agendas oficiales, ni tampoco (en muchas ocasiones) en las “alternativas”. “El intento de crecer sin límites, en un planeta finito, lleva al colapso ecológico-social. Casi toda mi vida ha girado en torno a un enunciado tan sencillo: una obviedad”, confiesa el filósofo, matemático y profesor de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Madrid, Jorge Riechmann. Por eso escribió en 2012 que al socialismo sólo se puede llegar en bicicleta. Tres años después argumentó en otro ensayo sobre “la construcción cultural que necesitamos”. Actualmente plantea un ecosocialismo “descalzo”, y en un libro recientemente publicado por Catarata trata de responder a la provocadora pregunta del título: “¿Derrotó el smarthpone al movimiento ecologista?” Ya en la portada avanza -en el mismo subtítulo- la reflexión de las 350 páginas siguientes: “Para una crítica del mesianismo tecnológico”.
Algunas cifras apuntadas por el autor justifican la pregunta central del texto. España contaba, en marzo de 2016, con 50,68 millones de líneas de teléfono móvil, lo que representaba un récord europeo (109 por cada 100 personas). En la posesión de smarthpones el estado español bate asimismo casi todos los registros, pero a escala mundial (sólo se sitúa por delante Singapur). Según un estudio de Global Web Index, los españoles pasan más de seis horas diarias (de promedio) conectados a Internet. Otra encuesta, “Perspectivas de futuro de la sociedad” (diciembre de 2013), constata la “tecnolatría” y la insensibilidad hacia los límites. El 92% de los españoles entrevistados consideraba probable que en los próximos 20-30 años habría que reducir de modo drástico el uso de combustibles fósiles; pero del citado porcentaje, sólo el 23,8% pensaba que se produciría una situación de escasez energética y una crisis económica. Es decir, podría mantenerse el ritmo de vida actual. La razón es que los encuestados confiaban en una solución basada en las energías renovables, o de estas más la energía nuclear, o en nuevos inventos tecnológicos. “Ésa es la fe ciega, irracional, en la tecnología que está velando los ojos de la mayoría social”, lamenta Riechmann.
La conclusión trasciende al estado español y al común de los ciudadanos que porta un celular o confía en el mesianismo tecnológico. No se trata sólo de que el 40% de las personas mire la pantalla de su ordenador más de 50 veces al día, o que el 70% eche un vistazo al teléfono a la media hora de haberse despertado. También hay prohombres que marcan el camino. En el libro que Jorge Riechmann ha presentado en la Librería Primado de Valencia proliferan los ejemplos. Uno de los más connotados es el del inventor estadounidense y director de ingeniería de Google, Raymond Kurzweil, quien confía en un aumento explosivo del conocimiento que lleve al ser humano a la omnipotencia: emanciparse del mundo material y de su condición de organismo biológico. Nada menos. “El mesianismo de Silicon Valley deja muy atrás lo que en el pasado han prometido la mayoría de los santones y profetas”, valora el autor de “¿Derrotó el smarthpone al movimiento ecologista?” Toda una ideología, el transhumanismo, pondera los avances de la tecnociencia hasta hacer posible -supuestamente- la Superinteligencia, la Superlongevidad y el Superbienestar del ser humano.
El autor constata el nihilismo y la ausencia de límites que atraviesa a la tecnociencia. El ser humano es finito, mortal, limitado y ante esta realidad caben dos opciones: la compasión, la ‘paideia’ y la participación política en movimientos emancipatorios o, por el contrario, arrebatarse con la ingeniería genética, la nanotecnología y la biología de síntesis. El dilema, en términos concisos: ¿el ser humano o el cíborg? (el diccionario de la RAE incluye esta palabra, que designa al “ser formado por materia viva y dispositivos electrónicos”). Más allá del smarthpone, genetistas, biólogos moleculares y “tecnogurús” han disparado las expectativas. Riechmann cita “perlas” como la entrevista publicada en El País (septiembre de 2008) al genetista de la Universidad de Milán, Edoardo Boncinelli. “Dentro de veinte años le meteremos mano a nuestro genoma. No tengo ninguna duda. Querremos seres humanos más longevos, más sanos, más productivos, más inteligentes. Y seremos capaces de hacerlo”. No es menor el optimismo del gurú venezolano de las nuevas tecnologías José Luis Cordeiro, cofundador de la “Universidad de la Singularidad” en Silicon Valley: “Ustedes forman parte de la primera generación de inmortales”, invocó a sus alumnos.
Jorge Riechmann advierte de la disparatada aspiración a la trascendencia de las biotecnologías, la computación y la robótica. “Somos en el fondo, y de forma muy especial, simios sociales”, afirma el filósofo frente a las pretensiones redentoras del transhumanismo. “Se ha conservado la unidad de la especie humana desde que esta existe: 150.000 años”. Esto significa la posibilidad de establecer un diálogo profundo que permite comprender la experiencia del cazador magdaleniense o la campesina quechua. Es decir, sentirse parte de una “tribu ampliada”: la de la especie humana, desde los primeros caza-recolectores. El razonamiento de Reichmann concentra toda la carga de profundidad en un aserto y una pregunta. “El antiguo chamán asiático o la tejedora egipcia pertenecen a mi tribu”; pero, ¿y el futuro “hombre biónico” dotado de capacidades extrahumanas?
Tal vez pueda inferirse, de todo ello, la necesidad de una ética de la imperfección, la modestia y la humildad. Sobre todo, si se consideran las cifras del paleontólogo francés, Yves Coppens, que data los inicios de la especie (en sentido extenso) hace tres millones de años. En ese larguísimo periodo habitaron el planeta cerca de 200.000 generaciones y unos 100.000 millones de individuos del género homo. “¿Jugar a ser dioses?”, se pregunta el autor, que en diferentes pasajes del libro cita a Montaigne: “El ser humano no puede crear una lombriz y a pesar de ello crea dioses por docenas”. Pero el mito del progreso ilimitado no es sólo un discurso ni una filosofía legitimadora. Se encarna en proyectos materiales, con su balance de costes y beneficios. El filósofo y miembro de Ecologistas en Acción menciona dos ejemplos de prototipo de aviones “high-tech”, para una supuesta movilidad sostenible. Uno de ellos es el avión supersónico que desarrolla la empresa Boom Technology, en colaboración con Virgin Galactic; está previsto que alcance 2,2 veces la velocidad del sonido (2.400 kilómetros por hora) y permita volar de San Francisco a Tokyo en cinco horas, en lugar de las 11 actuales.
En el modelo vigente se incluye además el Internet mercantilizado, con todas sus flagrantes contradicciones. Por ejemplo, cuando Apple lanzó a la venta el iPad (“tablet” miniportátil) en 2010, se conoció la realidad laboral de quienes lo fabricaban en las plantas chinas de la empresa Foxconn: jornadas laborales de 16 horas diarias y salarios base de aproximadamente 100 euros mensuales. ¿Dónde se sitúan las verdaderas prioridades? “Nunca como hoy la humanidad ha vivido en un planeta con más de 400 partes por millón de dióxido de carbono en la atmósfera”, recuerda el autor de “Autoconstrucción. La construcción cultural que necesitamos”.
A ello se agrega la rampante “huella” ecológica y el impacto de la acción humana sobre el planeta. Un modo original de plantearlo es con la metáfora de los “esclavos energéticos”, que se basa en la traducción a fuerza de trabajo humano del consumo de combustibles fósiles. Quiere demostrarse, así, que la energía fósil barata es “el fundamento de nuestras ganancias, de nuestros sueldos elevados y de unos bienes y servicios de bajo coste” (Nathan John Hagens, en “La situación del mundo 2015 (un mundo frágil)”, Icaria). En la Atenas Clásica 300.000 esclavos laboraban para 34.000 ciudadanos libres; la proporción en la Roma Imperial era de 130 millones de esclavos-20 millones de ciudadanos. En la década de los 90 del siglo XX, la proporción había aumentado sustancialmente: una veintena de “esclavos energéticos”, por cada habitante del planeta. Pero se trata de un promedio: a finales del siglo pasado el estadounidense común empleaba ente 50 y 100 veces más energía que el bangladeshí medio.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=219780
Fotografía: tecnocienciaetica