Por: Manuel Arias-Maldonado 08/02/2021
Desde que la Ilustración intodujo su programa para la reeducación de la especie humana, nos hemos habituado a creer que las emociones deberían disminuir gradualmente su papel social a medida en que avanzaban la modernización y la racionalización. De ahí las temerosas representaciones del futuro que pueden discernirse en las distopias cinematográficas y literarias que describen comunidades tecnocrátics donde –como en el Alphaville de Godard– todo rastro de emoción humana ha sido borrado y la vida opera de forma robótica. Pero el presente parece ser muy diferente: las emociones parecen imperar y se podría argumentar que es la sentimentalización y no su opuesto lo que debería –al menos en el terreno politico– ser confrontado. Así como el sociólogo Norbert Elias describió una vez un “proceso de civilización” que había dirigido el desarrollo social occidental desde la edad media, quizás ahora estamos atravesando una fase afectiva de este que puede discernirse tanto en el debate público como en el proceso politico de las democracias liberales contemporáneas.
No faltan ejemplos. Aunque ha disminuído en los últimos meses, una ola de populismo ha irrumpido en las democracias liberales de ambos lados del Atlántico, dejando claro que este Viejo impulso antipolítico estaba lejos de haberse extinguido. Gran Bretaña votó por el Brexit, el electorado estadounidense hizo de una antigua estrella de television y un magnate de las finanzas su president, Marine Le Pen llegó a la segunda ronda de las elecciones presidenciales francesas. Referendums previos –en Suiza sobre trabajadores europeos, en Hungría sobre cuotas de inmigración, ya han producido debates públicos bastante emocionales. Al mismo tiempo, el debate público que ha sido cambiado radicalmente por las tecnologías digitales, parece más polarizado y menos civil que nunca –un clima de confrontación que se traduce en malestar popular y vetocracia institucional. No hay ninguna duda de que la Gran Recesión, junto con miedos estimulados por la globalización y los trastornos tecnológicos, son un factor clave en esta erupción emocional. Pero hay algo más.
Este algo es lo que la ciencia está diciendo sobre nosotros. Por supuesto, no está diciendo una sola cosa, ni existe un consenso suficiente aún sobre los detalles implicados. Pero parece estar claro que las ciencias naturales y sociales están contestando la descripción tradicional del individuo como alguien que toma decisiones racionales, es decir, la concepción sobre la que se habían diseñado nuestras instituciones democráticas. No se trata solo de que las ciencias naturales hayan desarrollado modos nuevos de ver el cerebro: las ciencias sociales han experimentado un giro afectivo que ha situado a las emociones en el centro de su investigación. La psicología, la sociología, la ciencia política, incluso la economía –la teoría social está ahora embarcada en un esfuerzo para elucidar cómo perciben los individuos la realidad, cómo procesan información y toman decisions, bajo la influencia de qué factores sociales y afectados por qué sesgos, y qué tipo de estímulos predisponen a cometer errores. La noción de un sujeto soberano, en consecuencia, es descartado –somos sujetos pos-soberanos que poseen mucho menos control sobre nosotros mismos y sobre nuestras decisiones de lo que pensábamos. ¡Al diablo con Descartes!
Excuso decir que señalar a los límites de la razón apenas es una novedad en el pensamiento occidental, que siempre ha mostrado una importante capacidad para problematizarse a sí mismo. Varios pensadores, desde Hume y Nietzsche hasta Freud, han subrayado que los seres humanos están sometidos a las pasiones, los sentimientos, el inconsciente, o cómo quiera que llamemos a esa dimension de subjetividad que escapa a nuestro control. Pero los nuevos hallazgos nos están proporcionando una descripción más precisa de tales limitaciones, sugiriendo un reemplazo conceptual desde el sujeto ideal del liberalismo kantiano –alquien que toma decisiones racionales e intenta maximizar sus preferencias– al sujeto real descrito pot las neurocienias y la psicología: un individuo que no tiene el control de sus percepciones y decisiones, sino que en realidad percibe la realidad y toma decisiones bajo la ponderosa influencia de factores internos y externos, sean somáticos, afectivos o sociales. De aquí hablar de sujeto pos-soberano: alguien cuya percepción de ciertos temas o aspectos de la realidad está saturada afectivamente (un racista no ve que todas las razas sean iguales), que razona de un modo motivado (está emocionalmente apegado a algunas ideas o preferencias), que siente un intenso sentimiento de pertenencia a su propia tribu moral (y un rechazo igualmente intenso de las rivales), que experimenta un sentimiento fisiológico agradable cuando recibe información que confirma sus propias creencias (pero tiende a descartar aquello que las desafía), que es vulnerable al modo en que las ideas son presentadas en forma de narración (o cómo son enmarcadas en historias), que siente la presión del los pares sociales (o inluso desea lo que desean otros), que incluso podría nacer con visions del mundo progresistas o conservadoras (en lugar de estar moldeadas a través de la socialización). Todo lo cual posee formidables consecuencias políticas.
Para empezar, ¿No pudiera ser que el liberalismo politico y las democracias representativas no estén bien equipadas para luchar contra las ideologías y movimientos que son más abiertamente emocionales? Su atractivo emocional tiene mucho que ver con su absoluta oposición al “Sistema”, tomando ventaja de la satisfacción psicológica y afectiva que proporciona la idea de resistir a un orden injusto. Precisamente, algunos hallazgos sugieren que el sujeto politico más feliz es aquel que mantiene creencias radicales no representadas por su gobierno; y en sentido contrario, si el gobierno está alineado con sus sentimientos la felicidad del ciudadano se vería disminuída. Debe notarse que por su propia naturaleza los sentimientos politicos son ambiguous: el resentimiento y la ira pueden ser peligrosos, pero también pueen señalar a necesidades sociales no colmadas o a subjetividades que esperan ser reconocidas. Y una vida política vacía de ninguna emoción apenas se puede concebir: las causas más nobles se han luchado por amor a la libertad o por odio a la injusticia. Pero también se han perpetrado crímenes horribles por las mismas razones. Esta ambiguedad es inevitable. El principal problema radica en el predominio de las emociones sobre la razón, dentro de un proceso politico cuyos elementos de razón y deliberación podrían estar siendo superados corrientemente por los afectos politicos: una democracia sentimental.
A este respecto, pueden ser identificadas algunas tendencias sociales que ayudan a explicar esta sentimentalización. Por una parte, el debilitamiento de los partidos politicos tradicionales y el incremento de la fragmentación social da forma a sistemas de partido donde los partidos hacen un esfuerzo permanente para distinguirse de los demás menos en sus políticas que a través de su discurso politico y sus exageraciones retóricas. Esto conduce a un pluralismo agresivo que a menudo produce un bloqueo institucional que a su vez refuerza el moralismo tribal. Por otra parte, la categoría del rebelde se ha incorporado plenamente a la imaginación colectiva – primero con el romanticismo, y después con su singular alianza de contracultura y capitalismo. El resultado es paradójico: se supone que todo el mundo se rebela contra algo y los candidatos politicos disfrutan de un premio por ser anti-establishment, mientras que desafiar la corrección política se ha convertido en una estrategia ganadora para los populismos de todo el mundo. Finalmente, nuevas tecnologías de la información están haciendo contribuciones dudosas a la cultura política y el debate politico: las redes sociales son usadas en su mayor parte para hacer expresiones llamativas y para adherirse a causas virales a la moda en lugar de para fomenter una deliberación más informada sobre el debate público. Los ciudadanos parecen habitar en cámaras de resonancia donde sólo se habla a los que son de las misma tribu moral, mientras que el consumo de información que procede de estas fuentes ya está alineado con sus visions del mundo. Adicionalmente, nuevas tecnologías de la información han hecho más fácil hacer campaña y movilizar el apoyo público alrededor de mensajes emocionales. Resumiendo, parece razonable concluir que la digitalización de la esfera pública es inherentemente emocional y por ello propicia el auge de un público afectivo que no encaja bien con el ideal normativo del debate democrático.
En consecuencia, quizás el liberalismo democrático es demasiado frío para articular las pasiones políticas contemporáneas y, como ha argumentado la filósofa Martha Nussbaum, debería abrazar las mismas emociones para prevalecer en contra de sus adversarios. En otras palabras, si la razón no puede derrotar a la emoción, ¿podrían ayudarnos las emociones adecuadas? Pudiera ser. No está claro, por ejemplo, cómo puede contrarrestarse sobre la base de un terreno emocional la indignación pública contra las élites a la vista de la crisis financiera. Se han puesto sobre la mesa diferentes ideas, sin embargo, para hacer nuestras democracias más receptivas a las emociones. Entre ellas hallamos el énfasis en el ritual, el discurso politico, y las ceremonias públicas reivindicadas por la propia Nussbaum; el libertarismo paternalista expuesto por Cass Sunstein, que intenta rediseñar nuestra arquitectura de decision para ayudarnos a decidir mejor; o la creación de una meta-moralidad para la especie humana bajo la cual pueda debatirse serenamente la existencia de diferentes tribus morales, como argumenta Joshua Greene. Todos son interesantes, pero ninguno es completamente convincente. Sin embargo, todos reconocen que no puede mantenerse por mucho tiempo una clara separación entre la razón y la emoción si queremos ser consistentes con nuestros hallazgos científicos. La tarea en consecuencia consiste en canalizar los afectos politicos en la mejor dirección posible, un debate razonable entre ciudadanos razonables que aceptan la legitimidad de los puntos de vista de los demás. Estas propuestas ciertamente pueden ayudar.
Sin embargo, debe notarse que el sujeto ideal, tal como lo describen los philosophes de la Ilustración era simplemente esto: un modelo con el que avanzar a partir de una realidad sociológica que estaba lejos de ser ideal. Kant no vería ciudadanos autónomos desde la ventana de su casa. La razón siempre ha sido un ideal regulativo que nos ayuda a modernizer sociedades y hacer que sean más kustas. De hecho, el liberalismo politico tradicionalmente ha sospechado de la razón misma, diseñando un sistema de gobierno que no intenta conseguir la perfección racional humana. Así pues, la respuesta más inteligente al giro afectivo es intentar entendernos major a nostros mismos: a medida que los sujetos pos-soberanos se hacen conscientes de sus propias limitaciones racionales paradojicamente pueden incrementar su libertad y auto-control. Esto también se aplica a los hallazgos neurocientíficos: a medida que presentan un cuadro de las inclinaciones humanas que parece biológicamente impreso en nosotros y constituyen –como dice Jon Elster de las emociones– “tendencias de acción” que empujan en una determinada dirección, no debemos reaccionar aceptando estos impulsos cualquiera que sean sus implicaciones morales. Más bien deberíamos aceptar que existen como tales y preveer estrategias para detenerlos o recanalizarlos. Por ejemplo, si es cierto que la soledad produce dolor, para lograr fomentar la cooperación social, se debe prestar más atención al anhelo humano de un sentido de pertenencia –lo que, a su vez, puede explicar el atractivo actual de las ideologías comunitarias o populistas. Así es la paradoja del sujeto pos-soberano: al descubrir su falta de libertad, realmente adquiere más libertad. No es una solución milagrosa, pero quizás es la única que tenemos a mano.
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Fotografia: El mundo