Por: Pau Rodríguez. El Diario de la Educación. 24/12/2016
El pedagogo italiano Francesco Tonucci defendió en Barcelona un modelo de ciudad pensado desde la visión de los niños: “A menudo defendemos más nuestros coches que a nuestros hijos.”
Existe el instante Frato. Suele visitar, de forma inesperada, a todos aquellos que se interesan por la educación o la infancia. De repente, se topan con una de las viñetas que durante cincuenta años ha dibujado Francesco Tonucci, y descubren, en una experiencia sin retorno, que el mundo gana coherencia cuando se observa con ojos de niño. Este es el instante Frato, que es a la vez una ventana para acceder al pensamiento y obra de este pedagogo italiano, ideólogo del concepto de La ciudad de los niños, gran defensor de la participación de los niños en la sociedad, militante insobornable del placer de jugar y partidario de una escuela más conectada con la vida de los niños y niñas. Esta semana ha estado en Barcelona para participar en dos jornadas: sobre los derechos de los niños y sobre su participación en política. Elementos estos de los que hace unos días hablaba Julio Rogero en este artículo.
¿Por qué nos cuesta tanto tomar en serio las opiniones de los niños?
Todos hemos sido niños, hemos vivido la experiencia, pero cuando nos hacemos adultos nos olvidamos y nos ponemos a reproducir todo lo que nos ha hecho sufrir de pequeños. Mira lo que pasa con los deberes, sin ir más lejos. El otro día le preguntaban a un niño por qué los adultos deben escuchar a los niños, y él respondió: “Porque tenemos más experiencia”. Me quedé parado, y él se explicó: “Vosotros fuisteis niños, pero ya no lo sois. Sobre la infancia, somos nosotros los que tenemos experiencia”. Es así.
¿Por qué vale la pena escuchar a los niños a la hora de tomar decisiones no sólo que les afectan a ellos, sino a toda la sociedad?
Porque son diferentes. De entrada son más bajitos y tienen una perspectiva diferente de su entorno, pero es que también tienen deseos diferentes a los de los adultos. Un alcalde que aprende a escuchar a los niños está haciendo gimnasia democrática. Los niños son unos grandes mediadores y representantes de los demás, entendiendo todos aquellos colectivos que están fuera de los círculos de poder: ancianos, discapacitados, pobres, extranjeros…
Que se les ha de escuchar, de hecho, lo reconoce mucha gente. Está recogido en la Convención de los Derechos del Niño desde hace 25 años. En muchas ciudades se han hecho consejos de niños, se les ha animado a hacer propuestas… El problema es que pocas se tienen en cuenta.
Es que aquí debemos aclarar qué significa escuchar. Una escucha verdadera no parte de la generosidad, sino de la necesidad. Es la única manera. Yo, como adulto, me he dado cuenta de que no puedo hacer sino escucharte. La demostración contraria es la actual: los adultos, en la gestión del poder, estamos fracasando en todos los ámbitos: en medio ambiente, en economía, en lo moral… ¡Es un desastre! Si somos democráticos debemos darnos cuenta de las necesidades de todos. Escuchar significa tener en cuenta tus necesidades. Y quizás no lo haré todo, pero te diré lo que haré y qué no, y por qué. Rendir cuentas ante los niños es importante. Y no estoy hablando de asumir literalmente lo que dicen los niños, sino buscar el sentido profundo de lo que ellos a veces expresan de forma aparentemente superficial. Sus pensamientos están conectados con su experiencia, local y reducida, y un buen político debe aprovechar para convertirlo en una política general.
¿Lo suelen hacer, los políticos?
A menudo vivimos intentos fracasados. En Roma nos pasó hace poco. Los niños descubrieron que el reglamento municipal decía que en el espacio público estaba prohibido jugar, lo que va en contra de la Convención de la ONU, que reconoce el derecho al juego. Escribieron al alcalde pidiéndole un cambio de reglamento y, después de que se abriera un pesado proceso para modificar la norma, el artículo recogió que el ayuntamiento “favorece” el juego de los niños en espacios comunes. Ya ves, cuando se trata de niños los adultos lo conceden todo -en este caso, más de lo que pedían-, pero el problema es que después se cumple poco. Lo celebramos ocupando una plaza y jugando, y luego enviamos una carta al alcalde donde le pedíamos que ahora tenía que cumplir con su compromiso, retirar todos los carteles de prohibido jugar y, en definitiva, abrir una reflexión como ciudad con vocación de permitir a los niños jugar. Pero todo esto con el tiempo se fue diluyendo.
Este proceso de reflexión no debe ser fácil en unas ciudades como las que tenemos.
El juego es una de las actividades más importantes a lo largo de la vida, especialmente decisiva en los primeros años. Pero para que los niños puedan jugar deben poder salir de casa sin sus padres, porque el juego tiene que ser libre, no acompañado. Y una ciudad ha de proponerse garantizar esto. En Pontevedra, por ejemplo, el alcalde escuchó esto y años después me dijo que le había convencido de que lo iba a sacar adelante. A la mayoría de alcaldes, de hecho, les encanta la propuesta, y me dicen: “Dame dos años para solucionar el tema del tráfico y volvemos a hablar”. Pero nunca se resuelve este tema, es irresoluble. De entrada, porque en el orden de prioridades sitúa los coches arriba de todo, cuando debería ser lo contrario: las ciudades deberían estar hechas a medida de las personas. En Pontevedra lo asumieron y, por ejemplo, hicieron las aceras anchas para que pudieran pasar dos personas de lado con un paraguas.
Todo esto tiene que ver con el concepto de La ciudad de los niños, que usted puso en práctica en su población natal, Fano, hace más de 20 años. ¿En qué consiste esta iniciativa?
¿Por qué los niños y no otros colectivos vulnerables, como las personas mayores?
Porque es mucho más poderoso cuando algo te la dice tu hijo. Así es más fácil chantajear a los adultos: los cambios te los piden tus hijos.
Esta es una idea recurrente en sus viñetas. Los niños que las protagonizan piden a sus adultos que paren de tomar decisiones que no tienen en cuenta las generaciones futuras.
Esto es dramático. Nosotros de nuestros abuelos vamos a heredar un gran aumento de la esperanza de vida en sólo dos generaciones. Hoy, por primera vez en la historia de la humanidad, los que nacieron en 2000 tendrán menos esperanza de vida. Esto me da vergüenza. Nos aprovechamos de los recursos naturales como si fuéramos la última generación en la Tierra. Había tribus nativas americanas que decían que las autoridades deben tener en cuenta siete generaciones siguientes a la hora de tomar decisiones. La ciudad del futuro no tiene más remedio que ser una ciudad postautomóviles. Si no, no podremos vivir. Pero defendemos más nuestros coches que nuestros hijos. Es incomprensible, pero es así.
Al principio de la entrevista ha citado los deberes. ¿Qué le parecen a usted, que siempre ha defendido una modelo educativo donde los alumnos trabajen a partir de las experiencias que viven fuera de la escuela?
Sé que en España hay una protesta que tiene que ver sobre todo con la vida familiar, porque los padres no pueden pasar tiempo con sus hijos, y me parece lógico. La escuela no tiene derecho a ocupar un tiempo que no es suyo. La Convención habla de un derecho a la escuela y de un derecho al juego, dedica un artículo a cada uno, sin que el primero tenga más importancia que el segundo. Si la escuela ocupa la mañana y parte de la tarde, el resto del tiempo no es suyo. Es tiempo de los niños. Y luego ya hablaremos con los padres …
… Que lo querrán ocupar todo con extraescolares.
Sí. Pero lo que a mí me interesa es que la escuela debería estar sumamente interesada en que los niños vivan este tiempo, fuera del colegio, de forma satisfactoria, intensa, viva, con los amigos, porque este es el tiempo de los descubrimientos, de las sorpresas, y estos son materiales preciosos para llevarlos luego a la escuela. Si no, la escuela está condenada al currículo y el libro de texto. Y esto es una mala escuela. Freinet, Montessori… Todos los grandes maestros que hemos tenido trabajaban sobre lo que los niños y niñas les llevaban a la escuela. Pero hoy, los niños no pueden llevar o explicar nada, y no porque sean celosos de lo que viven, sino porque no tienen nada que contar… ¿Hablarán de la tele? ¿De los deberes? ¿De las extraescolares? Debemos permitir a los niños vivir experiencias significativas, y la escuela debería ser aliada de los niños en este sentido y ayudar a las familias a superar esta inquietud de proyectar sus deseos sobre los hijos.
Este modelo escolar requeriría muchos cambios: un curriculum menos invasivo, una mayor autonomía de los maestros…
Sí, sí, claro. En España, como en Italia, se sigue pensando que la escuela se puede cambiar con reformas. Y es interesante notar algo: vosotros tenéis la LOMCE, que es una mala legislación, y nosotros, tenemos una buena ley. Pero las escuelas italianas y españolas se parecen mucho. Porque la legislación no influye.
Usted ha explicado a menudo la ilegalidad en que viven las escuelas. Las leyes sitúan un marco, a veces muy avanzado, a veces todo lo contrario, pero tiene poco que ver con lo que se hace en clase.
Lo único que puede salvar la escuela son los maestros, pero siguen saliendo de universidades donde se dedican a escuchar
a los profesores, tomar apuntes y repetir lo que dice el profesor en el examen. Esto quiere decir que la escuela no cambiará nunca. Es igual cuáles sean los contenidos, porque la propuesta sigue siendo la lección, los apuntes y la repetición. La formación de los maestros debería ser totalmente diferente, de talleres, de creación, de metodología científica, con trabajo con niños desde el minuto uno para ver si tienes aptitudes para trabajar con niños o no… En Italia no sólo todo el mundo puede ser maestro, sino que lo es quien ha fracasado en otras aspiraciones. Si tienes este panorama, ya puedes hacer el currículo más bonito del mundo, que nadie lo sabrá interpretar. En cambio, un buen maestro ya sabe cómo hacer la escuela, sin necesidad de programas ni propuestas.
¿Cambiaría la escuela si tuviéramos en cuenta la opinión de los niños?
Todas las decisiones que se toman en la escuela deben tener la implicación de los niños. Con esto no digo que tengamos que hacer los centros tal como ellos nos piden, pero lo que es seguro es que no se pueden hacer sin saber qué piensan los niños: ¿qué piensan los deberes? De cómo se portan sus profes? ¿De las asignaturas? Tenemos que estar más abiertos a una gestión participada. Esto debería valer lo mismo para un hospital donde haya niños o para un museo, como ocurre, por ejemplo, con el Consejo de Niños que tiene el Museo Azul de Barcelona.
Quizás así las escuelas serían más “bellas”, tal como usted siempre reivindica.
Serían más cercanas a lo que ellos quieren. No serían aburridas. ¡Los niños se aburren en la escuela! ¡Y eso no lo podemos permitir ni considerarlo normal o natural! Una escuela como la que tenemos funciona en un porcentaje muy bajo… Si comparamos lo que un niño ha aprendido a los 16 años teniendo en cuenta las horas que ha pasado a la escuela… Es impresionante.