Por: Amparo Mañes. 12/07/2022
El movimiento feminista no defiende que hombres y mujeres seamos iguales. Lo que en realidad defiende es que nuestras evidentes diferencias biológicas no justifican en modo alguno la opresión del grupo de los hombres sobre el grupo de las mujeres. Y por ello mantenemos que unas y otros debemos ser iguales en derechos y gozar de las mismas oportunidades.
Desde el principio, la teoría feminista orientó buena parte de sus esfuerzos a buscar el origen de la opresión que sufrimos las mujeres por razón de nuestro sexo de nacimiento. Todos los estudios apuntaron, con pertinaz insistencia, a que la causa de nuestra opresión era la construcción patriarcal del género y toda su arquitectura de estereotipos. En efecto, a partir de ellos se materializó la primacía de los hombres y la subordinación de las mujeres, a las que se explotó sexual y reproductivamente, mientras se las mantenía en la ignorancia y se impedía su autonomía económica y social.
La lucha feminista quedaba pues, bien concretada: la igualdad de derechos y oportunidades tenía necesariamente que pasar por la abolición del género, lo que permitiría a su vez la consecución de todos los derechos políticos y sociales, y la abolición de todas las formas de explotación sexual y reproductiva de las mujeres.
Aunque los avances en igualdad entre los sexos siempre han sido lentos y costosos, a finales de los 90 el Patriarcado percibió que el Feminismo podría llegar a conseguir ese justo objetivo. La reacción patriarcal no se hizo esperar y se plasmó en dar cobertura al incipiente colectivo trans; ya que dicho colectivo aspiraba a diluir -hasta borrarlo- no los dos sexos, sino concretamente el de las mujeres; y además pretendía hacerlo sustituyendo sexo por género, es decir, por la más querida construcción patriarcal.
La pretensión, por tanto, era modificar el “ser mujer”, que se basa en la realidad material del sexo, por el “sentirse mujer” según una identificación con algunos -que no todos- los estereotipos de género. De manera que sólo son mujeres quienes se sienten mujeres; es decir, las personas nacidas hombres que se identifican con la femineidad que ellos mismos han forjado o las nacidas mujeres que estén de acuerdo con esos estereotipos opresores y no los cuestionen; pero estas últimas como un subgrupo del grupo “mujeres” (las cismujeres). El resto de las mujeres, si no somos cismujeres, no somos auténticas mujeres. En su particular nomenclatura, somos -según las propias definiciones de los transactivistas- personas no binarias, ya que no nos identificamos con los estereotipos de género asignados a nuestro sexo de nacimiento. O peor aún, somos TERF por no aceptar la sustitución del ser por el sentir, sobre todo si el sentir puede comprometer los derechos del ser. Lo que está claro es que las mujeres no tenemos derecho a nombrarnos como deseemos porque parece que ese sigue siendo un privilegio masculino o, en la actualidad, también transfemenino.
Llegados a este punto, voy a decir una evidente perogrullada: “SENTIRSE” ALGO NO TE CONVIERTE EN ESE ALGO. Veamos algunos ejemplos:
“Sentirte gordo o gorda” no te convierte en una persona obesa si tu peso es proporcionado a tu complexión, sexo, edad y estatura. Estar gordo no es un sentimiento, es una realidad material. Tu sentimiento, aunque respetable, tampoco puede modificar el peso real en tus fichas de salud. Mucho menos ese sentimiento debería facultar a médicos o médicas para incumplir un mandato esencial del juramento hipocrático “VELAR ante todo por la salud y el bienestar de los y las pacientes” pautándote un régimen de adelgazamiento agravando tu anorexia o, en su extremo, instalar un balón gástrico para que adelgaces con riesgo para tu vida, tu salud o tu bienestar.
Para acabar con este primer ejemplo, si alguien te dice que no estás gordo o gorda, eso no es transgordofobia, es, sencillamente, su percepción de la realidad, única que puede constatarse socialmente.
“Sentirte joven” no te convierte en una persona joven si estás en la banda de edad de los setenta, los ochenta o más. Ser mayor no es un sentimiento es una realidad material. Y tu sentimiento, aunque respetable, no puede modificar tu edad real en los registros civiles ni en tus fichas de salud. Tampoco te autorizaría a trabajar por cuenta ajena una vez superada la edad máxima de jubilación legal por muy joven que te sientas. Mucho menos ese sentimiento debería permitir a médicos o médicas hacerte múltiples cirugías de estiramiento de piel en todo tu cuerpo (que en su inmensa mayoría lo que en realidad consiguen es hacer una caricatura de tu apariencia cuando de verdad eras joven); y menos aún a que te suministren terapia hormonal sustitutoria, que podría llegar a matarte. Porque, aunque quieras engañar a tu cuerpo con hormonas, el cuerpo “sabe” su auténtica edad. No es transgerontofobia que no te admitan en clubes juveniles reservados para gente que ES joven, excluyendo a todas las demás personas, incluidas las que se sienten jóvenes. Que le digas a la gente que te encanta la ropa juvenil e informal, que los adultos y los viejos te parecen unos muermos, que te encanta relacionarte con niños o adolescentes de mi edad percibida…” no te hace joven, aunque sea respetable que así te sientas.
Por último, que alguien te diga que te ve como una persona mayor, es su percepción de la realidad, no transgerontofobia.
“Sentirte racializada” no te convierte en una persona de otra raza o etnia. Porque pertenecer a una determinada etnia o raza no es un sentimiento, es una realidad material. Y ese sentimiento no debe permitirte acceder a las medidas de acción positiva previstas para salvar los obstáculos que tienen las personas racializadas. Tampoco te autorizaría a ingresar en asociaciones antirracistas que sólo admitan -por razones de seguridad o privacidad- a personas discriminadas por su origen racial o étnico; y menos si tu aspecto es el de un neonazi. Ese sentimiento no puede legitimar que médicos o médicas te realicen múltiples cirugías de engrosamiento de labios, ensanchamiento de nariz, oscurecimiento de la piel de todo tu cuerpo; y menos aún que te suministren hormonas para conseguir una mayor masa muscular, ya que todo ello pone en peligro tu salud sin conseguir cambiar la realidad. Que le digas a la gente que “siempre me ha gustado el jazz, me encantaría vivir en Harlem, odio a los blanquitos, bailo muy bien…” no hace que ese conjunto de estereotipos cambie lo que eres.
Y, como en los casos anteriores, si otra persona no te percibe como racializada, es su percepción de la realidad, no transracismo.
Pero imaginemos ahora que, de acuerdo con una concepción ultra individualista y profundamente neoliberal, los Estados deciden otorgar fuerza de ley a los sentimientos individuales por encima de la realidad. Las leyes podrían decir algo así como:
“Artículo xx. Legitimación.
- Toda persona de nacionalidad española mayor de dieciséis años que diga sentirse de raza o etnia distinta a la consignada en los registros oficiales, podrá solicitar por sí misma ante el Registro Civil la rectificación de la mención registral relativa a su raza o etnia.
- Toda persona de nacionalidad española que diga sentirse de edad distinta a la que corresponde a su fecha de nacimiento podrá solicitar por sí misma ante el Registro Civil la rectificación de la mención registral relativa a su edad.
- Los puntos 1 y 2 no requerirán justificación alguna, bastando la simple manifestación de la persona interesada.
- Una vez promulgada la ley, toda la ciudadanía debe asumir esos sentimientos como realidad, ya que sustituyen legalmente a esta.
- Quienes no acepten esa sustitución de la realidad por los sentimientos serán acusadas de delito de odio y la autoridad gubernativa o administrativa podrá sancionarlas con multas de hasta 150.00o euros.”
Me permito llamar la atención sobre el hecho de que esta ley, así redactada, no es de aplicación exclusiva a las personas que se sienten distintas de lo que son. Ya que, al no exigirse ningún tipo de prueba, informe o constatación fehaciente, cualquier persona puede decir que “se siente distinta a aquello que rechaza -o le interesa rechazar- y que le asignaron al nacer” y reclamar así su derecho legal a que se reconozcan sus sentimientos, sean estos reales o fingidos.
Claro está, a partir de la promulgación de esta ley, toda la ciudadanía deberemos aceptar, por imperativo legal, que una persona delgada es gorda (o al contrario), que una persona vieja es joven (o al contrario), que una persona blanca es negra (o al contrario). De no hacerlo así, podremos ser acusadas de ser personas transgordofóbicas, transgerontofóbicas o transracistas. Y de persistir en nuestro “error”, eso podría conllevar fuertes multas administrativas asociadas. Sin contar con el riesgo de una eventual pérdida del trabajo, la cancelación social y/o la censura intelectual. Una locura, ¿verdad?
Pues es la misma locura que exigir que digamos que un hombre es una mujer porque, de no hacerlo, somos personas transfóbicas; que los admitamos en nuestros espacios seguros, privados o íntimos aun con aspecto y funcionalidades de hombre; que nos roben nuestras cuotas, nuestros méritos deportivos…; que legitimemos una medicina -todo menos hipocrática- que destroce la vida de la infancia y la adolescencia con tratamientos quirúrgicos y hormonales que son auténticas barbaridades infligidas a cuerpos sanos.
Retomando la perogrullada del inicio de este artículo, “sentirse mujer” no te convierte en mujer. Porque ser mujer no es un sentimiento, es una realidad material. Y eso no es discriminar, es constatar. Defenderé siempre el derecho de cualquier persona a sentirse como quiera sin ser discriminado por ello. Pero los sentimientos individuales siendo respetables, no pueden ser legislados ya que son indemostrables: no es posible conocer los sentimientos reales de las personas, tan solo lo que manifiestan, sea esto verdad o no. Ni esos sentimientos pueden estar por encima del derecho a remover la opresión y las discriminaciones que las realidades materiales de sexo, raza o edad, generan.
Una pequeña digresión al hilo de acontecimientos recientes: Si nos ponemos a regular alguna autodeterminación, bien podríamos empezar por legislar sobre la autodeterminación de la nacionalidad (convención mucho más endeble que la realidad biológica de los sexos, la edad u otras variables). A ver si así acabamos con las injustificables masacres transfronterizas que son una de las auténticas vergüenzas del siglo XXI y para las que parece que las políticas inclusivas no alcanzan.
En fin, según dice la tradición, Galileo susurró “eppur…si muove” (“y sin embargo se mueve”) al resignarse a declarar que la tierra era el centro del universo y que el resto de cuerpos celestes giraba a su alrededor ante la Santa Inquisición, a pesar de la evidencia científica que él mismo había constatado en sentido contrario.
Pues bien, las feministas también decimos “eppur…si muove”; porque únicamente la verdad -y poder decirla- nos hará libres.
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Fotografía: Definición.xyz