Por: Luis Armando González. 06/02/2025
Las últimas noticias que están llegando desde Estados Unidos son ciertamente preocupantes no sólo para las poblaciones de inmigrantes indocumentados[1] que residen en esa nación, sino para sus países de procedencia; y es que las acciones de deportación que ya se están ejecutando –siguiendo órdenes del presidente Donald Trump— anuncian llegadas masivas de deportados a sus naciones de origen. El proceso ya ha comenzado y todo indica que continuará en los siguientes meses y quizás años.
En lo que concierne a América Latina –incluida Centroamérica—, no hay señales de que habrá un trato especial para alguna de las naciones que tienen una presencia significativa de inmigrantes indocumentados en suelo estadounidense. Que no haya un trato especial no excluye “negociaciones” desventajosas para suavizar las deportaciones, lo cual hace muy probable que sea más lo que se dé que lo que se reciba a cambio. Independientemente de cómo vean el asunto las autoridades de cada país de la región (o sus ideólogos), desde un punto de vista social, el panorama que se está dibujado para las naciones receptoras de deportados es a todas luces preocupante.
Y ello por una razón simple y directa: en su gran mayoría, los inmigrantes indocumentados en Estados Unidos son personas que realizan tremendos esfuerzos para ganarse su sustento en aquel país y, asimismo, hacen un gran esfuerzo, privándose de bienestar, para enviar alguna ayuda a sus familiares en sus lugares de origen. Con estos inmigrantes, se trata de personas humildes, honestas y trabajadoras[2] que se dedican a múltiples labores (en la agricultura, la construcción, la industria y los servicios) en Estados Unidos; personas que, por los procedimientos de deportación que se están impulsando, retornarán a sus naciones sólo con la ropa que anden puesta y con los pocos dólares que tengan en su bolsillo.
Es decir, retornarán tan pobres como se fueron. Y, al llegar, comenzarán a ejercer presión sobre unos mercados laborales insuficientes para incorporarlos. Con dificultades para encontrar trabajo, y con limitaciones extraordinarias para volver a emigrar, les espera –al igual que a sus familias— la pobreza. Contar con un contingente adicional de pobres no augura nada positivo para sociedades ya de por sí desiguales y clasistas. En caso de acoger a deportados de otras nacionalidades, los países que así lo decidan tendrán que encarar las necesidades –para comenzar, de alojamiento, sanitarias y de alimentación— de esos grupos. Al margen de cómo perciban la situación los gobernantes, los empresarios y la sociedad en general, se está a las puertas de una problemática real que afectará la convivencia ciudadana, el bienestar colectivo y la integración social de las naciones afectadas.
Hacerse cargo de esa problemática real es un asunto de responsabilidad ética y política. Lo cual supone, además de la realización de diagnósticos acertados acerca de cómo está cada nación en su capacidad para favorecer la integración de las poblaciones deportadas, un cambio en la visión que hasta ahora se ha tenido sobre la situación de quienes, habiendo emigrado, viven en Estados Unidos.
Y, por de pronto, lo primero que se tiene que corregir es la visión que anula la diversidad de condiciones en las que viven los distintos miembros de las poblaciones inmigrantes. En el caso de la población salvadoreña que vive en Estados Unidos se tiene que cambiar la concepción según la cual todos esos salvadoreños poseen la misma condición de vida, el mismo estatus migratorio o que todos pertenecen a una misma ola migratoria.
Algo sumamente pernicioso ha sido (y sigue siendo) la idea de que los salvadoreños radicados en Estados Unidos son todos exitosos en los negocios y que, por tanto, están destinados a ser inversores en El Salvador, o, cuando menos, turistas que, sistemáticamente, vendrán al país a gastarse su dinero en el centro de San Salvador y en las playas, tomándose de paso las respectivas fotos para sus redes sociales.
Sin duda, hay salvadoreños que han tenido éxito –y muy bien por ellos—; algunos, de hecho, no sólo visitan el país como turistas, sino que compran propiedades e invierten en negocios. Es un espejismo creer que esto sucede desde 2019; viene sucediendo de forma creciente desde finales de años ochenta del pasado siglo. Lo que sí es novedoso es el esfuerzo por orientar su consumo de turismo y sus capacidades de inversión hacia rubros “oficiales” u “oficializados”.
Con todo, estos salvadoreños exitosos no deben nublar la vista, impidiendo que se vea a los miles de compatriotas que no han acumulado capital alguno y que no pueden darse el lujo –por motivos económicos y legales— de hacer turismo o invertir en su país de origen. Como se dijo antes, trabajan duro para vivir en pésimas o regulares condiciones y así poder enviar cada mes un poco de dinero a sus familias aquí en El Salvador. La situación real de estos salvadoreños ha sido ocultada por la algarabía, a veces romántica, a veces petulante, en torno a los “triunfadores”, a quienes siempre se espera “con los brazos abiertos”.
¿Y, a quienes retornen igual de pobres que como se fueron, se les recibirá con los brazos abiertos? ¿O se les dará la espalda? ¿O se les alentará para que se vuelvan a ir? ¿O se les verá como fracasados o, en el peor de los casos, como criminales? Son preguntas incómodas, pero que es preciso hacerse, por lo menos para que quede constancia de un leve, aunque impotente, espíritu crítico.
En fin, dada la situación planteada con la llegada de Donald Trump al ejecutivo estadounidense, hay cosas que sí o sí, guste o no, deben ser reconocidas. Una, que un país que obliga a parte de su población a emigrar y que depende de lo que esos emigrantes puedan aportar –ayuda mensual a sus familias, turismo nostálgico o inversiones— no es un paraíso. La segunda –que bastantes emigrantes deberían tener en cuenta— es que su visión de que su país de origen es el mejor del mundo no cuadra con su necesidad de vivir y trabajar en otro. Aunque, en el caso salvadoreño, algunos emigrantes ya no dicen que su país “es” el mejor del mundo, sino que lo “será”, cuando la explotación del oro redunde en riquezas a manos llenas para todos.
Una pregunta que se les tiene que hacer –o que ellos deben hacerse a sí mismos— es de dónde les nace tanta seguridad. ¿Y si tal explotación no genera el oro esperado? ¿Y si, pese a que se encuentre mucho oro, este no redunda en beneficios para todos, sino para unos pocos? Estoy seguro de que los más animosos dirán que “confían” en lo que se les dice “oficialmente”, pero ¿no se les había dicho, “oficialmente”, que su país ya era –no que “iba a ser” en el futuro— un país totalmente nuevo, ejemplo para el mundo entero?
San Salvador, 2 de febrero de 2025
[1] He preferido la palabra “indocumentados” en lugar de “ilegales”, pues esta última se asocia con “estar fuera de la ley”. Pero se entiende que los indocumentados no poseen documentos legales que les permitan radicar en Estados Unidos.
[2] Un tema aparte es el de quienes se dedican a actividades ilícitas en ese país o se fueron huyendo del suyo por tener cuentas con la justicia. Sin duda, deben rendir cuentas ante la justicia ya sea en E.E.U.U. o en sus países de procedencia. No es cierto, sin embargo, que todos los inmigrantes ilegales en E.E. U. U. son delincuentes, se dedican a delinquir o tienen cuentas pendientes con la justicia en sus países de origen.
Fotografía: Rpp