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Política como complot

por RedaccionA mayo 23, 2022
mayo 23, 2022
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Por: Amador Fernández Savater. 23/05/2022

Para Hugo, Vale y los amigos del taller de los lunes, secuaces

“Hay que construir un complot contra el complot” (Ricardo Piglia) 

¿Quién espía a quién? El gobierno espía a la oposición, la oposición se espía entre sí, ambos espían a la población, los servicios secretos espían a todos. 

¿Y si el Estado fuese una gran maquinación, el lugar donde se entrecruzan una multitud de complots? Es la tesis desarrollada por Ricardo Piglia en su Teoría del complot: la intriga es el nudo de la política. 

Hacia afuera, el relato dominante –que es el relato de los que dominan– nos repite que la política democrática funciona por consenso, a través de la transparencia, de acuerdo a una serie de reglamentos y normas públicas. Pero hacia dentro todo es complot. 

La impostura es un hecho básico de la política. El político miente incluso cuando dice la verdad. La mentira es una estrategia de conquista. ¿De qué? Del poder. 

El que se rasga las vestiduras por el complot del otro, en realidad querría tener el monopolio exclusivo sobre la facultad de complotar. 

La lógica complotista es necesariamente paranoica: todo es poder, todos buscan el poder, la realidad es un efecto del poder. El manipulador –que trata todo como objeto– sólo ve manipuladores y manipulación por todas partes. 

Hay un nudo íntimo entre ficción y complot, entre complot y política. La literatura nos lo muestra. Roberto Arlt, Borges, Macedonio Fernández… La ficción nos vuelve menos incautos, menos ingenuos, menos creyentes.

La economía como supercomplot

Pero hoy el Estado sólo es, dice Piglia, un “lugar de paso” en el complot. Un medio, un tránsito, un puente. ¿Hacia dónde? ¿A favor de qué complota hoy la política? Por detrás del complot estatal se maquina el complot de la economía. 

La economía tiene también su relato legitimador para incautos: el relato liberal. El individuo guiado por su propio interés, la competencia justa, la oferta y la demanda que ajustan racionalmente los precios, la autorregulación final feliz de todo ello por la mano invisible del mercado. 

¿Y por debajo? Las charlas telefónicas entre Gerard Piqué y Rubiales. 

La economía es la guerra por otros medios. Violencias conquistadoras, depredadoras, represivas. Espionaje industrial y corrupción estructural. Mentira y fraude. Manipulación de los precios y de los sujetos. 

El “individuo racional” de la economía, dice Piglia siguiendo a Burroughs, es en realidad un “adicto”: adicto al trabajo, adicto al consumo, adicto a todos los fetiches que compensan en el mercado la amputación esencial del deseo. 

El objetivo final del complot de la economía es hacer imposible todo atisbo de vida independiente, eliminar toda distancia entre sujetos y economía, cualquier otra fuente de disfrute y de riqueza social: bienes comunes, relaciones y amistades, circulación no mercantil de objetos y favores. 

“La economía es una manipulación invisible y múltiple que anuda y ata a los individuos y los conjuntos a los movimientos de dinero”. 

Impotencia de la crítica 

La crítica –nuestro deporte nacional por excelencia, olvídense del fútbol y el tenis– no cambia nada. Podríamos pensarla incluso como otra forma de compensación: un desahogo, un alivio, una exhibición de superioridad moral o intelectual, una forma de adicción como otra cualquiera. 

La crítica no cambia el marco del relato dominante, se limita a poner en la picota algunos de sus objetos, algunos de sus nombres. Distrae las energías, confunde y pasiviza. Es funcional al complot de poder. 

El problema de fondo es, como siempre, filosófico: vivimos metidos dentro de construcciones filosóficas muy antiguas. Lo que llamamos “realidad pura y dura” es el montaje que urdieron algunos filósofos complotistas hace milenios. El Estado Profundo no son los servicios secretos, mero efecto de superficie, sino siempre una metafísica: una concepción del mundo. 

¿Qué filosofía nos gobierna? Desde Platón hasta la Ilustración, pasando por el cristianismo, el dualismo idealista: el corte entre lo que hay y lo que debería haber, entre lo sensible y lo inteligible, entre la ley y las fuerzas. El idealismo condena todos los valores terrestres en nombre de los principios más puros y abstractos: la Idea, Dios, el Dinero y el Mercado autorregulado. 

Ese dualismo explica nuestros teatros cotidianos de la política y la economía: hacia fuera, la mascarada de la legalidad, la racionalidad, la transparencia. Hacia dentro, todos los tráficos posibles. 

No hay empresa del país que trabaje sin caja B, simplemente porque es imposible cuadrar las cuentas. Cuanta más burocracia hay, más trampas y mentiras. Cuantas más reglamentaciones, más corrupción. Estamos obligados cotidianamente a la astucia y el disimulo simplemente para poder sobrevivir. 

Finalmente, cada uno tiene dentro su propia caja B: los actos fallidos, los lapsus y los síntomas son acciones de sabotaje del inconsciente conspirador contra el reinado ilusorio del Yo. 

Conspirar es respirar juntos

La crítica es moralista: condena lo que hay en nombre de lo que debería haber. No sale del dualismo. Hay que pasar de la crítica al contra-complot. 

Establezcamos entonces una distinción operativa entre complot y conspiración. 

El complot quiere el poder: el dominio de los otros. El complotista es el reflejo del Hombre de Estado, su sombra, su Mr. Hyde. La conspiración busca por el contrario defenderse del poder. Conspirar significa respirar juntos, los que conspiran se dan aire unos a otros contra la asfixia que produce el poder del negocio sobre la vida entera. No se limita a denunciar, sino que, como dice Piglia, “intenta modificar relaciones de fuerza y tiene a la huida por condición”. 

Se complota por interés. Por eso los grupos complotistas son tan frágiles, en ellos y entre ellos reina la desconfianza y la paranoia, siempre están al borde de la traición, el interés no construye ningún lazo común. Pero se conspira por amistad, entre pares, con los amigos; los grupos de afinidad del anarquismo son el mejor ejemplo histórico. 

El complotista practica la hipocresía: apela al consenso, a la ley y la transparencia, pero ejerce la intriga, la mentira y la trampa. El conspirador disimula: es cínico en sus relaciones con sus jefes, pero ético con sus pares. Todos conocemos de primera mano esta experiencia de disimulo, sólo hay que darle valor, quitarle mala conciencia, organizarla. 

El complot se disfraza con el relato. El relato fabrica creencia: una fe torpe en lo que se dice desligada de lo que pasa. La creencia en la “democracia plena”, en el “mercado perfecto”. La conspiración con-fabula: no se trata entonces de legitimar lo existente, sino de crear nueva realidad. No se critica tal o cual nombre propio, sino que se cambia el marco de referencia. 

El lenguaje es amigo de los conspiradores, porque mal que les pese a los adoradores de la “comunicación” está trufado de malentendidos, de dobles sentidos, de lapsus. 

La fuerza del conspirador –carente de medios, de armas y de dinero– es siempre poética: transformar los marcos de percepción y de sensibilidad. Piglia pone el ejemplo de las vanguardias artísticas: pequeños grupos, individuos incluso, que fueron capaces de transformar las relaciones entre el arte y la vida. Su potencia de impacto era cualitativa y no cuantitativa. 

O pensemos más cerca de nosotros en los inicios del punk: encuentros underground, cuerpos respirando y sudando juntos, una sociedad secreta donde se acumuló la energía suficiente para cambiar más tarde la vida de millones de personas por todo el mundo y a lo largo de décadas. 

La conspiración sobrevive poniéndose al costado de los grandes fetiches actuales de la política: la comunicación, la opinión pública, las “mayorías”. Hay que partir de las intensidades y no de las grandes abstracciones. Pero actuar desde las sombras no significa constituir un gueto, sino darse el tiempo y el espacio para construir nuevas amistades –relaciones no instrumentales– desde la autonomía. 

Conspirar es confraternizar: encontrarse, rozarse, hablarse, caminar e imaginar juntos. No hay mayor intensidad que la de saberse parte de una conspiración benéfica. Entre iguales, entre pares, entre amigos. 

Todo lo que circula por fuera del mercado –favores, complicidades, relaciones y objetos– forma parte de la conspiración. Todo lo que escapa al mandato de productividad y rendimiento dentro y fuera de nosotros mismos –nuestros disfrutes y nuestras fracasos– conspira. 

¿Cuál es el mayor riesgo del conspirador? Sin duda, convertirse en complotista. Caer en la paranoia del poder, querer asaltar las instituciones y acabar hablando su lenguaje. Entrar en la guerra en espejo por el poder. 

Nuestro mundo es dual: dice paz y prepara la guerra, dice ley y hace la trampa, dice consenso y atiza la discordia, dice transparencia y promueve el engaño, dice riqueza y sólo es negocio. Contra el dualismo, nuestra duplicidad. Nuestro disimulo. Nuestra conspiración. 

Una conspiración también metafísica, en fin, porque no disocia (moralmente) entre lo que hay y lo que debería haber, sino que aprende a hacer (estratégicamente) con lo que hay. E inventa así una racionalidad de los vicios, una ética de las fuerzas, una economía libidinal.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: Lobo suelto

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