Por: Javier Caballero Galván. Iberoamérica Social. 02/06/2018
La línea temporal sobre la que se decidió vaciar la racionalidad moderna posee una cualidad inexorablemente espacial, que fue permeando toda la producción urbano-arquitectónica con la que se colonizó la “periferia”.
Más allá de escudriñar en la filosofía del tiempo y del espacio, en sus definiciones, consistencia y problemática, me interesa reflexionar en la relevancia política de este par de nociones, las cuales, de una manera silenciosa y difusa, han determinado en gran medida el carácter de la modernidad/colonialidad. Por tanto, desvelar el relato que ha acompañado a estas dos dimensiones de la vida social, me parece una buena oportunidad para comprender los mecanismos con los que opera un discurso político que, desde la clandestinidad, ha definido y direccionado todas las prácticas sociales de dominio, opresión y despojo, tanto en la narrativa arquitectónica como en la urbana. Desde luego, también ha fundamentado el discurso y las prácticas de resistencia espacial, proporcionando poderosos referentes que han coadyuvado en el largo camino hacia la emancipación social.
El tiempo y el espacio, como lo ha discutido y analizado David Harvey (2012), son sin duda los componentes esenciales de la concepción política de un colectivo dentro de una condición histórica determinada, y forman parte de la cosmogonía cultural que envuelve a sus propias producciones materiales. Pensemos, por ejemplo, en la idea de espacio y de tiempo que actualmente tenemos: la narrativa moderna nos ha convencido que se trata de dos dimensiones que poco tienen que ver con la vida humana, es decir, que se trata de una estructura que corre paralela a la “realidad” humana y que no depende de ésta para existir. Sin embargo, en el fondo, asistimos a un discurso político -con un interés claro y definido- que permite legitimar prácticas de dominio y opresión que de otra forma no serían posibles1). Quiero decir con ello, que, de alguna manera, este discurso se ha convertido en una fuerza que une y articula las relaciones sociales que nos rodean y que determina las prácticas de reproducción de la vida social en la modernidad capitalista; una fuerza que queda invisibilizada y velada por las prácticas materiales en sí, y que se presentan como ajenas o exteriores a la primera.
Permítame construir un ejemplo sencillo para intentar explicar lo anterior: imaginemos una malla tridimensional en forma de cubo, hecho de barras de acero unidas por conectores multidireccionales; imaginemos que cada conector es un sujeto y cada barra un enlace o vínculo social. Ahora bien, hagamos algunas preguntas: ¿Qué sostiene a la estructura? ¿Por qué los conectores se vinculan de esta y no de otra forma? ¿Qué es lo que mantiene a los conectores unidos? ¿Pueden las barras tener otra forma o han de ser siempre rectas? ¿Puede generarse, con esos mismos conectores y barras, otro tipo de malla? ¿Pueden las barras tener diferentes tamaños o todas deben guardar una proporción para mantener el conjunto integrado?
Es preciso tener en cuenta que, -para continuar con la analogía- quién piensa o se hace estas preguntas es el conector en sí mismo y no una mente que se ubica fuera de la estructura la cual poseería la cualidad de comprenderla en su totalidad. Así que este “conector-sujeto” se pregunta estás cosas bajo ciertas suposiciones (axiomas en realidad) de lo que no puede estar completamente seguro por estar atrapado en esa condición. En consecuencia, las respuestas serán siempre construidas desde la red de la cual forma parte y que son, por esta razón, inexorablemente políticas y subjetivas, incluso si una de sus versiones pretende ser la “objetividad”.
En nuestro ejemplo, el espacio y el tiempo están representados por el material, es decir, por el acero con el que está hecha la estructura. De esta manera el “conector” no podría plantearse estas preguntas si su consistencia y densidad fuera otra, por ejemplo, si fuera plastilina o gelatina; las dudas serían otras, las respuestas apuntarían hacia otra parte. La idea es tratar de comprender que el espacio y el tiempo son nociones axiomáticas que sustentan todo el entramado social, las prácticas y sus discursos, y que, por tanto, son coordenadas culturales, políticas e ideológicas que sin estar explícitamente presentes en todas y cada una de las actividades sociales, las subyacen y estructuran. En efecto, hemos de enfatizar que se trata de nociones determinadas históricamente, y que su significado y consecuencias materiales varían de una cultura a otra, de una época a otra. Desde luego, hemos de hacer la aclaración, que esto puede ser refutado desde nodos sociales en donde el tiempo y el espacio no existen, o bien, en donde no son aspectos relevantes de la vida social; no pensamos que se trata de categorías transhistóricas o tansculturales.
La colonialidad temporal
En las entregas anteriores expusimos la forma en que la noción de espacio se fue conformando como una estructura fija sobre la que se ha depositado la materia y sus transformaciones; como un concepto abstracto que describe la objetividad de la “realidad” que se encuentra fuera de la mente humana, pero que, visto en su dimensión política, sentó las bases de la modernidad, del capitalismo y de la mayoría de los sistemas de opresión. Denominamos a este fenómeno colonialidad espacial, en el entendido de que no se trata únicamente de colonizar el “espacio”, esto es, de imponer sobre un territorio físico una lógica social basada en relaciones de poder desiguales; se trata fundamentalmente, de concebir la noción de espacio como una estructura estática que es externa a las interacciones humanas, y que en consecuencia posibilitó -y posibilita- la idea de colonizar al “otro”, de someterlo y de despojarlo de su singularidad cultural. En consecuencia, se colonizó el territorio y los procesos naturales que ahí se desarrollaban, se colonizó el cuerpo y sus productos, se colonizó el conocimiento, el poder y el ser, y finalmente se colonizó la vida. Pero ¿y el tiempo? ¿Se puede colonizar el tiempo? O más bien, ¿es el tiempo mismo una idea que potencia la colonialidad?
Puesto que aquí hemos asumido que el cambio en la noción del espacio fue la que fundó la modernidad, hemos igualmente de sostener que el tiempo sufrió también una transformación cualitativa que la hará similar al primero, convergiendo en un estatuto que posteriormente las fusionará. De hecho, bien podemos concluir, que justo esta unión fue la que produjo y le dio consistencia a la modernidad/colonialidad capitalista, pues tanto en la Europa medieval como en el mundo asiático y/o americano, el tiempo y el espacio eran nociones independientes que podían existir sin interpelarse2. El binomio indisoluble que paulatinamente irán conformando, fue un proceso que le permitirá al ser-europeo legitimar y justificar prácticas socioespaciales de dominio3, por un lado, y proyectar su ser como un universal que contrae el presente, por el otro.
Quiero decir que al proyectar el tiempo como una línea recta que camina hacia un futuro abierto, vasto e infinito, fue posible localizar en ella la diversidad cultural que por entonces se abría dentro del imaginario europeo; en el inicio de la línea, es decir, en el pasado, se colocarán las civilizaciones originarias que geográficamente se ubicaron hacia el Este, sin importar, desde luego, que coexistían y tenían un grado de desarrollo técnico y humano bastante avanzado. Ahí se localizaron y ahí se mantienen, pues se trata de la base civilizatoria y, por tanto, del inicio de la flecha del tiempo.
En el presente, representado por el punto fijo que empieza a recorrer la línea hacia adelante, se localizará únicamente el ser-europeo, el cual reducirá las posibilidades de existencia de las demás culturas a su propia consistencia óntica, con la que podrá desplegar y legitimar su universalidad colonialista. Hacia el futuro entonces, sólo quedará el desarrollo de la técnica occidental y de su organización socioeconómica basada en el sujeto abstracto universal, escindido del mundo físico.
Así podemos constatar, mediante esta esquematización, que la línea temporal sobre la que se decidió vaciar la racionalidad moderna posee una cualidad inexorablemente espacial, que fue permeando toda la producción urbano-arquitectónica con la que se colonizó la “periferia”. Por ello, no es casualidad que la línea recta se haya impuesto como el componente principal de la organización espacial y como una metáfora por demás interesante de la conjunción de dos nociones que cimentarán la estructura colonial.
La línea recta y la traza urbana
En la Ciudad de México, como en otras ciudades del país y de Abya Yala, la traza urbana se configuró con base en los planteamientos que Haussmann incorporó en el París decimonónico, convirtiéndose a partir de entonces, en el modelo a reproducir. El prefecto parisino no dudó en reconocer que la línea recta formaba parte de lo que denominó “urbanismo estratégico”, pues el desplazamiento del ejército para contrarrestar la insurrección popular era un factor determinante de la destrucción del esquema medieval que por entonces se consideraba sin ningún interés patrimonial.

En su artículo Lectura de una geometría de la sensibilidad. Urbanismo francés y mexicano de los siglos XVIII y XIX(2015), Federico Fernández explica que la línea recta es una herencia del pensamiento judeocristiano que se vincula con la noción de “progreso”. Así, el sentido unidireccional del tiempo es una metáfora de la forma en que Dios administra el universo, nunca repitiendo sus acciones ni creándolas dos veces. En efecto, la Historia adquirirá esta misma consistencia, pues al no encontrar duplicidad en los eventos y circunstancias, fue fácilmente asimilada por el trazo recto. El geógrafo mexicano expone que tanto Condorcet como Augusto Comte, fueron los primeros pensadores que utilizaron la metáfora de la línea recta para estipular que los pueblos europeos lideraban la carrera hacia el “progreso” (Fernández, 2015).El París de los bulevares (imagen 1), de los ángulos rectos y de las edificaciones alineadas, no fue visto entonces como un modelo de represión y de optimización espacial para la reproducción del capital, sino que fue tratado como una espacialidad nueva que materializaba el “progreso”. El bulevar por sí mismo, el cual se convirtió rápidamente en la figura concreta de la “modernidad”, fue traducido como una manifestación espacial propia de la evolución tecnológica a la que asistía la humanidad: la línea recta ascendente que aproximaba el presente al futuro. Muchas ciudades del mundo lo replicaron sin pensarlo, pues como lo refiere Marshall Berman (2011) -y pensemos simultáneamente en la línea recta- el bulevar adquirió un estatuto mágico sustraído de las luces brillantes y de los cafés, del tumulto que iba y venía, del desfile de miradas, que más que producir cercanía, producía desconocimiento y extrañeza (componentes básicos de lo que bien podríamos denominar, “ontología urbana”).
“Condorcet publicó su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano en el que acomodó la historia de la humanidad sobre una línea recta y la expuso ordenadamente en diez capítulos. Estos capítulos iban, desde la prehistoria en la que un puñado de familias se ligaban para fundar una aldea, hasta el supuesto esplendor de la civilización con la Revolución Francesa que él mismo había vivido.” (p. 6)
Podemos de alguna manera inferir, que la imposición y asunción de la modernidad/colonialidad urbana en nuestros países, es producto de la forma en que las oligarquías locales, sus intelectuales y apologetas, decidieron asumir este discurso “Histórico, concluyendo que las excolonias en la que ellxs mismxs hbaitaban, eran territorios puestos en la “retaguardia” con miras hacia la utopía eurocéntrica. Nos recuerda Federico Fernández:
“En México, liberales del siglo XIX como Mariano Otero, asumieron esta visión progresista que ubicaba a los mexicanos ascendiendo la cuesta del progreso guiados por Europa, ese faro que según palabras de entonces, “nos sirve de ejemplo”. A lo largo del siglo XIX, el discurso del progreso histórico expuesto por Lucas Alamán, Guillermo Prieto y Justo Sierra, entre otros, sirvió para dar forma a las obras urbanas. Los ingenieros del régimen porfirista no se cansaron entonces de anunciar que «en el camino franco y plano del progreso(…) México se encuentra a la altura de las naciones más civilizadas». Los urbanistas de entonces revaloraron los trazos rectos y proyectaron colonias que décadas después serían realidad.” (Fernández, 2015:6)
El esplendor de la ciudad moderna europea recaía sin duda, en la capacidad del bulevar de mezclar y visibilizar la vida de las personas: de marcar, dividir y paradójicamente, de fusionar el espacio público y el privado (Berman, 2011)4; de hacer transitar los cuerpos en medio de un espacio estático y estable en el que paulatinamente se depositaría la memoria. Sólo si el espacio es fijo, podemos dar cuenta de que el tiempo irremediablemente “se mueve” hacia adelante. La ilusión que produce está combinación, no podrá estar mejor materializada que en la producción del espacio urbano, la cual legitimará la visión de un tiempo absoluto5 capaz de subsumir y sojuzgar el tiempo de las cosas, el tiempo de los eventos moleculares y el tiempo de las subjetividades. De esta manera, el tiempo absoluto del “progreso”, determina y sincroniza la vida social que se reproduce en la espacialidad urbana de la modernidad capitalista.
Ahora bien, es importante enfatizar que, en esta última, es imprescindible el cultivo del olvido y el trato severo infringido a la memoria; el pasado tiende a ser conflictivo en una sociedad que mira hacia el futuro, pues el vínculo establecido con lo que se fue, marca inexorablemente lo que se es y lo que se piensa ser. Así, el pasado tiene que mantenerse velado y reducido únicamente a ser punto de referencia para generar el espejismo evolutivo. En consecuencia, el pasado quedará imbricado con el espacio para fijar, detener o congelar la imagen de lo que se era; algo que quedará impreso y desarrollado en el siglo XX bajo el concepto de “patrimonio cultural”6.
Continuando con la idea anterior, piense, por ejemplo, en lo difícil que sería constatar el avance técnico si el espacio fuera percibido como algo dinámico y el tiempo como algo fijo o circular. Paradójicamente, y esta es una de las muchas contradicciones de la modernidad/colonialidad capitalista, el espacio tiende a ser suprimido y a ser conceptuado como una categoría que depende del tiempo para existir. Ser depositario y contenedor de la memoria será la forma en que la espacialidad urbana del siglo XX producirá el tiempo absoluto y su transcurrir homogéneo. Desde luego, no podemos omitir la forma en que el objeto arquitectónico, muchas veces concebido como una unidad independiente del desarrollo urbano, intentó sublevarse ante este intento de congelamiento y estatificación; una “rebelión” suscitada por el contagio de la aceleración del tiempo que la Revolución Industrial desarrollaba a través del tiempo de rotación del capital7 y de los procesos sociales que se transformaban con rapidez a partir de la incorporación de la máquina en la vida cotidiana.

En su influyente trabajoSaber ver la arquitectura (1958), el crítico italiano Bruno Zevi afirmaba que la arquitectura moderna era esencialmente un espacio continúo modulado por planos, volúmenes y líneas que desterraban la ornamentación y la compartimentación. Una espacialidad que, si bien no dependía del tiempo, sí pretendía incorporarlo como elemento básico. Sin dejar de lado los factores económicos, sociales y técnicos que sin duda envuelven la realidad edilicia, Zevi argumentaba que el espacio es el protagonista indiscutible del fenómeno arquitectónico y de “(…) la escena en la cual se desarrolla nuestra vida” (p. 23). Una postura ideológica que, sin quererlo, mantiene congelado el espacio y lo concibe como el continente dónde se deposita la materia; justo la visión colonial que aquí estamos intentando develar.En efecto, sus apologetas como Le Corbusier, Mies van der Rohe, Walter Gropius o Hannes Meyer, idearon y sublimaron un objeto lleno de líneas rectas e intersecciones que buscaban dinamizar el espacio a través de la inclusión de la llamada “cuarta dimensión”. De hecho, esta idea quedará plasmada en la famosa casa Schröder (imagen 2) proyectada en 1924 por Gerrit Rietveld, y en la cual, la explosión congelada de planos y líneas que apelaban a la retícula universal que Piet Mondrian plasmaba en sus lienzos, era la expresión espacial de un tiempo inasible, descontrolado e irremediablemente acelerado marcado por los ritmos fragmentados. Por dentro, la continuidad espacial se materializaba en la movilidad de los muros y en la apertura de las habitaciones, todo sujetado por la grilla tridimensional que la impedía “escapar” hacia el transcurrir infinito del tiempo.
Con todo, la “rebelión” del llamado Estilo Internacional, en la que incluimos como mera ilustración la casa Schröder, poco pudo hacer para evitar que el espacio quedara subordinado al tiempo. En efecto, podemos al menos detectar dos consecuencias importantes: a) que la espacialidad estática fundamentalmente manifestada y desarrollada en la ciudad, será depositaria del tiempo indeseado por la modernidad, a saber, el pasado; y b) que su subordinación al tiempo implicará su propia aniquilación. Esto es palpable en la vertiginosa transformación de la espacialidad urbana, en la que el “progreso” y el “futuro” imponen su discurso en la medida en que el espacio es comprimido y “desdibujado”.
La historia de la arquitectura
Como ya expusimos, la concepción lineal del tiempo desarrollada por la modernidad/colonialidad, fue tomada fundamentalmente por la Historia como disciplina y saber, desde la que se construyó la narrativa de una Historia Universal. Su objetivo: “demostrar” que la civilización humana ha “evolucionado” y se ha desarrollado social, económica, política, filosófica y técnicamente. Así que, en la clásica sucesión de eventos espaciotemporales que la componen, el ser-europeo se coloca como el fin último de esa Historia, insinuando que la humanidad entera y sus especificidades culturales, constituyen una única línea continua que compone su evolución. Tal pretensión colonialista, que autores como Dussel, Escobar, Quijano, Zaid o Amín han develado como el núcleo duro del relato eurocentrista, ha permeado las historias de todas las disciplinas que hoy fragmentan el conocimiento global.
La historia de la arquitectura no es la excepción, y yace fundada en la fuerte narrativa de la monocultura del tiempo8) que se ha encargado de exponer una evolución técnica y estilística de las producciones espaciales dentro de una flecha que conduce al Estilo Internacional, a esa que mal llamamos “moderna”, y que se considera la arquitectura “verdadera”9. Como si se tratara del desenlace de una búsqueda incansable, todas las producciones espaciales generadas en cualquier punto del globo quedarán concebidas como experimentos fallidos de una axiología espacial que encontrará su lugar finalmente en la arquitectura occidental moderna. Nacerá entonces el concepto mismo de “arquitectura” como disciplina universal, la cual trasladará sus paradigmas y cánones a cualquier tiempo y lugar.
La colonialidad del saber esconde desde luego, que detrás de la palabra, se anidan exclusivamente las producciones espaciales europeas que dictan el camino a seguir, dejando a todas las demás en productos de la historia que sólo basta conocer y comprender como fundamentos de las primeras. Sabemos por supuesto, que este supuesto estudio de la “arquitectura” universal, no pretende presentar las producciones espaciales no-europeas como objetos existentes y vivos; como formas sociales materializadas o bien, como construcciones culturales con las que existe posibilidad de crear y compartir saberes. Por el contrario, se les limita a ser testimonios de una historia estática, no vinculante, resuelta a desaparecer o a ser “conservada” como fetiche del turismo de masas.

La pirámide posee 365 nichos. Una pista que bien puede apelar a la vuelta al sol o bien, a la relación que tenían los totonacas con los astros. Más allá de ello, lo relevante para nosotros es que cada día o periodo de tiempo representado por los nichos, parece querer estar impreso en las plataformas espaciales. Pero a diferencia de la inclusión temporal del Estilo Internacional o del neoplasticismo holandés, el tiempo aquí no es una línea sino una espiral puesta en el espacio. Tal parece que, ambos, tiempo y espacio, se combinan en una relación orgánica que no implica ni la subordinación de uno de ellos, ni la conjunción estática o definitiva del binomio. Más bien nos encontramos ante una estructura ilegible para nuestros marcos de sentido, por lo que tendemos a encapsularla dentro de las expresiones “arquitectónicas” primarias.Como mero ejemplo de ello, acudo a la Pirámide de los Nichos, localizada en El Tajín en el estado mexicano de Veracruz (imagen 3). Una producción que nada tiene que ver ni con el concepto de tiempo y espacio que la modernidad ha desarrollado, ni mucho menos con lo que llamamos “arquitectura”. La pirámide no es una obra para contemplar o para regocijarse en sus proporciones plásticas; se trata más bien, de una estructura espaciotemporal que habla de la forma en que la cultura totonaca concebía y practicaba una forma específica de vida social; la piedra no era nada, como lo quieren ver los apologetas de la colonización arquitectónica europea…
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Fotografía: Iberoamérica Social