Por: Horacio González. 15/11/2024
Estos escritos y trabajos que van a leerse fueron originados en un trámite normal en las universidades. Se trata del habitual trabajo de “pasantía” con el cual los alumnos coronan sus estudios, adscriptos a alguna institución social a partir de la cual elaboran reflexiones, sobre temas previamente definidos y posteriormente evaluados en un marco académico. Sería tan fácil como odioso criticar estos recursos de la vida universitaria, en momentos en que esta es cuestionada con toda clase de acciones tan infundadas como arbitrarias. Pero nada de esto obliga a descartar la reflexión –ni fácil ni adusta– sobre algunas dificultades de nuestros propios desempeños, que nosotros, y no otros, hemos creado.
Por eso no debería ser trabajoso este reconocimiento: las “pasantías” forman parte de una antigua visión idílica que tiene la universidad respecto del mundo práctico, al mundo de la vida o a “realidad social” globalmente considerada. Se piensa que los alumnos adquieren una “mayoría de edad” que los habilita para enfrentar el rostro efectivo de la sociedad, luego de haberse munido de un conjunto de conocimientos durante su paso por los claustros, tránsito concebido como paréntesis almibarado, momento de espera, de preparación y de ansioso reinado de las teorías. Es evidente que las condiciones de la universidad y de la vida social argentina en todos los órdenes, desautorizan cualquier optimismo respecto a este pasaje entre distintos momentos, como son los de la “formación” y de la “profesión”. Ni la universidad alberga hoy ningún proyecto formativo realmente imaginativo, ni los campos profesionales o la “vida práctica” compuesta por las instituciones políticas del país, están en condiciones de aceptar un trabajo universitario que fuese realmente crítico e inquietante. La universidad tiene actualmente la misma chatura y aplacamiento que la vida cultural del país en su conjunto.
En este marco de estrechamiento de las oportunidades profesionales, la universidad no solo omite responder acentuando lo que debería ser su natural proclividad a la crítica, a la invención política y al desafío metodológico, sino que se convierte en una suerte de cliente plañidero de los organismos públicos o privados que controlan mercados profesionales, postulando incluso “ofrecerle servicios”. El propio movimiento estudiantil, en todas sus versiones ideológicas, llega a su punto ciego cuando se plantea la cuestión laboral, quedando allí exhausto, sin destellos creativos. Nadie parece atreverse a criticar las condiciones intelectuales en que se concibe el “mercado laboral” sin antes aparecer situado en un correcto plano gremialístico, como gestor de opciones para la mítica “salida laboral” o el contacto con “la realidad”. Desde luego, no se trata de considerar la universidad como sede privilegiada de una crítica a los poderes institucionales reales, pues de algún modo forma parte de eso mismo, de lo que le sería imposible sustraerse. Se trata de pensar el medio profesional (digamos: tanto la ciencia como la política en cuanto vocación) al mismo tiempo que se replantean las condiciones prácticas de cada una de las actividades que forman parte del cuadro de intereses intelectuales de la universidad cuando los estudiantes dicen que “no hay práctica” en las universidades, proceden como si alguien –dueño de las llaves del templo laboral– actuara como conspirador contra nuevas incorporaciones jóvenes al mercado. Pero en la universidad no hay práctica porque tampoco hay un examen serio de las raíces intelectuales y de los dilemas teóricos fundamentales del actual vínculo universidad-sociedad. La universidad argentina no solo es hoy una universidad sin presupuesto (situación contra la cual hay que seguir luchando) sino que es también una universidad sin presupuestos teóricos, pedagógicos o intelectuales. Y más serio aún, se perciben en ella graves síntomas de abandono de la vida intelectual. La fácil aceptación de que la universidad debe dar “canales terminales de empleo” u otras terminologías de ese tipo (las que incluyen un problema real, pero tratado deficientemente) tuvo menos consecuencias en la deseable solución de los problemas del empleo de los estudiantes y graduados jóvenes, que en un desprecio –no siempre disimulado– por la propia vida intelectual. Cualquiera que tenga contacto con la universidad lo sabe: hay en ella más desconfianza hacia la vida intelectual que lo que podría percibirse en otras organizaciones no universitarias. ¿Es este el síntoma de un proceso más largo, en cuyos comienzos estaríamos, de decadencia de la universidad, en última instancia sustituida por otras modalidades educativas provistas por la actividad económica general?
Si así fuera, debemos luchar para revertirlo. Funcionarios, profesores y alumnos tienen esa oscura conciencia de decadencia, tratada hasta el momento a través de fáciles y deficientes remedios, en su mayoría oportunistas, que van desde las ideas de arancelar los estudios superiores públicos, hasta la de provocar en ellos una mayor injerencia de las estructuras económicas reclutadoras de empleo. Un diputado nacional presentó en años recientes, un proyecto de convertir la universidad en “consultoría”, que tuvo buena aceptación en todas las capas partidarias del país. Estas capas son provenientes de la universidad y en general asocian el papel de la misma al ejemplo que tienen a la vista: ellos mismos como políticos, aliados momentáneos de la fortuna. Miles de estudiantes cuyo modelo profesional o político puede ser una diputación o una gerencia, conciben la universidad bajo el modelo ya pulverizado del “ascenso social” y del “contacto con la realidad”. Se desprecia de este modo la real posibilidad que puede tener la universidad, partiendo de su actual crisis económica, profesional y teórica, para provocar una sustancial transformación intelectual en la red de prácticas profesionales del país. En vez del adaptacionismo, un auto-examen de las posibilidad de transformación de las instituciones asociadas a emblemas de saber. Esto último no solo no apartaría a las personas de una vida profesional plena, sino que sería la verdadera vía para provocarla.
Pero este último camino sería el de una profunda reforma intelectual en la universidad. Quizás, un reformismo que tome lo mejor del espíritu crítico de los momentos inaugurales del movimiento que en la Argentina lleva este nombre, de vasta repercusión continental, popular y democrática.
En la actualidad, la universidad no es la sede de ningún proyecto, corriente de ideas o convocatoria crítica, que la reponga en la escena política como autora de conocimientos capaces de revelar la trama del presente y de declararla al mismo tiempo insuficiente para la vida. En efecto, ningún presente alcanza para formular horizontes vitales. Pero ningún proyecto crítico debe dejar que le expropien sus lazos con el presente. La universidad actual, en nuestro país, ni pertenece cabalmente a la crítica del presente, ni está efectivamente entrelazada con él. Simplemente no encuentra la punta del ovillo, desmantelándose lentamente entre la indiferencia de las autoridades del ramo y planteos políticos, puertas adentro, que en general dependen de una anacrónica autoimagen de la universidad en la sociedad. De más está decir que la universidad, en sus sectores más vivos y conscientes, debe seguir protagonizando sus justas demandas por la remuneración docente, por las condiciones de estudio y por un marco global presupuestario digno. Pero nada impide que –al contrario, todo obliga– que esas luchas se hagan junto a un profunda revisión de hábitos intelectuales, lenguajes y prácticas políticas internas. Asístase a una asamblea universitaria: en ella se percibirá una incómoda réplica de los ya desnutridos debates en los organismos parlamentarios del país. Es lógico, pues la administración universitaria se ha convertido en una instancia muy homogéneamente situada respecto al horizonte mental que nutre a la clase política argentina. El hecho de que los organismos de cogobierno universitario sean esenciales para la democracia –tanto en la universidad como en el país– no debe llevar a desconsiderar estas observaciones críticas: la universidad debe disputar con el modelo (o el estilo) político reinante en el país, no reproducirlo. El papel de la universidad no es formar diputados. Ni siquiera es, prioritariamente, el de formar médicos o sociólogos. El papel de la universidad es el de crear lazos políticos nuevos, que tengan resultados pedagógicos y discursivos originales. Es un papel, entonces, político. Y es cuando cobra conciencia de su papel primordial en la recreación de los modos en que se ejerce la política en la sociedad, que su proyecto de formación de médicos o sociólogos cobrará verdadera significación profesional.
En un país precisado de una reformulación general de sus expresiones políticas y del estilo con que ella se realiza, la universidad puede cumplir el rol de interferir con la reproducción simple de esos hábitos políticos basados en categorías de prestigios, antes que en la crítica y la autorreflexión. En cambio, lo que ahora existe es un modelo formativo que en poco se aparta de los condicionamientos políticos y económicos existentes. Como resultado de ello, el movimiento estudiantil y los grupos profesorales se convierten involuntariamente, en deficientes instancias burocráticas de reclutamiento profesional, “filtros” políticos mediante. En 1918, el reformismo pensó que una sociedad podía tener la imagen que le diera una previa reformulación de la vida universitaria. Luego, considerando que esto era un exceso “elitista” o “culturalista”, se pasó al otro extremo.
Y así, el reformismo argentino, ya en la década de 1930, había incorporado la consigna que hoy abona el sentido común de profesores, estudiantes y graduados de las más diversas corrientes ideológicas: solo habrá vida plena, tanto política como profesional en la universidad, si previamente se realizan reformas sociales para las cuales la universidad debe contribuir en su dimensión militante. Curiosamente, ambas posiciones fueron avaladas por Deodora Roca, quien así representaba las dos puntas en las que se debatía la política universitaria. Hoy, está a la vista que está totalmente descuajeringado el modelo de “universidad del pueblo”, así como parece absolutamente deslucido el neo-marcusismo que cree que la universidad iniciaría ella misma una ramificada renovación social. En el primer caso, porque más allá de las vicisitudes dramáticas que han tenido entre nosotros las ideas de transformación social, no puede pensarse seriamente en un a priori sociopolítico para juzgar la vida universitaria. Semejantes pero inversas razones obligan a descartar el a priori universitario: en ambos casos se desatiende la trama de relaciones, la “conjuntivitis” indivisible que caracteriza los lazos entre el conocimiento universitario y el conocimiento social. A lo sumo, puede criticarse el desarrollismo rústico en el que ha desembocado el reformismo universitario con su énfasis en la “integración social” como la banalidad elitista que resume la posición contraria. De todos modos, tampoco es satisfactoria la posición de “equilibrio”, propia de los actuales administradores universitarios, que al considerar la universidad una institución política más, en el cuadro de los servicios públicos, no solo no están a la altura de una reflexión más aguda sobre el momento sombrío que estamos atravesando, sino que se privan de presentar creativamente el síntoma iniciador.
En efecto, a ese síntoma iniciador es posible pensarlo, según los casos: ya sea como un rol iniciador de la propia universidad en relación a áreas de la sociedad donde pueda y deba influir decisivamente: ya sea un rol iniciador de grupos sociales y políticos cuyos proyectos transformadores puedan influir beneficiosamente sobre el actual impasse intelectual de la universidad.
En uno u otro caso, lo que aquí está en discusión es el lugar que en la sociedad argentina tiene el compromiso intelectual. Es sabido que esta palabra no tiene un destino de premios y aprecios en la vida política nacional. Un poco porque los grupos detentadores de los blasones culturales no exhiben una historia política de mayores sensibilidades respecto a las formas colectivas de vida; otro poco porque la política argentina, en sus partidos mayoritarios, ha consagrado estilos en los que las influencias intelectuales (que son nutridas y heterogéneas) son aceptadas bajo su forma doctrinal diluida, a fin de que se pueda mantener un “resorte de desconfianza siempre preparada” hacia los grupos o personas que esgrimen una identidad intelectual explícita. Estas paradojas, propias de cualquier país, tienen aquí notable persistencia y ardor. Por eso esta cuestión está lejos de ser un tranquilo espacio político en nuestro medio, y quizás en ningún lado lo sea. Muchas son las razones por las cuales todo drama social se elabora alrededor de una cuestión mal asumida de conocimiento. No es el caso rastrear aquí los contornos de esta “cuestión mal asumida” tal como se dio o se da en el país.
En principio, lo que nos interesa es observar un importante fenómeno: la vida política argentina acabó aceptando un tipo de intelectual fácilmente inteligible, cuyo lenguaje tiene una real cercanía al lenguaje articulador del político. Por esa vía, la mancomunión lingüística y teórica entre políticos e intelectuales forjó una división de trabajo apenas “mancillada” por declaraciones aquí y allá: algún político que se “disculpa” por “no manejar” el aparato conceptual profesional de los intelectuales “orgánicos”, o algún intelectual que se disculpa por mantenerse en el nivel presumiblemente “abstracto” de un tema que en manos de algún político cobraría vibraciones prácticas ostensibles. Nada del otro mundo.
De este modo, ya no hay un “antiintelectualismo” rechinante en la política argentina, gracias a que la vida intelectual se “politizó” en el sentido en que muchos políticos “anti-intelectuales” deseaban. Lo que se puede apreciar, en cambio, como reacción hacia este neo-intelectualismo politizado (de tono y destino partidarios, en el sentido de los partidos tradicionales argentinos), es un estilo intelectual cuyas fuentes de inspiración se encontrarían en las lecturas vinculadas a las “filosofías del texto” o a las “literaturas del éxtasis”. En este caso, la condición intelectual aparece sometida a la crítica de la “vida”, de la “experiencia salvaje”, del “sentido primario de las cosas” o algún otro aspecto irreductible de ese orden. El trabajo sobre la cultura cotidiana en Puerto Gral. San Martín que aquí publicamos comparte algunas características de lo que podría ser una reacción contra un modo cristalizado de la vida intelectual.
Así, sus autores quedan en situación de buscar otras alternativas para presentar las evidencias de que hay “vidas secas” cuyo hablar fundamental es fatalmente disipado por el conocimiento erudito cuando debe hacerse cargo de él. El habla de los “golpeados” –de los socialmente rebajados– es algo que podemos ver en todos lados, pero que no está en ninguna parte. Cuando la queremos tomar con categorías teóricas –o similares– escapa. Cuando la reconocemos en la atmósfera diaria de la política o las comunicaciones de masas, también escapa. Muestra así que por un lado no la comprenden, y que, por otro, la comprenden demasiado. De las dos formas quedamos en incómoda situación. Algún apresurado diría que entre el desprecio ilustrado y el populismo aguerrido. Pero no conviene ir tan rápido ni ir hacia allí. En realidad, parece mejor preguntarnos si podemos resumir todos estos clásicos dilemas en la idea de que la única opción reside en escuchar.
Los autores del trabajo así lo sugieren. ¿En este caso debe entenderse que después de haber hecho su pregunta los autores de la interrogación deben replegarse a un altar de silencio frente a la respuesta obtenida? La voz cruda sale a luz e impondría por sí misma un sentido. Ese sentido ya se lo habría inscripto la sociedad. Cada voz escuchada es un cuerpo social que habla “en ausencia”. Pero de esa ausencia, plena de significados, es lo que precisamente trataría una “sociología de la voz”. La voz escuchada es la sociedad formulada.
La perspectiva es inquietante y para servir mayores frutos a la mesa del sociólogo mal alimentado, debería intentar un mayor esclarecimiento sobre lo que entendemos por “voz”. Por suerte, no es este el lugar para cometer tales claridades. Pero no se puede dejar de notar que al decir voz invocamos tanto a un mundo de palabras socialmente significantes como a un conjunto de usos fonéticos que remiten a la materialidad física de los diálogos, a la atadura básica entre personas empeñadas en comunicarse en la práctica material de una lengua.
De todos modos, para que la voz sea un mundo social (en su doble aspecto de sonido y de sentido) es necesario desprenderse de las usuales correlaciones sociológicas entre verbalización y lugar social, entre “imaginario” y “ser social”. Así, no se trataría, según la notoria tradición sociológica, de obtener datos pertinentes sobre un momento de la relación entre prácticas grupales y estructuras sociales, entre alteraciones biográficas colectivas y crisis económicas globales, sino de llegar a un punto donde las biografías se doblan hacia un yo interno masacrado, desverbalizado, brutalmente despojado de discursividad.
¿Pero acaso toda voz no supone una identidad y por lo tanto, algún grado de resistencia a la expropiación cultural? Incluso la utilización metafórica de voz (es decir, presencia de un sujeto con discurso sobre la historia) ayuda quizá de una manera demasiado fácil para sacarnos de encima el dilema: ¿una voz permite deducir una realidad histórica o colectiva?
En efecto, podría pensarse que a partir de una voz puede deducirse un cuerpo, un estado social, un conjunto de lazos históricos. Si esto fuera posible, esa voz, no la voz grabada magnetofónicamente, de la cual es posible siempre extraer formas sociales por su léxico, su tono, su inflexión, etc., sería una voz que solo habría que reproducir en su fidelidad literal tal como la ha obtenido el entrevistador. Esto genera toda clase de problemas, el menor de los cuales no es la auto-omisión del entrevistador por decisión propia, privando así a esa voz de su esencia dialogal, del hecho de que nació ya convocada y no estaba eternamente allí. La “sociología de la voz” debe resolver ese problema: si en la voz obtenida hay una trama social deducible o inferible por el lector, y si en ese tramo no debe pesar la previa certeza de que hubo alguien que preguntó.
Los autores de este trabajo creen que lo mejor es escuchar y esta ética del receptor no introduce a infinidad de problemas. El sentimiento abismal de las vidas cuya ajenidad a la política es patética, pero al mismo tiempo son “vidas-voces” en las que se guardan todas las evidencias de que un poder ha actuado sobre ellas… bueno, esto es lo que parece desprenderse de la insinuada “sociología de la voz”. ¿Poca cosa, cosas obvias?
La voz está en el lugar de una literatura íntima, breve, desechable, “choca” con las corrientes sociales de sentido. Esa “voz” tanto puede ser la del último pescador isleño como la del poeta surrealista urbano, pero lo esencial aquí es si podemos sorprender esa voz en un previo momento físico, de comunicación sin escrituras, sin literaturas, sin discurso letrificado. Sin ir más lejos, esa es la enorme cuestión que se propone Lévi-Strauss en Tristes trópicos, y que no pocos problemas le trajera: si la escritura no es una competidora inauténtica respecto a los lazos de comunicación oral del mundo habitual, vivido. Semejantes problemas se pueden apreciar en recordables trabajos sobre la “voz” originados en la vida intelectual argentina, de los cuales, solo a título de engolosinarnos con la distancia que guardan entre sí, mencionaremos el escrito de Oscar Masotta denominado Roberto Arlt y yo y El género gauchesco de Josefina Ludmer.
Tomar así la voz (como “superior” o como “enemiga derrotada” de la escritura) no deja de ser un remedio apasionante ante la imposibilidad de resolver un problema como este: ¿las voces que parecen escapar del poder por el solo hecho de que al hablar puede evitarse el registro escrito, no tienen de antemano una talladura interna donde los poderes “escritos” han hecho su consabido trabajo? Este problema, no hace perder el interés por el acto de mostrar voces crudas, no elaboradas, en estado práctico. El interés se acrecienta, pues basta con formular la presencia de la voz escuchada para saber que caemos en un mundo inevitable, construido por lenguajes que siempre estuvieron allí. El último lamento verbal de un excluido siempre luchará entre su autenticidad presente y su condición de gemido ancestral, millones de veces proferido. Por eso, decir lo que ya está escrito como si se lo pusiera por primera vez “en el éter”, es la profunda gracia que tiene este juego de partir de las voces para encontrar un conjunto histórico “mayor”. Las cuestiones aquí presentes van desde la deliberada desaparición de una “contención crítica” de la voz, hasta la presentación de un texto paralelo, de los autores del trabajo, en el que abundan otras voces teóricas. En todo caso, el interés que se abre aquí es el de cómo una voz queda siempre no situada respecto a las otras. El hiato es insalvable. Eso revelaría la propia situación de la universidad frente a la vida popular. ¿Pero no abriría también las puertas de un cierto renunciamiento a la constitución teórico-crítica de los problemas que las voces enuncian? Este renunciamiento no sería aconsejable, desde luego. Pero tampoco hay porqué rechazar el enorme ejercicio que aquí se propone, de ofrecerle cuerpos imaginarios a las voces que se instauran despojadas de vínculos sociales. El esfuerzo, en este caso, sería semejante al que proponen los programas radiofónicos que identifican a los oyentes que llaman telefónicamente, por su nombre, edad, barrio y a veces por algún otro signo de identidad inmediata y arquetípica, como el equipo de fútbol de sus amores. Cuando escuchamos a “Luisa de Palermo” o a “Juan de Echesortu”, se está realizando un trabajo de incorporación de la voz en un mundo social, que flaquea precisamente por el hecho de aparecer ya lleno, macizo, ideal. Se trataría, en esta probable sociología de la voz, de hacer lo contrario sin dejar de encontrarnos con Luisa de Palermo. No es posible destruir un estereotipo (“Doña Rosa”) sin antes pasar por el ejercicio de pensar como se adecúa una voz a un concepto. Hacer asociaciones fijas entre ambos lleva a un marketing despótico y a un uso direccional de los medios de comunicación. Por el contrario, si rechazáramos las asociaciones fijas, la voz aparecerá como una “aguja loca” buscando alternativos lugares en un cuadrante que también cambia siempre de significación social. Entonces tendríamos allí un apreciable resultado. Las voces seguirán conservando su frescura, su dramatismo, su incandescente ingenuidad y al mismo tiempo, serán voces siempre aptas para las que el mundo social las momifique. Toda voz es utopía y toda voz es el triunfo final de una disciplina social.
El público puede ser representado por una voz. Pero la sociedad, que no es etérea, es más difícil que lo sea. Por eso, una voz no puede ser un modo de representación social. Este trabajo deja planteado el tema. ¿Cómo poner voces por escrito y decir simultáneamente que ellas son hostiles a una interpretación que disuelva su inflexión más íntima? ¿Cómo resignar la interpretación generalizadora si cada voz la está pidiendo por naturaleza propia? ¿O acaso el atractivo de este trabajo no está en decir sin decir que cada voz ya viene “trabajada” por el medio infinito? Borges, el Borges que más que oral es el Borges fatal, decía (o escribía) que quien tiene una voz tiene un destino. Ningún sociolingüista contemporáneo estaría satisfecho con esta frase (que citamos de memoria, no es exactamente así), pero ninguno dejaría de reconocerle pertinencia. A lo sumo, corregiría: todo lenguaje es un mundo social. Y después quizá habría que agregar. En ese mundo social donde se pierden las voces, donde ellas pierden su consistencia, identidad y perfil. Y en ese perderse cumplirían su destino.
* Publicado como “A modo de prólogo. Para una sociología de la voz”, en Cuadernos de la Comuna N° 26, Comuna de Puerto General San Martín, Santa Fe, julio de 1990.
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Fotografía: Lobo suelto