Por: Francisco Bustillos. IMPACTO. 24/06/2017
Si bien se vulnera el derecho a la privacidad en tanto la actividad no sea ordenada por un juez, lo cierto es que el gobierno, el nuestro y cualquier otro, no podrían existir si dejaran de observar a sus ciudadanos prominentes.
Dice The New York Times que periodistas y activistas de derechos humanos son espiados; la Presidencia lo niega y en todo caso invita a quienes sienten que Big Brother vigila sus pasos y palabras a acudir a la PGR a denunciar.
Qué tiempos aquellos en que un colega se quejaba, acremente, de no ser espiado por el gobierno; argumentaba que no ser escuchado o fotografiado por la autoridad significaba, al menos para él, que carecía de importancia. Ignoro si al fin consiguió atraer la atención del Big Brother. Eran los tiempos de los caimanes en las cajas de Telmex.
Desde luego, el espionaje a cualquier ciudadano vulnera el derecho a la privacidad en tanto no sea ordenado por un juez, pero lo cierto es que el gobierno, el nuestro y cualquier otro, no podrían existir si dejaran de observar a sus ciudadanos prominentes.
No hay justificación legal ni moral, pero lo hacen con el pretexto de la seguridad nacional y la propia existencia de Estado.
El espionaje se ha convertido en una actividad cotidiana generalizada; no se puede llamar de otra manera a lo que cualquiera con un teléfono móvil, dotado de grabadora o cámara fotográfica de video, hace en la calle, restaurantes, etcétera.
Mientras los gobiernos pretextan seguridad nacional, los ciudadanos lo hacen por razones morales discutibles, incluso por morbo. Más aún, ambos coinciden en ilegalidad e inmoralidad cuando llevan su producto al ciberespacio, unos para combatir al enemigo político y los otros para exhibir a la autoridad o a cualquier personaje público protagonista de escándalos.
En las pasadas elecciones, los electores y cualquiera con acceso a los medios tradicionales de comunicación o a las redes sociales se indignaron mirando a doña Eva Cadena estirando la mano para recibir dinero para Andrés Manuel López Obrador o quien sea; Jorge Luis Preciado debe, en mucho, no ser gobernador de Colima a la difusión de sus pláticas telefónicas con su compañera sentimental.
Cuando era candidata a la Presidencia de la República, Josefina Vázquez Mota se quejaba del espionaje a que supuestamente la tenía sometida el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna. La queja, expresada en una llamada telefónica, fue grabada de manera ilegal y difundida en redes sociales y medios tradicionales.
En casos como estos, de los que existen miles, sólo las víctimas se desgarraron las vestiduras; el resto nos solazamos o lucramos con los productos de los espías.
El espionaje llegó para quedarse.
En Los Pinos, incluso, hay que dejar el teléfono en manos de un funcionario acomedido para evitar que tome fotografías o grabe charlas. Imposible ingresar a cualquier reunión con teléfono en mano o en la bolsa.
Dependiendo de quién se trate o del tema, se puede ingresar con teléfono, pero los aparatos se colocan a cierta distancia de los charlistas, se sube el volumen a la música ambiental y, si es preciso, se deja correr el agua del grifo.
¿Exageración? No, es cosa de todos los días.
Los políticos suelen recomendar no pensar para que los espías no se enteren.
Es cierto; así como, hoy, activistas de derechos humanos y periodistas importantes se quejan de ser espiados, décadas atrás, los dirigentes de la izquierda que dejó de ser clandestina gracias a Jesús Reyes Heroles se estrenaron como legisladores y casi de inmediato se quejaron de espionaje telefónico.
Muy al estilo de Porfirio Díaz, que organizaba comisiones para no resolver los problemas, Luis M. Farías, que conducía la Cámara de Diputados, dio forma a una que llevó a los quejosos a la Dirección Federal de Seguridad, el antecedente de lo que hoy es el Cisen (nuestra CIA o KGB), que dirige Eugenio Imaz, para investigar si ahí había espías.
Afecto a las bromas, el diputado Farías puso en la presidencia de la comisión investigadora al general Manuel Rangel Escamilla, que de 1959 a 1964, cuando era coronel, dirigió la Federal de Seguridad, es decir, a quien había espiado a algunos de quienes ahora eran sus compañeros diputados e investigadores del espionaje oficial.
Quizás sea mera anécdota, pero cuentan que Rangel Escamilla no continuó al frente de la DFS porque al cambio del gobierno de Adolfo López Mateos preguntó si debía seguir espiando al Presidente de la República y, en respuesta, Gustavo Díaz Ordaz lo echó a la calle.
Lo que es cierto es que un día recibió en su oficina a un chaparrito de ojos azules que pedía trabajo de agente. De mala manera le dijo que le faltaba estatura, que buscara otro empleo. Su visitante se despidió diciéndole que tenía estatura de director. En 1978, don Miguel Nazar Haro se convirtió en director de la Federal de Seguridad.
El espionaje, político o ciudadano, es ilegal e inmoral, pero hoy que la tecnología lo facilita aún más ¿cómo ocultarnos de la mirada de Big Brother?
Suena fatalista, y lo es. WhatsApp asegura a sus millones de usuarios que sus conversaciones telefónicas o por texto no son escuchadas ni leídas de extremo a extremo, ni siquiera por la misma empresa. Y le creemos.
Pero quizás lo más seguro sea no pensar.
Fuente: http://impacto.mx/opinion/no-pensar-para-no-ser-espiado/
Fotografía: Impacto.mx