Por: Patricia Simón. lamarea. 11/04/2020
“Ha de ser la ciudadanía la que se autorregule en el consumo de información y no los medios los que se autocensuren. A informarse también se aprende, y quizás deberíamos hacer más pedagogía de ello”, escribe la autora.
Informarse cuesta tiempo, esfuerzo y, en las posibilidades de cada uno, dinero. Informar también. Sentarse y engullir datos y anécdotas sin tamizarlos por nuestro propio raciocinio, análisis crítico y reflexión, no es informarse: es consumo, es entretenimiento, es matar el tiempo –triste expresión donde las haya–. Querer saber y comprender es lo que diferencia querer seguir vivos de estar muertos en vida, o que la vida ya no tenga más sentido que esperar la muerte.
Las familias de los desaparecidos en un conflicto o en una crisis humanitaria se sienten, y a menudo desean, desaparecer cada día porque no han podido conocer, ni ver ni entender qué pasó con sus seres queridos. No solo les robaron a quienes amaban sino también la posibilidad de hacer su duelo y así, poco a poco, volver al mundo de los vivos. Ese limbo es en el que se quedan las familias de los desaparecidos y de los secuestrados. “No solo secuestran al cautivo, sino a todo su entorno”, me dijo una vez una familiar.
Y pese a todo ello, como individuos tenemos todo el derecho del mundo a no querer ver. En eso consiste también la libertad y el respeto a los otros. En entender que a veces no nos sentimos preparados para ver, que preferimos no saber porque no nos quedan fuerzas para querer comprender. Ser humano es también lidiar con que, a veces, las emociones lo absorban todo y la razón se limite a cumplir con las obligaciones y necesidades más básicas que nos permiten subsistir.
Pero como sociedad no nos podemos permitir no querer ver, ni saber ni comprender. Informarse también es un hábito, que como todos, debe atender a los principios de higiene mental: elegir dónde, cuándo, cómo y cuánto nos informamos. Los periodistas vivimos en el ejercicio de informarnos permanente, pero una vez más debemos recordar que nosotros y nosotras no somos la vara de medir para el resto de la población.
Hasta la llegada de la información a Internet, las personas más informadas solían escuchar la radio cuando se levantaban, leer su periódico de cabecera que les jerarquizaba la información más importante, y ver uno o dos informativos en la televisión. En los últimos tiempos, con las redes sociales y la prensa digital, estas rutinas saltaron por los aires y el picoteo informativo se ha vuelto mucho más desordenado, compulsivo, asilvestrado y procrastinador.
Con el confinamiento dictado para frenar la COVID-19, especialmente durante las dos primeras semanas, muchas personas se sintieron sobrepasadas por un consumo compulsivo e indigesto de información sobre la pandemia. Sin embargo, esto no puede ser razón para que los medios de comunicación no sigan informando, mostrando, explicando y analizando lo que nos está ocurriendo y lo que nos puede ocurrir, desde el rigor y la profundidad, pero también desde todos los ángulos posibles. Sin especular, pero tampoco omitiendo la gravedad de las consecuencias de una crisis cuyos paralelismos se establecen ya con los de la Gran Depresión de 1929. Porque ha de ser la ciudadanía la que se autorregule en el consumo de información y no los medios los que se autocensuren. A informarse también se aprende, y quizás deberíamos hacer más pedagogía de ello. Pero las hemerotecas, así sean digitales, seguirán existiendo, y a ellas recurriremos en el futuro para saber qué nos ocurrió. Y lo que no se haya contado ni mostrado, ya no se podrá reconstruir.
La agencia de noticias Reuters ha conseguido grabar con un dron cómo se están enterrando personas muertas por la COVID-19 en una fosa común abierta en una isla de Nueva York. La imagen de una docena de hombres introduciendo ataúdes en la zanja bien podría convertirse en el paradigma de la puntilla final que ha supuesto para la primera potencial mundial este virus. Nueva York, la sede de Wall Street, del sueño americano, del neoliberalismo más feroz, tiene que enterrar a sus difuntos aceleradamente en un hoyo, sin familiares ni testigos. La prensa tiene que recurrir a drones para documentarlo. Sus familiares asimilar que no les han podido despedir.
Pero, a diferencia de otros tantos contextos, cuando se descubra una vacuna, y el mundo -que ya nunca volverá a ser el mismo, pero que seguirá teniendo las mismas necesidades humanas: reír, llorar, amar, celebrar las llegadas de nuevos seres vivos y ritualizar las despedidas de los muertos–… Cuando el mundo pueda reiniciar su pulso, esos familiares podrán exigir recuperar sus restos porque sabrán dónde están, celebrar un entierro, darles individual y digna sepultura, elaborar sus duelos, reconstruir sus vidas.
Por supuesto que no necesitamos estar permanentemente viendo ataúdes para saber la magnitud de la tragedia, pero es que nadie dijo que estar bien informados suponga estar permanentemente consumiendo el mismo tipo de información. Pero sí, que igual que las madres de los desaparecidos necesitan y reclaman ver el cuerpo de sus hijos para que sus mentes puedan asumir que sí, que murieron, que ya nunca volverán, el cuerpo social que somos necesita ver la muerte o símbolos como esos ataúdes que la representan, para traducir en nuestras mentes todos esas cifras de muertos y previsiones; para que este confinamiento cobre su verdadero sentido de cuidados mutuos; para ir elaborando ese duelo colectivo que nos toca hacer no solo por los que ya no están con nosotros, sino por todo ese modelo social que se ha demostrado fallido y que habrá que redefinir juntas cuando dictemos nuevas leyes, nuevas políticas públicas, nuevos hábitos de consumo y de relación social y de geoestrategia global.
Los que hemos crecido en pueblos en los que los velatorios son un acto social comunitario cotidiano, en los que para dar el pésame a los familiares a menudo hay que rozar el ataúd colocado en las estrechas salas de estar de las viviendas en las que los difuntos tuvieron una vida, sabemos bien lo importante que es poder tocar, abrazar y acompañar y sentirse acompañados en esos momentos. Constatar que la pérdida de esa persona es reconocida y lamentada por su comunidad. A falta del tacto, de la constatación material de la ausencia, se hace más necesaria que nunca la imagen. Porque lo no visto y lo no dicho queda en manos de la fe. Y para que la mente no nos pueda hacer trampas e invitarnos a caer en la enajenación de dudar de que esto es real, para que los Donald Trump del mundo nunca pueda decir que esto no ocurrió, para que nunca podamos volver a una normalidad que nunca debió aceptarse como normal.
No está de más recordar que si la Ley de Dependencia no hubiese, en la práctica, sido abolida para cumplir con los dictados austericidas de la Unión Europea a principios de la década de 2010, muchas de esas personas ancianas que se vieron confinadas en las residencias por la imposibilidad de sus familias de cuidarlas y la falta de recursos para contratar los cuidados, no habrían terminado sus días, a su pesar, en residencias. Este sistema concibió a las personas mayores como desechables, y aunque cueste escribirlo, más indigno sería no hacer examen de conciencia. Muchos se sintieron abandonados, encerrados, olvidados. Y con ese remordimiento también tendremos que aprender a vivir.
Si como sociedad nos decantamos por el no querer ver ni que se documente la cruda realidad, será nuestra madurez y corresponsabilidad las que terminen enterradas en una fosa de olvido e ingenuidad. Porque si algo saben bien los y las letradas, forenses, antropólogas, arqueólogos dedicados a desenterrar las fosas comunes y reivindicar la memoria histórica es que todo sería más fácil si contaran con pruebas documentales. No hace falta que ahora las veamos todas, una y otra vez desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Ni siquiera tenemos por qué verlas si así lo decidimos, pero sí que sean registradas y publicadas.
Porque la información periodística no es un producto de consumo para niños, ni debe ser complaciente, ni fácil de digerir. Lo que rápidamente se engulle no nos alimenta, ni la mente ni el alma. El conocimiento es tanto tormento, por ser constatación de la contradictoria naturaleza humana, como herramienta para encontrar la serenidad desde la reflexión. Pero ello cuesta tanto esfuerzo como tiempo. Y ahora que todo ha saltado por los aires es el momento de recordarlo, de ejercitarlo y de recuperarlo, respectivamente. Nadie dijo que ser ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho fuese fácil.
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Fotografía: El País.