Por: Paolo Virno. LOBO SUELTO. 17/11/2020
Las formas de vida contemporáneas atestiguan la disolución del concepto de “pueblo” y de la renovada pertinencia del concepto de “multitud”. Estrellas fijas del gran debate del siglo XVII, y, hallándose en el origen de una buena parte de nuestro léxico ético-político, estos dos conceptos se sitúan en las antípodas el uno del otro. El “pueblo” es de naturaleza centrípeta, converge en una voluntad general, es el interfaz o el reflejo del Estado; la “multitud” es plural, huye de la unidad política, no firma pactos con el soberano, no porque no le relegue derechos, sino porque es reacia a la obediencia, porque tiene inclinación a ciertas formas de democracia no representativa. En la multitud, Hobbes verá el mayor peligro para el aparato del Estado (“Los ciudadanos, cuando se rebelan contra el estado, representan a la multitud contra el pueblo.” Hobbes, 1652: XI, I y XII, 8). Spinoza descubrirá precisamente ahí, en la multitud, la raíz de la libertad. Desde el siglo XVII, y casi sin excepciones, es el “pueblo” quien la obtiene y gestiona. La existencia política de las múltiples, en tanto que múltiples, fue apartada del horizonte de la modernidad: no sólo por los teóricos del Estado absolutista, sino también por Rousseau, por la tradición liberal y por el propio movimiento socialista. Sin embargo, hoy la multitud se desquita al caracterizar todos los aspectos de la vida social: los hábitos y la mentalidad del trabajo posfordista, los juegos de lenguaje, las pasiones y los afectos, las formas de concebir la acción colectiva. Cuando constatamos este desquite, es necesario evitar al menos dos o tres necedades. No es que la clase obrera se haya disipado con arrobo para dejar sitio a las “múltiples”, sino más bien, y la cosa resulta mucho más complicada y mucho más interesante, que los obreros de hoy en día, permaneciendo obreros, no tienen la fisonomía del pueblo, pero son el ejemplo perfecto del modo de ser de la multitud. Además, afirmar que las “múltiples” caracterizan las formas de vida contemporánea, no tiene nada de idílico: la caracterizan tanto para bien como para mal, tanto en el servilismo como en el conflicto. Se trata de un modo de ser, diferente del modo de ser “popular”, es cierto, pero, en sí, no desprovisto de ambivalencia, con una dosis de venenos específicos.
La multitud no aparta con gesto de travieso la cuestión del universal, de lo que es común, compartido: la cuestión del Uno; más bien la redefine por completo. Tenemos, para empezar, una inversión del orden de los factores: el pueblo tiende hacia el Uno, las “múltiples” se derivan del Uno. Para el pueblo, la universalidad es una promesa; para las “múltiples”, es una premisa. Cambia también la propia definición de lo que es común, de lo que se comparte. El Uno alrededor del cual gravita el pueblo es el Estado, el soberano, la voluntad general; el Uno que la multitud tiene tras de sí es el lenguaje, el intelecto como recurso público e interpsíquico, las facultades genéricas de la especie. Si la multitud huye de la unidad del Estado, es solamente porque comunica con un Uno diferente, preliminar antes que concluso. Y es sobre esta correlación que hay que preguntarse más en profundidad.
La aportación de Gilbert Simondon, filósofo muy querido por Deleuze, sobre esta cuestión es muy importante. Su reflexión trata de los procesos de individuación. La individuación, esto es, el paso del bagaje psicosomático genérico del animal humano a la configuración de una singularidad única es, quizá, la categoría que, más que ninguna otra, le es inherente a la multitud. Si prestamos atención a la categoría de pueblo, veremos que se refiere a una miríada de individuos no individualizados, es decir, comprendidos como sustancias simples o átomos solipsistas. Justo porque constituyen un punto de partida inmediato, antes que el resultado último de un proceso lleno de imprevistos, tales individuos tienen la necesidad de la unidad/universalidad que proporciona la estructura del Estado. Por el contrario, si hablamos de la multitud, ponemos precisamente el acento en la individuación, o en la derivación de cada una de las “múltiples” a partir de algo de unitario/universal. Simondon, al igual que, por otras razones, el psicólogo soviético Lev Semenovitch Vygotski y el antropólogo italiano Ernesto de Martino, han llamado la atención sobre parecida desviación. Para estos autores, la ontogénesis, es decir, las fases del desarrollo del “yo” [je] singular, es consciente de sí misma, es la philosophia prima, único análisis claro del ser y del devenir. Y la ontogénesis es philosofia prima precisamente porque coincide en todo y para todo con el “principio de individuación”. La individuación permite modelar una relación Uno/múltiples diferente de la que se esbozaba un poco antes (diferente de la que identifica el Uno con el Estado). Se trata, así, de una categoría que contribuye a fundar la noción ético-política de multitud.
Gaston Bachelard, epistemólogo entre los más grandes del siglo veinte, ha escrito que la física cuántica es un “sujeto gramatical” en relación al cual parece oportuno emplear los más heterogéneos predicados filosóficos: si aun problema singular se adapta bien un concepto filosófico, en otro puede convenir, por qué no, un plano de la lógica hegeliana o una noción extraída de la psicología gestaltista. Del mismo modo, la manera de ser de la multitud ha de calificarse con atributos que se encuentran en contextos muy diferentes, a veces incluso exclusivos entre ellos: Reparemos, por ejemplo, en la antropología filosófica de Gehlen (indigencia biológica del animal humano, falta de un “medio” [milieu] definido, pobreza de los instintos especializados; en las páginas de Ser y Tiempo consagradas a la vida cotidiana (habladurías, curiosidad, equívoco, etc.); en la descripción de los diversos juegos de lenguaje efectuados por Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas. Ejemplos todos discutibles. Por el contrario, incontestablemente, dos tesis de Simondon son absolutamente importantes en tanto que “predicados” del concepto de multitud: 1) el sujeto es una individuación siempre parcial e incompleta, consistente más bien en los rasgos cambiantes de aspectos pre-individuales y de aspectos efectivamente singulares; 2) la experiencia colectiva, lejos de señalar su desintegración o eclipse, persigue y afina la individuación. Si olvidamos otras muchas consideraciones (incluida la cuestión, evidentemente central, de cómo se realiza la individuación, según Simondon) vale aquí la pena concentrarse en estas tesis, en tanto que contrarias a la intuición, e incluso escabrosas.
Pre-individual
Volvamos al comienzo. La multitud es una red de individuos. El término “múltiples” indica un conjunto de singularidades contingentes. Estas singularidades no son, sin embargo, una circunstancia sin nombre, sino, por el contrario, son el resultado complejo de un proceso de individuación. Resulta evidente que el punto de partida de toda verdadera individuación es algo aún no individual. Lo que es único, no reproducible, pasajero, proviene, de hecho, de lo que es más indiferenciado y genérico. Las características particulares de la individualidad arraigan en un conjunto de paradigmas universales. Ya hablar de principium individuationis significa postular una inherencia extremadamente sólida entre lo singular, y una forma u otra de potencia anónima. Lo individual es tal, no porque se sostenga en el límite de lo que es potente, como un zombie exangüe y rencoroso, sino porque es potencia individuada; y es potencia individuada porque es tan sólo una de las individuaciones posibles de la potencia.
Para establecer lo que ha precedido a la individuación, Simondon emplea la expresión, bien poco críptica, de realidad pre-individual. A cada una de las “múltiples” le es familiar este polo antitético. Pero, ¿qué es exactamente lo pre-individual? Simondon escribe: «Se podría llamar naturaleza a esta realidad pre-individual que el individuo lleva consigo, tratando de encontrar en la palabra naturaleza el significado que le daban los filósofos presocráticos: los Fisiólogos jónicos encontraban ahí el origen de todas las especies de ser, anterior a la individuación: la naturaleza es realidad de lo posible que, bajo las especies de este apeirón del que habla Anaximandro, hace surgir toda forma individuada; la Naturaleza no es lo contrario del Hombre, sino la primera fase del ser, siendo la segunda la oposición entre el individuo y el entorno [milieu]». Naturaleza, apeirón (indeterminado), realidad de lo posible, ser aún desprovisto de fases; podríamos continuar con diferentes variaciones sobre el tema. Sin embargo, aquí parece oportuno proponer una definición autónoma de lo “pre-individual”, no contradictoria respecto de la de Simondon, sino independiente de ella. No es difícil reconocer que, bajo la misma etiqueta, existen contextos y niveles muy diferentes.
Lo pre-individual es, en primer lugar, la percepción sensorial, la motricidad, el fondo biológico de la especie. Es Merleau-Ponty, en su Phénoménologie de la perception, quien observa que «Yo no tengo más consciencia de ser el verdadero sujeto de mi sensación que [la que tengo] de mi nacimiento o de mi muerte» (Merleau-Ponty, 1945, p.249). Y también: «La visión, el oído, tocar, con sus campos que son anteriores y permanecen extraños a mi vida personal» (Merleau-Ponty, 1945, p. 399). La sensación escapa a la descripción en primera persona: cuando percibo, no es un individuo singular quien percibe, sino la especie como tal. A la motricidad y a la sensibilidad se le añaden tan solo el pronombre anónimo “se”: se ve, se oye, se experimenta placer o dolor. Es cierto que la percepción tiene a veces una tonalidad autorreflexiva: basta con pensar en tocar, en ese tocar que es también siempre ser tocado por el objeto que se manipula. Quien percibe se percibe a sí mismo avanzando hacia la cosa. Pero se trata de una autorreferencia sin individuación. Es la especie quien se auto-percibe de la conducta, y no una singularidad autoconsciente. Nos equivocamos si identificamos, si vemos relación entre dos conceptos independientes, si mantenemos que ahí en donde hay auto-reflexión podemos también constatar una individuación; o, inversamente, que si no hay individuación ya no podemos hablar de autorreflexión.
Lo pre-individual, en un nivel más determinado, es la lengua histórico-natural de su propia comunidad de pertenencia. La lengua es inherente a todos los locutores de la comunidad dada, como lo es un “medio” [milieu] zoológico o un líquido amniótico, a un tiempo envolvente e indiferenciado. La comunicación lingüística es intersubjetiva y existe mucho antes de que se formen verdaderos “sujetos” propiamente dichos: está en todos y en nadie, para ella también reina lo anónimo “se”: se habla. Es sobre todo Vygotski quien ha señalado el carácter pre-individual, o inmediatamente social, de la locución humana: el uso de la palabra, primeramente es inter-psíquico, es decir, público, compartido, impersonal. Contrariamente a lo que pensaba Piaget, no se trata de evadirse de una condición original autista (es decir, hiperindividual, tomando la vía de una socialización progresiva; al contrario, lo esencial de la ontogénesis consiste, para Vygotski, en el paso de una socialidad completa a la individuación del ser hablante: «el movimiento real del proceso de desarrollo del pensamiento del niño no se realiza de lo individual a lo socializado, sino de lo social a lo individual» (Vygotski, 1985). El reconocimiento del carácter pre-individual (“inter-psíquico”) de la lengua posibilitaque de algún modo Vigotski se anticipe a Wittgenstein en la refutación de “un lenguaje privado”, del tipo que sea. Por otro lado, y es lo que aquí más importa, eso le permite inscribirse en la corta lista de pensadores que han tratado la cuestión del principium individuationis. Tanto para Vygotski como para Simondon, la “individuación psíquica” (es decir, la construcción del Yo [Moi] consciente) sobreviene en el terreno lingüístico, y no en el de la percepción. En otros términos: en tanto que lo pre-individual inherente a la sensación parece destinado a permanecer por siempre tal cual es, lo pre-individual que corresponde a la lengua es susceptible de una diferenciación interna que desemboca en la individualidad. No se tratará, aquí, de examinar de manera crítica el modo en que para Vygoski y para Simondon se realiza la singularización del ser hablante; y menos aún de añadir hipótesis suplementaria alguna. Lo importante es únicamente establecer la diferencia entre el dominio perceptivo (bagaje biológico sin individuación) y el dominio lingüístico (bagaje biológico como base de la individuación).
Finalmente, lo pre-individual es la relación de producción dominante. En el capitalismo desarrollado, el proceso de trabajo requiere las cualidades de trabajo más universales: la percepción, el lenguaje, la memoria, los afectos. Roles y funciones, en el marco del posfordismo, coinciden profundamente con la “existencia genérica”, con el Gattungswesendel que hablan Feuerbach y el Marx de los Manuscritos económico-filosóficos a propósito de las facultades más elementales del género humano. El conjunto de las fuerzas productivas es, ciertamente, pre-individual. No obstante, el pensamiento tiene una importancia particular entre esas fuerzas; atención: el pensamiento objetivo, sin relación con tal o tal “yo” [moi] psicológico, el pensamiento del cual la verdad no depende del asentimiento de los seres singulares. Respecto a esto, Gottlob Frege ha utilizado una fórmula quizá poco hábil, pero que no carece de eficacia: “pensamiento sin soporte” (cf. Frege, 1918). Por el contrario, Marx ha forjado la célebre y controvertida expresión de General intellect, intelecto general: el General intellect (es decir, el saber abstracto, la ciencia, el conocimiento impersonal) es también el “principal pilar de la producción de riqueza”, ahí en donde por riqueza debemos entender aquí y ahora, plusvalía absoluta y relativa. El pensamiento sin soporte o General intellect deja su huella en el “proceso vital de la propia sociedad” (Marx, 1857-1858), al instaurar jerarquías y relaciones de poder. Resumiendo: es una realidad pre-individual históricamente cualificada. Sobre este punto no vale la pena insistir más; únicamente retener que a lo pre-individual perceptivo y a lo pre-individual lingüístico es necesario añadirle un pre-individual histórico.
Sujeto anfibio
El sujeto no coincide con el individuo individuado sino contiene en sí, siempre, una cierta proporción irreductible de realidad pre-individual; es un precipitado inestable, algo compuesto. Es ésta la primera de las dos tesis de Simondon sobre la cual quisiera llamar la atención. “Existe en los seres individuados una cierta carga de indeterminado, esto es, de realidad pre-individual, que ha pasado a través de la operación de individuación sin ser efectivamente individuada. Podemos llamar naturaleza a esta “carga de indeterminado” (Simondon, 1989, p. 210). Es completamente falso reducir el sujeto a lo que es, en él, singular: “el nombre de individuo es abusivamente dado a una realidad mucho más compleja, la del sujeto completo, que comporta en él, además de la realidad individuada, un aspecto inindividuado, pre-individual, natural. ” (Simondon, 1989, p. 204).
Lo pre-individual es percibido ante todo como una suerte de pasado no resuelto: la realidad de lo posible, de donde surge la singularidad bien definida, persiste aún en los límites de esta última: la diacronía no excluye la concomitancia. Por otro lado, lo pre-individual, que es el tejido íntimo del sujeto, constituye el medio [milieu] del individuo individuado. El contexto (perceptivo, lingüístico o histórico) en el cual se inscribe la experiencia del individuo singular es, en efecto, una componente intrínseca (si se quiere, interior) del sujeto. El sujeto no es un entorno [milieu], sino que es, para una cierta parte de él mismo (la no individuada) su entorno [milieu]. De Locke a Fodor, los filósofos que desatienden la realidad pre-individual del sujeto, ignorando, así, lo que en él es medio [milieu], están avocados a no encontrar vía de tránsito entre “interior” y “exterior”, entre el Yo [Moi] y el mundo. De ese modo se entregan al error que denuncia Simondon: asimilar el sujeto al individuo individuado.
La noción de subjetividad es anfibia: el “Yo hablo” cohabita con el “se habla”, lo que no podemos reproducir está estrechamente mezclado con lo recursivo y con lo serial. Más precisamente: en el tejido del sujeto se encuentran, como partes integrantes, la tonalidad anónima de lo que es percibido (la sensación en tanto que sensación de la especie), el carácter inmediatamente inter-psíquico o “público” de la lengua materna, la participación en el General intellect impersonal. La coexistencia de lo pre-individual y de lo individuado en el seno del sujeto está mediado por los afectos; emociones y pasiones señalan la integración provisional de los dos aspectos, pero también su eventual desapego: no faltan crisis, ni recesiones ni catástrofes. Hay miedo, pánico o angustia cuando no se sabe componer los aspectos pre-individuales de su propia experiencia con los aspectos individuados: “En la angustia, el sujeto se siente existir como problema traído por él mismo, y siente su división en naturaleza pre-individual y en ser individuado. El ser individuado es aquí y ahora, y este aquí y este ahora impiden a una infinidad de otros aquí y ahora venir a la luz; el sujeto toma consciencia de él mismo como naturaleza, como indeterminado (apeirón) que nunca podrá actualizarse hic et nunc, que no podrá jamás vivir” (Simondon, 1989, p. 111). Hay que constatar aquí una extraordinaria coincidencia objetiva entre el análisis de Simondon y el diagnóstico sobre los “apocalipsis culturales” propuesto por Ernesto de Martino. El punto crucial, tanto para de Martino como para Simondon, reside en el hecho de que la ontogénesis, es decir, la individuación, no está garantizada de una vez por todas: puede regresar sobre sus pasos, fragilizarse, estallar. El “Yo pienso”, además del hecho de que posea una génesis azarosa, es parcialmente retráctil, está desbordado por lo que le supera. Para de Martino, lo pre-individual parece, a veces, inundar la singularidad: esta última es como aspirada en el anonimato del “se”. Otras veces, de manera opuesta y simétrica, nos fuerza en vano a reducir todos los aspectos pre-individuales de nuestra experiencia a la singularidad puntual. Las dos patologías –”catástrofes de la frontera yo-mundo en las dos modalidades de la irrupción del mundo dentro del ser-ahí y del reflujo del ser-ahí en el mundo” (E. de Martino, 1977) –son solamente los extremos de una oscilación que, bajo formas más contenidas es, sin embargo, constante y no suprimible.
Con demasiada frecuencia el pensamiento crítico del siglo veinte (pensamos en particular en la escuela de Francfort) ha entonado una cantinela melancólica acerca del supuesto alejamiento del individuo con respecto a las fuerzas productivas y sociales, así como con respecto a la potencia inherente a las facultades universales de la especie (lenguaje, pensamiento, etc.). La desgracia del ser singular ha sido atribuida precisamente a este alejamiento o a esta separación. Una idea sugestiva, pero falsa. Las “pasiones tristes”, por decirlo con Spinoza, surgen más bien de la proximidad máxima, e incluso de la simbiosis, entre el individuo individuado y lo pre-individual, ahí en donde esta simbiosis se presenta como desequilibrio y desgarro. Para bien y para mal, la multitud muestra la mezcla inextricable de “yo” [je] y de “se”, singularidad no reproducible y anónima de la especie, individuación y realidad pre-individual. Para bien: al tener cada una de las “múltiples” tras de sí el universal, a modo de premisa o de antecedente, no tiene la necesidad de esta universalidad postiza que constituye el Estado. Para mal: cada una de las “múltiples”, en tanto que sujeto anfibio, puede siempre distinguir una amenaza en su propia realidad pre-individual, o al menos una causa de inseguridad. El concepto ético-político de multitud se funda tanto sobre el principio de individuación como sobre su incomplitud constitutiva.
PARA SEGUIR LEYENDO PULSA AQUÍ
Fotografía: LOBO SUELTO.