Por: Lydia Espinosa Morales. Académic@s de Monterrey43. 19/03/2020
Hay días, por desgracia cada vez más frecuentes, en los que es difícil ignorar el tono apocalíptico en el que se nos presenta la realidad. A veces son solo momentos en los que sentimos que todo está a punto de desmoronarse, como si nuestras vidas diarias transcurrieran en un continuo caminar al borde de un desfiladero a punto de derrumbarse y que al ocurrir nos arrastrará a todos. Sin duda, estos instantes son resultado de exageraciones catastrofistas a las que permanente estamos expuestos, aunque debemos reconocer la fragilidad de nuestra civilización y aún de nuestro planeta. Difícil resistirse a la terrible invitación de Greta Thunberg: Quiero que entren en pánico, quiero que sientan el miedo que siento todos los días, quiero que actúen como si su casa estuviera en llamas, porque lo está.
El pánico sin embargo no es buen consejero, tampoco el miedo que paraliza, ni la angustia que provoca el continuo bombardeo de información que en cuestión de minutos nos lleva de un escándalo a otro, de un horror a otro y que nos muestra desastre tras desastre, la catástrofe inminente de nuestra especie y casa común. A la guerra, el terrorismo, los accidentes tecnológicos o industriales, se suman los terremotos, huracanes, inundaciones, sequías, incendios y muchos otros fenómenos “naturales”, de consecuencias muy graves, pero que muy pronto olvidamos ante otros acontecimientos escandalosos que nos presentan los medios de comunicación de igual o mayores dimensiones. La inquietud que nos queda, aunque indiferenciada y confusa, es permanente.
Hombre caminando en calle desolada de la ciudad china de Wuhan. Crédito: Xinhua
Hoy una de las amenazas que mayores temores provoca es el brote del nuevo coronavirus 2019-nCoV que surgió a finales de diciembre pasado en la ciudad china de Wuhan y que desde entonces se ha propagado con rapidez. La mayoría de los casos han ocurrido dentro de la misma provincia de Hubei de la que Wuhan es la capital y su número ha ameritado que la Organización Mundial de la Salud haya declarado una Emergencia de Salud Pública de Importancia Internacional (ESPII) pues veinte países han reportado casos de contaminación. Al domingo 2 de febrero se han registrado 361 muertes en China, una en Filipinas y se cuentan 17,200 infectados en Hubei. Los efectos económicos de esta crisis de salud han comenzado a sentirse y los mercados e inversionistas de todo el mundo reaccionan con nerviosismo. Junto a las pérdidas humanas habrá cada vez mayores pérdidas económicas a nivel global y a nadie extrañaría que una crisis económica mundial de graves consecuencias siguiera a la crisis sanitaria que hoy padece el gigante asiático. No sería esta la causa desde luego pero el virus ya está infectando las bolsas de todo el mundo, el precio del petróleo ha bajado, se discuten las medidas adoptadas y la guerra de declaraciones ha comenzado.
Las epidemias han estado presentes a lo largo de la historia, pero su impacto ha sido distinto no solo por las características del agente patógeno que las provocó y a su propia evolución, sino también por la vulnerabilidad diferenciada de la población afectada, el contexto en el que surgieron y las medidas adoptadas para prevenirlas y mitigarlas. La frecuencia y recurrencia de las mismas, la identificación de sus causas, su intensidad y extensión (social y territorial), su morbilidad y efectos posteriores, son algunos de los temas que desde hace ya mucho tiempo preocupan a historiadores y científicos sociales. Puede decirse que para el caso hispanoamericano el interés comenzó por conocer el impacto demográfico que sobre la población indígena tuvieron las enfermedades traídas por los conquistadores en el siglo XVI y que provocaron tan solo en la Nueva España una mortandad del 80 por ciento de la población nativa. La viruela, el sarampión, el tifo, la tosferina y algunas otras epidemias muy graves aún no plenamente identificadas como el cocoliztli y el matlazahuatl, hicieron presa fácil de una población sin resistencia inmunológica a las nuevas patologías infectocontagiosas, que había sido conquistada y se hallaba explotada y debilitada.
Viruelas. Códice Florentino
Desde entonces, el continente americano pasó a formar parte de ese largo proceso iniciado en el siglo XIV que ha sido llamado la unificación microbiana del mundo y que aún hoy no termina. En la Nueva España, la sucesión de epidemias a lo largo de los siglos XVII y XVIII, fue frecuente y ni siquiera las distantes provincias norteñas pudieron salvarse. En el Nuevo Reino de León se tienen registros de siete epidemias de viruelas durante este periodo y de fiebre amarilla, cólera morbo, paludismo e influenza española, durante los siglos XIX y XX. Un especialista señala que las epidemias no generaban sorpresa y que entonces todos podían estar seguros que serían testigos de alguna epidemia por lo menos alguna vez en la vida. Esto no significa que no generaran temor o que las autoridades y vecinos no se prepararan para enfrentarlas. De la grave epidemia de viruela de 1798, se tuvieron noticias desde su entrada por Guatemala dos años antes; el virrey dictó las medidas que habrían de adoptarse y en Monterrey se constituyó una Junta de Sanidad, se dividió la ciudad en cuarteles, se identificó a las familias que por su pobreza debían ser llevadas al hospital provisional que para ellos se abrió y se compraron alimentos y medicinas, entre otras. Como gran novedad, se inoculó a la población, una medida totalmente desconocida que al principio generó temor y rechazo y sólo cuando el gobernador y su familia lo hicieron, los vecinos cedieron.
Sabemos cuánto ha cambiado el mundo desde entonces. Sin embargo, hoy como ayer, las enfermedades infecciosas nuevas y viejas continúan amenazándonos y el miedo que provocan se suma a otros miedos que ya nos agobian. Desconfiamos de nuestras autoridades políticas y sanitarias, de los medios de comunicación y de las redes sociales. Vemos conspiraciones y peligros por todos lados y buscamos culpables. El miedo es contagioso.
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Fotografía: Académic@s de Monterrey43.