Por: Luis Salas Rodríguez. Celag. 13/10/2017
Uno de los mitos más arraigados en las economías contemporáneas, es aquel según el cual la iniciativa privada es el motor del desarrollo económico. Es un mito que se reitera tanto en períodos de auge como de crisis, pero que resulta especialmente problemático y peligroso en tiempos de declive.
Y decimos que es un mito porque pese a ser “la joya de la corona” del sentido común económico mediatizado y academicista -de la sabiduría económica convencional, como diría Galbraith- en honor a la verdad, nadie ha dado una evidencia sólida que lo respalde. De hecho, la evidencia disponible demuestra más bien lo contrario.
El caso de los Estados Unidos durante la Gran Depresión de la década de los 30 del siglo XX, es tal vez el más emblemático: no fue la iniciativa privada la que sacó al país de la misma, sino el empuje del Estado Intervencionista de Roosevelt, su New Deal, y luego siguió gracias al gasto público generado por la segunda guerra mundial. Y lo mismo puede decirse del caso Alemán. En el caso latinoamericano, los procesos de sustitución de importaciones de países como Argentina, Brasil o México que los ayudaron a salir de la crisis causadas por la quiebra del modelo agroexportador, fueron iniciativas impulsadas y motorizadas desde sus respectivos Estados. En el caso Europeo, la gestión del Plan Marshall y todo el empuje de recuperación y reconstrucción post-segunda guerra mundial, fue impulsado desde y por los Estados.
El ejemplo de China puede no ser muy representativo en este análisis, pues evidentemente se trata de una economía dirigida por el Estado, lo mismo que Vietnam. Pero eso no puede decirse de los casos de Singapur, Taiwán o Corea del Sur, los célebres Tigres Asiáticos, economías abiertamente capitalistas pero dirigidas por Estados altamente intervencionistas y protagonistas de la industria e inclusive las grandes finanzas. El “milagro” de los Tigres Asiáticos es un milagro de origen público.
Ya en el siglo XXI, los ejemplos de que el desarrollo económico y social es un asunto de Estados intervencionistas, más que de emprendedores individuales, siguen multiplicándose. Luego de la década pérdida y la larga noche neoliberal de los 80 y 90 del siglo pasado, la recuperación alcanzada por países como Venezuela, Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y Uruguay en la primera década del siglo XXI, no se explica sino por la llegada de gobiernos con vocación de protagonistas económicos. Pero si hacen falta ejemplos más claros, consideremos de nuevo el de Estados Unidos: tras el quiebre de la economía global causada por la especulación bancario-financiera, tuvo que venir el gobierno de George W. Bush y “rescatar” la economía. El rescate adquirió tal magnitud que solo nominal y legalmente el sistema financiero podría haberse nacionalizado, solo que el Estado renunció a asumir el control gerencial por preferencias ideológicas.
Puede decirse de los países escandinavos, que se han mantenido relativamente al margen de todo el descalabro económico de la última década justamente gracias al peso de sus respectivos Estados en la economía. Islandia, una de las naciones europeas más golpeadas por la crisis de 2008 (llegó a declararse en bancarrota y muchos de sus habitantes perdieron sus casas y ahorros), a contramano del rescate al sistema bancario adoptado como estrategia para salir de la crisis en Estados Unidos y Europa, optó por dejar quebrar sus tres principales bancos y el gobierno prácticamente decretó un estado de excepción económico y asumió las riendas. Hoy día, es de los poquísimos países del continente europeo que puede presumir de crecimiento y estabilidad, compartiendo honores con Portugal, otro caso de un país asolado por la crisis, pero que tras la llegada al poder de un gobierno socialista en 2015 ha logrado salir del atolladero.
Resulta perfectamente entendible por qué, en la práctica –contrario a lo que reza el mito-, es el Estado y no los privados el elemento clave de toda recuperación económica. Para decirlo un poco keynesianamente, en tiempos de crisis, cuando las actitudes defensivas y egoístas predominan, cuando los privados oscilan entre la especulación que busca “pescar en río revuelto” o la prudencia del wait and see (esperar a estar seguros), solo el Estado -cuando tiene la vocación de velar por el interés colectivo y no el de un sector en particular como el financiero- es quien puede asumir los riesgos y quien, de hecho, los asume. Cuando los “espíritus animales” embargan y “desaniman” a los privados, solo el Estado es capaz de imponer la cordura, de crear las coordenadas bajo las cuales los comportamientos de tipo hobbsianos, que se imponen como norma de comportamiento individual, sean reemplazados por procesos que propendan al bienestar común.
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Fotografía: Celag