Por: Miguel Mazzeo. Observatorio de la crisis. 07/01/2021
“Miedo es dejar de sembrar por temor a los pájaros” Henry Miller
No existe una fórmula general para el socialismo. No existen, ni es necesario ni bueno que existan, formas orgánicas absolutas (o programas) aplicables eficazmente a condiciones de tiempo y lugar distintas. El socialismo tiene tantos rostros como espacios y tiempos en los que germina con autenticidad, es decir: con raigambre, radi- calidad y potencia emancipadora. Esta trilogía, a la que consideramos fundante de la autenticidad de todo proceso y proyecto que se asuma como socialista, también incluye una “fe” y una “mística”1 que constituyen su fuerza motriz.
El socialismo no puede dejar de asumir las fisonomías de las experiencias de las que se alimenta. Nos referimos a experiencias históricas en las que el pueblo trabajador, el pueblo oprimido, recreó porciones de mundo sin fines de dominio y explotación, desplegando territorios de liberación, con inevitables impurezas.
Nos referimos a una “mística activa”, a una mística que contiene una voluntad de mimetismo (alimentada por la afectividad) con los y las de abajo. También nos referimos a una forma de conocimiento a partir del sentimiento prácticas pero con una matriz de indeclinable dignidad. Nos parece inviable el socialismo sin vehemencia comunitaria. De lo contrario, el socialismo no es más que niebla y abstracción, utopía en el mal sentido del concepto.
Para evitar la niebla y la abstracción, para que rija siempre el buen sentido de la utopía (la utopía realista, la utopía que no abjura de sus dimensiones “procedimentales”), las imágenes de la sociedad futura – absolutamente necesarias en un proceso de emancipación- deben surgir de las praxis realmente existentes, actuales o pretéritas, es decir, de la proyección de las experiencias emancipatorias del pasado o del presente. De este modo, la utopía será́ la revelación de una realidad en camino, en marcha.
No existen modelos válidos universalmente ni puertos seguros para desembarcar. El socialismo no puede limitarse a expresiones puramente doctrinarias y teóricamente sistematizadas. La lucha de clases es capaz de destrozar cualquier esquema.
Cuando una buena experiencia de lucha y autoorganización popular es formalizada (es decir: comprimida en una fórmula, encarcelada en un modelo), se convierte en carne de dogmáticos y burócratas. Esa formalización, que hizo del socialismo un ideal pasivo y aspérrimo, por lo general, ha alimentado la ilusión de que el socialismo podía ser “donado” desde alguna tarima. Lo que constituye un verdadero sinsentido, un oxímoron.
No debería existir jamás nada parecido a un “funcionario socialista”. El hombre y la mujer nuevos no serán jamás el producto de un ministerio. En el mejor de los casos, ese ministerio (ese Estado) podrá, según la correlación social de fuerzas, ayudar o combatir el proceso de producción de hombres y mujeres nuevos y nuevas.
El dogma (en sus diversas modalidades) siempre envilece a las teorías de la liberación, clausura las preguntas, las dudas y las angustias, torna mediocres a los y las militantes populares. El dogma crea además instituciones previsibles, instituciones que conspiran contra la “fe” y que nunca ayudan a comprender el carácter dinámico y desigual del proceso histórico.
Dogmáticos y burócratas viven en un mundo hosco y acromático regido por las formas (geométricas, sistematizadas). Esas formas muchas veces se materializan en rituales desprovistos de toda experiencia mística y en impertinencia estratégica. Dogmáticos y burócratas sacrifican el contenido en el altar de la forma, lo real en el altar de lo ideal, el particular concreto en el altar del universal abstracto.
La praxis social, para dogmáticos y burócratas, es siempre una referencia vaga e incierta y hasta molesta, porque esa praxis suele rebasar límites y tentar a la locura. Por cierto, para los y las burócratas, lo formal se convierte en su propio contenido.
Por lo tanto, la discusión respecto de las posibles “vías” al socialismo puede resultar secundaria. Por otro lado, creemos que el socialismo es incompatible con las rigideces, las enunciaciones acríticas y los rituales impostados que le puede imponer una “vía”.
El socialismo siempre tiene que construir su propio camino, en terrenos sin huellas o con huellas apenas perceptibles que sólo nos orientan por trechos cortos y discontinuos. La singularidad como episodio histórico es uno de sus signos más distintivos. Por lo tanto, debemos asumir que las zonas de indeterminación y las regiones inexploradas (que por lo general suelen ser bastante amplias) son consustanciales al socialismo.
De allí la relevancia que le asignamos a la noción de apuesta en el marco de una estrategia socialista. Una identidad socialista (como expresión más alta de una identidad plebeya o popular, condensadora de sus atributos emancipatorios más relevantes) es siempre una identidad que se va construyendo hacia delante.
La vieja izquierda aborrece la indeterminación y pretende conjurarla con un arsenal reduccionista que mutila la totalidad de lo humano y la lleva a pasar por alto situaciones concretas en las que, a veces con ingredientes impuros, se cocina un deseo emancipador. Teme apostar, y no necesita hacerlo dado que tiene preesta- blecidos y tipificados todos los modos de operar, tiene el camino, y es rígida e intransigente a la hora de determinar los modos de recorrerlo. Este pánico a lo indeterminado, en parte, hace de la fragmentación prácticamente un atributo del ser mismo de la izquierda.
Lo central, nos parece, es la cuestión de la vigencia del socialismo como posibilidad histórica concreta. Es decir: ¿Cómo ser en y por la praxis transformadora? ¿Cómo ser en y por el cambio social? ¿Cómo desafiar al presente en pos de una proyección liberadora? ¿Qué aspectos debemos considerar a la hora de reformular la hipótesis socialista en nuestro tiempo?
Estos interrogantes, pueden oficiar de guía básica para evitar dos concepciones del socialismo que suelen ser infructuosas: por un lado, la que lo presenta como praxis de reajuste o enmienda, por el otro, la que lo muestra como un sistema alternativo al capital pero en sentido “especular”.
Si tuviésemos que presentar estas dos concepciones en términos escatológicos diríamos: intentar endulzar la mierda del capitalismo o pretender que ésta sirva como insumo para la construcción de un orden supuestamente alternativo. Ninguna de las dos concepciones asume la tarea de re-crear el mundo (de darle un nuevo sentido), de ahí su incompatibilidad de fondo con el socialismo.
Ahora bien, la cuestión de la vigencia histórica del socialismo y de su legitimidad cultural nos plantea una reflexión respecto de sus horizontes, posibilidades y requisitos. ¿Cuáles pueden llegar a ser los elementos imprescindibles para pensar una estrategia polí- tica socialista adecuada a nuestras condiciones históricas?
Al mismo tiempo, esta cuestión nos exige repensar todas las categorías políticas surgidas al calor de las experiencias históricas que intentaron la construcción del socialismo o que lo invocaron como horizonte, e incluso de aquellas experiencias- por lo general no tenidas en cuenta – que lo anticiparon “de hecho”, que lo abrigaron “in pectore”.
La tarea de repensar estas categorías políticas nos lleva a reflexionar sobre los conceptos vinculados al socialismo que, en diferentes momentos históricos, lograron adquirir cierta estabilidad. Sin negar la relevancia teórico-práctica de un momento de “estabilización de los conceptos”, no queremos dejar de reivindicar un carácter efímero y transitorio para dicho momento, rechazando toda idea que defienda, en forma abierta o solapada, la eternización del mismo.
La verdad nunca es fija y siempre es insuficiente.2 Es una vaga referencia en un océano inconmensurable. La izquierda, por lo general, comete el error de afincarla en instituciones y la convierte en dogma, instaurando el reino mediocre y abrumador, pero mecánico y cómodo, de la inacción y/o la insignificancia.
Un “abecé” viable para el socialismo
Lejos de cualquier esquematismo y de toda apelación a alguna “estructura mágica”, lejos de todo atajo cognoscitivo, lejos de cualquier pretensión de fijar algún pilar doctrinario, y con el sólo n de proponer algunos requisitos que consideramos indispensables como punto de partida, unas premisas y unos fundamentos muy
generales y, sin dudas, flexibles, sostenemos que una estrategia socialista, y lo más importante: una conciencia socialista, requiere la conexión orgánica entre condiciones objetivas, (incluyendo vínculos sociales) y luchas cotidianas anticipatorias, subjetividades emancipatorias y proyecto global.
Dicho de otro modo: exige la articulación dialéctica (nunca mecánica) de tres instancias:
a)Una praxis prefigurativa desarrollada por las clases subalternas y oprimidas. Esta praxis remite a: sociedades en movimiento que albergan mundos con proyecciones poscapitalistas, realidades económicas, sociales y culturales autogobernantes, organismos potencialmente alternativos al poder burgués, organismos de contrapoder directo de los trabajadores, acciones e instituciones populares autónomas donde se despliega una sociabilidad alternativa a la del capital y con capacidad de fundar estructuras de rebelión y de identificar “aquí y ahora” el horizonte estratégico, afir- mando, a partir de un grado de concreción en el epicentro de la vida cotidiana, la vigencia del socialismo.
Lo mismo ocurre con el método. El socialismo no debería asociarse a ninguna forma de espejismo metodológico. Nos referimos al desarrollo de medios de producción alternativos: basados en la cooperación, la solidaridad, la igualdad, el respeto a la naturaleza, etc.
La praxis prefigurativa – que no posterga la emancipación para un futuro incierto sino que la “anticipa” – también debe contemplar un abanico de luchas reivindicativas, el espectro de luchas orientadas a mejorar las condiciones de vida del pueblo: salarios y condiciones de trabajo, servicios sociales, infraestructura, hábitat, naturaleza, derechos civiles, derechos humanos en su sentido más extenso, etc.
Prefigurar también es expandir (y tensionar) al máximo el campo democrático en el marco del Estado y del capitalismo; es poner en evidencia su límite con el fin de trascenderlo. El desarrollo de una institucionalidad propia no se contradice con las incursiones en una institucionalidad ajena con el fin de transformarla a partir de una radical democratización.
Creemos que no es del todo descabellado plantear la posibilidad de una institucionalidad propia (una institucionalidad autó- noma respecto de la burguesía) que, al tiempo que confronta con algunas instituciones del sistema y pone en evidencia su perversión e inutilidad, pueda ir transformando a estas últimas, democratizándolas o simplemente desactivándolas como factores que atentan contra los procesos de socialización.
En líneas generales, las praxis prefigurativas remiten a espacios que están fuera del control de los dominadores, son los eslabones más débiles en la cadena de dominación.
La praxis prefigurativa es la experimentación y la vivencia del poder popular en primera persona. Es la democracia enraizada en cada ámbito de la sociedad civil popular, en cada lugar de producción y también -ocasionalmente- en el Estado; es la democracia que pugna por ser “más democracia”.
Es el asalto a una porción del cielo o, como decía Gramsci, es la aceleración del porvenir. Es el punto de partida para pensar en un “programa general”. La praxis pre- figurativa favorece el aprendizaje político de las clases subalternas y oprimidas, favorece los procesos de auto-educación de las mismas.
La idea de que la mejor (o la única) forma de pensar-construir el socialismo exige el desarrollo de formas de anticipación concreta (prefiguración), es mucho más antigua de lo que usualmente se supone.
Pero sucede que, en las últimas décadas, esta idea se ha fortalecido frente al fracaso de las experiencias revolucionarias del siglo xx que se propusieron la construcción del socialismo a partir del dueto Partido-Estado, y que pensaron la revolución asumiendo como momento clave la toma del poder concebida bajo la figura del “asalto”.
La estrategia pre-figurativa, por el contrario, no reduce la revolución al momento estelar de la toma del poder y más que en un asalto piensa –gramscianamente– en un asedio.
Es evidente que una estrategia prefigurativa, remite a un particular régimen de transición al socialismo. Postula una praxis apta no sólo para un periodo intermedio, sino para todo el recorrido, de punta a punta; rompe además con una linealidad temporal que escinde preparación de realización.
Está claro que una praxis prefigurativa, contiene, en un plano básico y general, una “estrategia para vivir” o para “habitar el mundo”, incluso una estrategia para compartir el dolor que nos determina. Pero esas estrategias no siempre constituyen una praxis potencialmente prefigurativa. La capacidad de disputarle el mando a las clases dominantes y al Estado, debe ser considerada a la hora de reconocer el carácter prefigurativo de espacios y prácticas.
b) El desarrollo de una conciencia crítica y la politización masiva de las clases subalternas que remite a: una radical ruptura con los valores dominantes (la depredación de la naturaleza, el consumismo, la competitividad, el racismo, el machismo, etc.); la asunción colectiva de un horizonte simbólico y constructivo de emancipación (un horizonte simbólico que no sea cerrado ni inaccesible, como el que proponen las organizaciones de la izquierda dogmática); el despliegue de una subjetividad revolucionaria enraizada en tradiciones y experiencias nacional-populares, en las particularidades socio-culturales de nuestro pueblo; a la expansión de una sociedad civil popular densa y orgánica, poseedora de amplios saberes respecto de sus intereses; la articulación de los “núcleos de buen sentido” y los “momentos de verdad” que anidan en las clases subalternas con el proyecto socialista.
Un movimiento revolucionario, antes que una organización o un conjunto de organizaciones, es un ethos vinculante, un “caldo de cultivo”, de alguna manera: una cultura. Es absolutamente necesario desarrollar una concepción general de la vida, diferente y alternativa a la de la burguesía.
La vieja izquierda, la izquierda dogmática, ha fracasado, o directamente no se ha preocupado por elaborar, desde abajo, una voluntad colectiva nacional-popular y una conciencia productora de fines (motores de la acción) que prefiguren idealmente el resultado real.
La vieja izquierda tiende a minimizar la complejidad de las superestructuras de la sociedad civil popular y muchas veces desprecia a las expresiones múltiples y mestizas de la cultura plebeya y libertaria. Su método rara vez ha incluido la búsqueda de los saberes populares ocultos y el reconocimiento (y la justipreciación) de la experiencia conceptual histórica y vivencial de las clases subalternas y oprimidas.
No ha tenido ni tiene en cuenta que toda política revolucionaria debe construir sus condiciones de posibilidad. ¿Cómo arraigar en espacios de la sociedad civil popular, en los espacios comunitarios, sin esa voluntad y esa conciencia?
De este modo, desentendiéndose de toda lucha por conquistar la hegemonía y la conducción “intelectual y moral” de la sociedad, la vieja izquierda hizo del socialismo una praxis reiterativa incapaz de producir nuevas realidades, un culto esotérico, una doctrina de capilla en lugar de una creación colectiva, una alternativa civilizatoria (sistemas de vida en armonía con la naturaleza, sistemas no consumistas ni competitivos) y una opción ética.
Algo similar hizo con el marxismo: lo transfiguró en ideología, en doctrina, no supo proyectarlo dentro de la realidad que pretendía comprender/transformar. De este modo la vieja izquierda reproduce el vacío intercultural que la separa de las clases subalternas y oprimidas.
(Vale tener presente la recomendación de Terry Eagleton: “un relato marxista tiene que mostrar la historia de las luchas de hombres y mujeres por liberarse de determinadas formas de explotación y opresión. Son luchas que no tienen nada de académicas, y olvidarlo corre por cuenta nuestra.”)
Resulta fundamental fusionar la cultura popular con la política revolucionaria, lo tradicional con lo nuevo. Una hegemonía (una contrahegemonía) no puede ser pensada fuera de la cultura que pretende transformar, debe desarrollar un “sentido histórico”.
Las contradicciones “estructurales” del capitalismo, por más a ladas y catastró cas que sean, serán siempre insuficientes para gestar una alternativa sistémica. La praxis y el deseo de quienes se oponen al capitalismo y quieren construir una sociedad nueva, aunque no resuelvan todo por sí mismos, aunque no sean autosuficientes, resultan fundamentales. Praxis y deseo.
El socialismo debe ser la actividad –¡y la opción!– consiente de muchos y muchas. Esto es: un proceso histórico intencional consiente. A nadie le gusta ingresar al paraíso a las patadas.
c) Unas retaguardias político-ideológicas que impulsen el desarrollo de las capacidades reflexivas, formadoras y articuladoras de la sociedad civil popular tras el objetivo de una obra constructiva, que eleven al plano de lo consiente la praxis espontánea, que aporten a la concreción de la utopía en cada instancia de la lucha de clases, que contribuyan a relevar el presentimiento de la época, que aporten hipótesis de lucha, visiones del mundo claras y sintéticas que sirvan para cambiar el mundo y para construir un sujeto político común.
Esto es: núcleos militantes y activistas con vocación de enraizarse, con vocación de construir una fuerza política revolucionaria dentro del tejido social, una fuerza con imaginación creadora e inteligencia paciente, lejos de cualquier vocación por erigirse en “núcleo duro”.
Estas retaguardias pueden aportar al desarrollo de ideas y también pueden ofrecer un espacio apto para la sistematización de iniciativas y debates. Pueden contribuir a articular lo cotidiano con la utopía, la habitualidad con el movimiento, los procesos con el destino, el lenguaje simbólico con el lenguaje conceptual.
Estas retaguardias –factor dinámico y autoconsciente– pueden resultar vitales para sedimentar y ampliar los avances populares, para convertirlos en saberes emancipatorios y en cultura política popular, y son indispensables a la hora de confrontar con el sistema de dominación con cierta eficacia. También pueden jugar un papel importante en los momentos de reflujo, ofreciendo marcos de contención para la militancia popular, resistiendo como factores de radicalidad y usinas de subjetividades emancipatorias.
“Síncresis”
En la izquierda y en el conjunto de la militancia popular existe una fuerte tendencia a
afincarse (y a acomodarse) en una instancia, sobrestimándola; y al mismo tiempo negar, relegar, secundarizar, o subordinar a las otras, muchas veces sin ahorro de arrogancias. Estas instancias también suelen ser concebidas a partir del estable- cimiento de prioridades ontológicas, de un orden jerárquico o en un sentido de causa-efecto.
Estas tendencias y concepciones, por lo general, se han expresado en: intentos de elaborar un corporativismo de clase y de construir la utopía autogestionaria (“el socialismo en un solo barrio”), una idea tacticista de la política, jacobinismo insurreccionalista, etc.
Marcando las dos posturas extremas podemos decir: por un lado, el culto a la espontaneidad y a los “saberes particulares”, por el otro el sobredimensionamiento del rol del partido y de los “saberes universales”. Como puede apreciarse, nada que presente afinidades con un proyecto hegemónico (o contrahegemónico).
De esta manera, los que debían ser instrumentos de emancipación de las clases subalternas y oprimidas se convirtieron en fines en sí mismos. La obcecada autosuficiencia clausura toda dialéctica y todo horizonte emancipador.
Las tres instancias conforman el espacio que hace posible el despliegue de una estrategia socialista y los actos constituyentes de poder popular. Insistimos: también hacen posible el desarrollo de una conciencia socialista. (El socialismo no es un producto o una sustancia desprendidos “naturalmente” de la historia).
Las tres instancias deberían ser pensadas en clave de intertextualidad, diálogo, imbricación, fusión; en clave de unidad en la praxis (unidad conciente, no abstracta ni formal). El poder popular deviene de una fructífera dialéctica entre estas tres instancias. Esa dialéctica fecundante crea el “punto central”, el “centro operador” que alimenta al socialismo como domicilio existencial y como proyecto.
Ninguna instancia puede devenir determinante, “genética”, “redentora” o “catártica”, por si sola. Por separado, se dispersan y se contradicen, se muerden la cola. En fin, se desguarnecen y se debilitan. Articuladas se potencian y se despliegan, crean sentido conglomerante y pueden gestar las direcciones políticas más adecuadas y confiables (menos expuestas al sectarismo, al riesgo burocrático, al “polemismo aldeano” en torno a algún matiz y a las disputas feroces con los más cercanos).
Sin el desarrollo de una praxis prefigurativa, la política pretendidamente revolucionaria carece de sustento y de realismo, se torna superestructural, se condena a un eterno apelar a la representación, a la especialización, a la gestión, al dirigismo, al “politi- cismo práctico” (y a la generación de gobiernos de funcionarios).
Es decir: la acción práctica corre el riesgo de reducirse a una disputa por espacios de poder en los marcos instituidos por el sistema. Lo que puede llevar a concebir el cambio social como una supresión del estrato dominante y no como construcción de una sociedad radicalmente diferente.
Asimismo, la visión política se puede tornar estatista y se puede imponer una concepción del cambio social centrada en el impulso del Estado y en los “eslabones intermedios” puramente estatales. En lugar de impulsar “otra política”, se puede terminar promoviendo “otro politicismo”.
Asimismo, sin el desarrollo de una praxis prefigurativa, la reflexión teórica gira sobre el vacío, se desentiende de la práctica, pierde contacto con su contenido. El pensamiento, por su parte, se puede tornar “aurático”, restringido a un grupo. Sin el desarrollo de una praxis prefigurativa se puede caer en el pragmatismo politicista, uno de los modos del funcionamiento burgués de la política.
La praxis prefigurativa remite a los espacios más significativos para la formación de autoconciencia, espacios que presentan al socialismo como una posibilidad concreta, como una fuerza seminal, y no como una abstracción.
Sin praxis prefigurativa no es posible la asunción inmediata de las tareas socialistas en los marcos de la sociedad burguesa. La praxis prefigurativa es la instancia en la que se materializa una perspectiva socialista. Es también la instancia desde la que puede proyectarse esa perspectiva. Es necesario encarnar modestos fragmentos de futuro para sostener una representación del futuro socialista.
Por lo tanto, sin praxis prefigurativa no se desarrollan las potencialidades políticas y culturales de nuestro pueblo y no a ora su deseo de comunión.
Sin praxis prefigurativa no hay verificación de los antagonismos sustanciales. Sin praxis prefigurativa no podemos vivir el mañana en las luchas y construcciones de hoy.
Sin praxis prefigurativa el socialismo carece de sustancialidad histórica, no echa raíces. Sin praxis prefigurativa se hace difícil pensar en una revolución auténtica y profunda, es decir, gestada en el proceso histórico constituyente de una sociedad alternativa.
Sin el desarrollo de una conciencia crítica y una politización colectiva, sin el desarrollo de un horizonte simbólico (una cultura) que permita crear sentido emancipador, sin la creación de un “nosotros”, sin el reconocimiento de la función legitimadora de la conciencia, sin la convicción de que los subalternos pueden ser “dirigentes”, es decir: sin el desarrollo de una “conciencia de gobierno” en las clases subalternas, la prefiguración es sólo potencial y por lo tanto abstracta.
Sin las armas de la crítica, la acción práctica puede terminar institucionalizada, absorbida por el sistema. Se trata de favorecer la autodeterminación de la clase en todos los planos. Sin conciencia crítica y politización colectiva no hay sentido (ni proyecto), y la memoria popular se torna infructífera, se le coartan al sujeto popular (que es ancho y diverso) sus capacidades de producción de subjetividad emancipatoria.
Sin el desarrollo de una conciencia crítica y una politización colectiva se padece el mal de la insuficiencia subjetiva, la política de izquierda no logra arraigar en la sensibilidad popular y se escinden saber y sentir, racionalidad y afectividad. De este modo se torna imposible que los procesos históricos protagonizados por las clases subalternas lleguen al punto de su maduración socialista, así, puede que las tareas socialistas asumidas en/por los espacios prefigurativos no se resuelvan nunca. Es posible también que se invoque a la prefiguración con el n de construir murallas al interior del pueblo (“hipocresía de la prefiguración”).
Sin una conciencia crítica y sin la politización colectiva de las clases subalternas y oprimidas, los espacios de autonomía y de autogobierno de las mismas no podrán sostenerse en el tiempo, no podrán articularse y menos aún generalizarse. ¿Acaso el socialismo no es el autogobierno generalizado? Sin proyecto no hay, no puede haber prefiguración.
Sin retaguardias político-ideológicas se corre el riesgo del corporativismo, el empirismo, el realismo ingenuo, el “apoliticismo práctico” y los destinos microscópicos; se dejan libradas al azar un conjunto de tareas que resultan claves para el desarrollo de un proceso de transformación.
La dominación burguesa y la complejidad del mundo, no pueden abarcarse y abordarse con las armas del empirismo. El empirismo suele ser un generador de incomprensión y de respuestas limitadas y parcelares, de liderazgos inmediatistas y monocordes; favorece además la absolutización de contra- dicciones singulares al tiempo que desdibuja las contradicciones más significativas.
El empirismo hace de la militancia una forma de confinamiento. Al mismo tiempo, la proyección de los espacios prefigurativos (las instancias de poder popular) exige iniciativas políticas.
Sin retaguardias político-ideológicas se corre el riesgo de no percibir “mundos” y posibilidades no previstas por la política y la cultura hegemónicas, incluso no previstas por la cultura de izquierda más codificada. Además, se puede caer en el apoliticismo de la militancia y del conjunto de la sociedad civil popular, que es otro modo del funcionamiento burgués de la política.
Sin retaguardias político-ideológicas los espacios prefigurativos, cuya convivencia con el sistema es siempre tensa e inestable, pueden conciliarse con la dominación burguesa. Si los espacios prefigurativos no se integran o se articulan con espacios polí- ticos que planteen la transformación de la sociedad toda, pueden terminar aceptando las condiciones de existencia que les ofrece el sistema capitalista. Pueden conformarse con los objetivos transitorios o parcialmente realizables en los marcos del sistema.
Así, su incompatibilidad con el sistema de dominación y su potencia política pre- figurativa se consume gradualmente y pueden terminar restaurando al Estado.
Adolfo Sánchez Vázquez en su Filosofía de la praxis planteaba que no era posible mantener la “prefiguración ideal” en todo el recorrido de un proceso práctico, principalmente porque “la materia no se deja transformar pasivamente; hay algo como una resistencia de ella a dejar que su forma ceda sitio a otra; a una resistencia a ser vencida…”
Sin retaguardias político-ideológicas se persiste en la condición subalterna (que, inclusive, termina siendo idealizada), el inmediatismo se contrapone al proyecto histórico.
Sin retaguardias político-ideológicas las experiencias de autogestión popular corren el riesgo de no exceder el campo de la infraestructura (los medios de producción) y relegar a un segundo plano la lucha por la apropiación de los medios de poder. Sin retaguardias político- ideológicas hay pocas posibilidades de aprovechar las posiciones en el Estado que sirven para intensificar la lucha de clases contra la burguesía.
El politicismo y el apoliticismo prácticos, son dos caras de una misma moneda, dos expresiones de la ideología burguesa y de los modos burgueses de la política.
En fin, el socialismo implica conjugar vivencia, intuición, sentimiento y proyección. Todos los momentos articulados constituyen su sentido más potente. Por lo tanto, creemos que las intervenciones militantes que aportan efectivamente a un proceso emancipador son aquellas que apuestan a la articulación, o mejor: la “síncresis” de los planos que hemos identificado.
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Fotografía: Observatorio de la crisis.