Por: Marcelo Colussi. Alainet. 03/12/2019
“Puede ser que Somoza sea un hijo de puta, pero es «nuestro» hijo de puta”.
Franklin D. Roosevelt, presidente de Estados Unidos
América Latina y el África tienen una larga tradición de golpes de Estado. En otras latitudes del planeta los mismos son raros, muy infrecuentes, o simplemente no se dan. Cualquiera de ellos, con las diferencias y particularidades del caso, consiste en la interrupción de la institucionalidad democrática que fijan las Constituciones de cada país, reemplazándola por un nuevo orden no sujeto a ningún estado de derecho. La violencia militar cruda y descarnada hace parte vital de ese mecanismo.
En el África subsahariana, en el poco más de medio siglo que tienen sus jóvenes naciones, se llevan registrados más de 220 golpes de Estado, en todos los casos llevados a cabo por fuerzas militares. Burkina Faso, Benín y Nigeria son los que más los han sufrido, con 6 golpes en cada uno de esos países hasta el año 2001. Dada esa continua inestabilidad política, producto de lo joven y débil de esas democracias constitucionales copiadas a las ex metrópolis europeas, la Organización de la Unidad Africana -OUA- en el año 2000 reaccionó promulgando la Declaración de Lomé, la cual prohíbe taxativamente en todo el continente los cambios inconstitucionales de gobierno. Dicha declaración fue recogida en el año 2007 por la Unión Africana en la “Carta Africana sobre Democracia, Elecciones y Gobernabilidad”. Es por eso que los golpes de Estado más recientes, que tuvieron lugar luego de esa fecha, como los ocurridos en Guinea (2008), Madagascar (2009), Níger (2010), República Centroafricana (2013) y Burkina Faso (2015), no fueron reconocidos por el organismo regional, suspendiéndoseles del mismo y obligándoseles al retorno al marco constitucional.
En muchos de esos alzamientos militares estuvo presente la influencia de las ex potencias imperialistas de Europa, básicamente Gran Bretaña y Francia, que siglos atrás habían invadido el territorio africano, dividiéndolo artificialmente en lo que hoy son estas jóvenes repúblicas. Los continuos golpes de Estado de estas pocas décadas transcurridas desde su liberación -alrededor de 1960- evidencian lo precaria que son como naciones, al establecérseles límites arbitrarios destruyendo y avasallando culturas y pueblos tradicionales.
En Latinoamérica, los golpes de Estado caracterizaron la dinámica política de todos sus países (excepción hecha de Costa Rica, la “Suiza americana”… ¿y por qué no Suiza la “Costa Rica europea”?) a lo largo de todo el siglo XX. Bolivia encabeza la lista, con más de 160 alzamientos militares.
Un golpe de Estado no significa cambio alguno en la estructura económico-social de una sociedad. Es, en todo caso, un cambio brusco, repentino, en la figura que está al mando del sillón presidencial. En otros términos: luchas de poder intestinas, crisis palaciegas, simples reacomodos a espaldas de los pueblos (eso es, básicamente, lo que caracteriza los pronunciamientos militares en el África). O, en todo caso, injerencia del poder militar en la dinámica política, reemplazando el juego institucional normal cuando las clases dirigentes avizoran algún peligro en orden a un avance popular (lo distintivo de Latinoamérica).
Esto último es el caso, por ejemplo, de la intervención militar en Guatemala en 1954 desplazando la “Primavera democrática”, en Argentina en 1955 y 1976, quitando gobiernos peronistas vistos como “peligro populista” para las clases dirigentes, en Brasil en 1964, volteando al presidente João Goulart, otro “populista peligroso” para la lógica conservadora, en Chile en 1973 (“peligro comunista”, según declarara Henry Kissinger en su momento), y ahora en Bolivia (gran reserva de litio ansiada por compañías multinacionales). En todos estos casos lo que está en juego es la posibilidad de una pérdida de privilegios por parte de la clase dominante local y de los intereses estadounidenses en la región. De esto se desprenden dos conclusiones:
1) El aparato de Estado no está para beneficiar a todos los habitantes de una nación por igual, sino que es el mecanismo de dominación de una clase social (oligarquía, burguesía, empresariado, terratenientes, banqueros o como se la quiera nombrar) sobre otra (trabajadores, pueblo en general). Vale recordar aquí la definición leninista ya clásica: “El Estado es el producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase”. Las fuerzas de seguridad nunca reprimen a las clases dirigentes sino a la “chusma” que protesta.
2) En Latinoamérica, el verdadero poder dominante final, el que tiene la última palabra, es la clase dirigente de Estados Unidos, que hace de la región su reservorio de materias primas, mercado cautivo y proveedor de mano de obra barata. Por eso, y no por otra razón, es que hay acantonadas 74 bases militares de Washington en la región, defendiendo al milímetro lo que considera su natural patio trasero: “América para los americanos” (del Norte), según la tristemente célebre Doctrina Monroe. No está de más recordar que la instalación más grande (Base Mariscal Estigarribia) se encuentra en la Triple frontera argentino-brasileño-paraguaya, “custodiando” el Acuífero Guaraní, una de las reservas de agua dulce subterránea más enorme del mundo. Y la base más grande está en construcción en estos momentos, en Honduras, para “salvaguardar” las reservas petrolíferas de Venezuela.
En todos estos pronunciamientos militares está siempre presente la mano de Washington, quien defiende a capa y espada, ante todo, sus propios intereses económicos, y secundariamente el modelo capitalista vigente, para que los “malos ejemplos populistas” no cundan. Pero los tradicionales golpes de Estado, con tanques de guerra en la calle, sangre y muchos muertos, cuestan demasiado en términos políticos. Hoy día, producto del avance en las denuncias de violaciones a derechos humanos cometidas por esos gobiernos militares producto de los golpes de Estado sangrientos, tales prácticas son impresentables. De ahí que la Casa Blanca últimamente ha variado su estrategia desarrollando lo que se conoce como “golpes suaves” (soft), o “procesos de reversión” (roll-back).
Los mismos evitan el despliegue militar violento, presentando varias aristas, articuladas entre sí a veces, que tienen por fin siempre lo mismo: terminar con un mandatario o un proceso díscolo a los dictados imperiales de Estados Unidos. Pueden presentar varias formas:
1) Maquillando el cambio político como un alzamiento espontáneo de la población que, con su protesta, reclama algo nuevo. ¿Qué representan, en realidad, estos movimientos? No son, en sentido estricto, movimientos populares. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Llamados también “revoluciones de colores” (probadas en otras regiones distintas a Latinoamérica: revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución azafrán en Birmania, revolución del Cedro en Líbano, revolución de los jazmines en Túnez, “estudiantes democráticos antichavistas” en Venezuela, las “Damas de blanco” en Cuba, las recientes “movilizaciones populares” en Bolivia fustigando el supuesto fraude de Evo Morales) son fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de Washington.
El ideólogo que le dio forma a este tipo de intervenciones es Gene Sharp, escritor estadounidense visceralmente anticomunista, autor de los libros “La política de la acción no violenta” y “De la dictadura a la democracia”, quien fuera nominado en el 2015 al Premio Nobel de la Paz. Paradojas del destino: inspirándose en los métodos de lucha no-violenta de Mahatma Ghandi, este intelectual orgánico al statu quo estadounidense sentó las bases para que la CIA y otras agencias estatales norteamericanas (USAID, NED, algunas Fundaciones de fachada) desarrollen sus intervenciones en distintas partes del mundo, siempre en función de la geoestrategia de dominación de Washington (¡en modo alguno alejada de la violencia!). Las mismas, según Sharp, consisten en tres pasos:
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Generación de protestas, manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulando) de la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento antigubernamental.
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Fomento del desprestigio de las fuerzas de seguridad oficiales (policía o fuerzas del orden), instigación a huelgas, a la desobediencia social, a los disturbios y la provocación de sabotaje.
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Llamado al derrocamiento no violento del gobierno.
Así, un cambio de gobierno se enmascara como resultado de una protesta popular espontánea.
2) A ello se le puede complementar, como parte de estos nuevos golpes de Estado “suaves”, el trabajo disuasivo que realiza la corporación mediática comercial, siempre alineada con el gran capital y posiciones conservadoras. Trabajar sobre la corrupción, denunciando y magnificando hasta el hartazgo hechos corruptos por parte de los funcionarios “díscolos”, consigue resultados: dado que es un tema sensible, o incluso sensiblero, las poblaciones responden siempre visceralmente: “Mueren niños en un hospital por falta de medicamentos, culpa de la corrupción estatal”; “Podemos ver los resultados de la corrupción aquí en esta escuela: no tienen suficientes aulas para la gente, para los estudiantes (…) Toca al gobierno y a la gente de Guatemala luchar cada día contra la corrupción”, como declarara el entonces embajador de Estados Unidos en Guatemala preparando las “espontáneas” protestas populares. ¿Quién podría avalar la corrupción? Por tanto, insistir y sobredimensionar la misma en función de una estrategia de desprestigio, da resultados. De hecho, ello se evidenció (¿laboratorio de prueba?) en el 2015 en Guatemala, donde las denuncias reiteradas de corrupción por parte de la prensa y las “manifestaciones cívicas pacíficas” de población clasemediera urbana lograron quitar de la presidencia al binomio Otto Pérez-Molina y Roxana Baldetti, conspicuos operadores políticos de derecha (Pérez-Molina, por lo pronto, militar absolutamente comprometido en la guerra contrainsurgente de años atrás, pero ahora “utilizado” como prueba con esto de las cruzadas anticorrupción).
El mecanismo definitivamente funciona, pues fue lo que luego se utilizó para que la geoestrategia hemisférica de Estados Unidos, en connivencia con las oligarquías locales, desplazara con esta modalidad de golpes suaves al Partido de los Trabajadores en Brasil, encarcelando al ex presidente Lula y a la en ese entonces presidenta Dilma Rousseff, por hechos nunca claramente probados de corrupción. Y lo mismo sucedió en Argentina, donde sin llegar a sustanciar un golpe de Estado, la derecha pudo quitar del sillón presidencial a Cristina Fernández (una socialdemócrata pro capitalismo, en todo caso reformista, pero igualmente molesta para el statu quo), acusándola de innumerables hechos corruptos que llevaron al triunfo electoral de Mauricio Macri.
3) Otra forma de “golpe suave” desarrollada por Estados Unidos está dada por intervenciones “quirúrgicas” que, sin apelar al gran despliegue militar, “capturan” al presidente en cuestión, alejándolo de su cargo en forma silenciosa, ordenada, haciéndolo desaparecer “mágicamente” de la vida pública. Eso es lo que se hizo, por ejemplo, con Jean-Bertrand Aristide en Haití, secuestrado y llevado al África, con Manuel Zelaya en Honduras, o con Hugo Chávez en Venezuela (jugada, esta última, que no les resultó por la activa participación popular en defensa de su líder, lo que hizo abortar el golpe).
4) Complementando lo anterior, también como parte de esta nueva modalidad de golpes no cruentos, una nueva técnica que impulsa el gobierno de Estados Unidos es la “autoproclamación” como mandatario. Es una jugada casi absurda, pero que puede resultar efectiva. Crea una situación de hecho, presentando a un determinado personaje como el “nuevo” presidente, con lo que se fuerza un escenario novedoso que puede servir para desplazar al anterior mandatario. Esto se ensayó primeramente en la República Bolivariana de Venezuela, donde el diputado Juan Guaidó se autoproclamó presidente, sin que ello tuviera efecto real en la dinámica política del país. Pero sí resultó en la República Plurinacional de Bolivia, donde ilegalmente la vicepresidenta del Senado, Jeanine Áñez, autonombrándose, ocupó el espacio dejado por la renuncia forzada del legítimo mandatario Evo Morales, completando así el golpe de Estado pergeñado por la derecha.
Esta nueva modalidad de “golpes soft” evita el desgaste político, sin tensar al rojo vivo la situación político-social. Se pueden combinar varios elementos: movilización popular manipulada, prédica antigubernamental por los medios de comunicación, operaciones quirúrgicas, mecanismos de sabotaje, etc. De todos modos, la posibilidad de la “mano dura” no se descarta. La clase dominante siempre se guarda esa carta. La Escuela de las Américas, luego rebautizada pero en esencia siempre la misma cosa, sigue preparando militares latinoamericanos golpistas y torturadores como reaseguro de las clases dominantes para todo el sub-continente. “América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar (…) Esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”, manifestó el secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, ante “la preocupante situación de Chile”. De hecho, en procesos llamados democráticos (que lo son solo formalmente), cuando las cosas se “complican”, aparece la bota militar. Eso ocurrió en el virtual golpe de Estado en Honduras en 2009, cuando se desplazó al entonces presidente legítimo Manuel Zelaya (un muy tibio socialdemócrata que había osado negociar el petróleo con la Venezuela chavista a través de Petrocaribe), apareciendo como antaño los tanques de guerra en las calles de Tegucigalpa.
En Bolivia acaba de consumarse un golpe que nuclea varias de estas modalidades. Las cuantiosas reservas de litio (75% de las reservas mundiales, elemento fundamental para las baterías de aparatos electrónicos y futuro posible reemplazo del petróleo) y otros recursos naturales (gran reserva de gas, de minerales estratégicos, de tierras raras) esperan por las ávidas corporaciones multinacionales, que de momento no podían entrar, dado el gobierno socialista de Evo Morales y el MAS.
La institucionalidad de las democracias formales se demuestra un absurdo. Se hace creer a la población que decide algo a través de su voto, cuando en realidad todas las decisiones importantes se toman a sus espaldas. Y si los pueblos alzan la voz, se les reprime (todas las actuales protestas, en todas partes del mundo, fueron sangrientamente reprimidas con fuerza bruta, en Francia y en Haití, en Egipto y en Honduras, en Chile y en Irak, en Ecuador y en Colombia). La actual nueva modalidad de golpes suaves no debe hacernos creer que los golpes duros desaparecieron. Las palabras de Mike Pompeo nos lo recuerdan. La petición de las Comisiones de la Verdad que investigaron los graves delitos de lesa humanidad de gobiernos dictatoriales en Argentina y Guatemala y titularon sus documentos como “Nunca más”, no pasan de un buen deseo. Nada asegura que los golpes cruentos y sangrientos no puedan volver. Las armas no están en manos de los pueblos, sino de los militares preparados para defender “el modo de vida occidental y cristiano”. Solo Cuba y Venezuela tiene fuerzas armadas no golpistas. El capital se sigue protegiendo y protege sus privilegios a toda costa, sin cuartel, sin piedad, y si necesita nuevos “hijos de puta”, como reza el epígrafe, los seguirá usando.
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Fotografía: Alainet
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