Por: Camilo Godoy. 15/04/2023
En su página 178 el Programa de Gobierno del Presidente Gabriel Boric señalaba respecto a la cuestión de seguridad y DDHH: “avanzaremos en un conjunto de medidas (…) entre las que destacan la refundación de Carabineros. En la nueva policía se reforzará, entre otras cosas, la subordinación al poder civil, una regulación legal del uso de la fuerza y una formación transversal en DDHH” (2021).
La anterior promesa parece contrastante con las leyes aprobadas la semana en curso por el gobierno, con los votos del Congreso y el Senado en materia de seguridad respecto a Carabineros. Este tipo de debates pone en cuestión la capacidad del Ejecutivo de sostener decisiones políticas basadas en evidencia o de, por el contrario, sucumbir a la búsqueda de popularidad. No es todo responsabilidad del Gobierno, pero el Ejecutivo tomó la decisión de no considerar las voces del oficialismo que veían en la Ley Naín-Retamal rasgos de inconstitucionalidad y aprobó la Ley de igual manera.
No es baladí la demanda de seguridad que de manera conjunta esbozan nuestros compatriotas. Dicho esto, sin embargo, se requiere fomentar este tipo de debates en función de una revisión responsable de la evidencia internacional al respecto y de las recomendaciones que se han hecho a las mismas fuerzas de Carabineros durante los últimos años.
Recordemos que a fines de 2019, la Oficina del Alto Comisionado de DDHH de las Naciones Unidas concluía su informe sobre Chile señalando que: «existen razones fundadas para creer que, desde el 18 de octubre, se ha cometido un elevado número de violaciones de derechos humanos. Estas violaciones incluyen el uso excesivo e innecesario de la fuerza que ocasionó muertes ilícitas y heridas, tortura y malos tratos, violencia sexual, y detenciones arbitrarias”. Los principales involucrados dentro de dichos hechos eran las fuerzas de Carabineros.
Con posterioridad a esta situación el Gobierno actual no ha avanzado en la agenda de “refundación” a Carabineros inicialmente prometida. Ni siquiera ha hecho esfuerzos en la reforma de la institución. Lejos de aquello, la agenda inicial sucumbe a la ocurrencia de hechos noticiosos que terminan constituyéndose elementos legislativos.
Como se señala más arriba, la seguridad es un problema sentido por la sociedad chilena. Mas ello no justifica la adopción de políticas públicas sin fundamento en la evidencia internacional y sin ningún tipo de respaldo en términos del funcionamiento de las instituciones nacionales involucradas.
Frente a leyes que otorgan mayores atribuciones a Carabineros en eventos de peligrosidad, cabe preguntarse qué muestras ha dado sobre su capacidad de rendición de cuentas una institución apuntada por su extrema discrecionalidad por organismos nacionales como el Instituto Nacional de Derechos Humanos, la Comisión Nacional de Derechos Humanos e internacionales como la CIDH, la ACNUDH y organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
En ese sentido ¿es una inyección de recursos o el dictamen de leyes exprés la “panacea” frente a un problema de seguridad? La situación observada recuerda a lo que el sociólogo argentino Gabriel Kessler identifica para el caso trasandino: “no es sólo un problema de las políticas, también el debate mediático sobre el tema sólo se centra ya sea en incrementar las fuerzas policiales o en el endurecimiento de leyes, pero muy poco en la demanda de una estrategia integral de seguridad” (2010: 11).
En esto parece residir el real problema: desde el mundo político, muchas veces se ha caído una vez más en el dualismo entre políticas integrales y políticas que atienden problemas inmediatos. Ambas cuestiones no son dicotómicas. En ese sentido, si bien el Gobierno anunció el 2022 una mayor inversión en plazas públicas para disminuir la altísima sensación de temor de la población, no se han comunicado este tipo de medidas a la ciudadanía ni tampoco las estrategias de focalización de recursos para las policías iniciadas.
Lo anterior ha puesto en evidencia una vez más el carácter ideológicamente débil del actual Gobierno y sus erráticas convicciones políticas, varias veces supeditadas a la acomodaticia búsqueda de aprobación ciudadana.
Partamos de una cuestión: se ha señalado desde la opinión pública sobre la existencia de una crisis de seguridad y aumento de delitos sin mencionar ninguna cifra que dé cuenta de lo anterior.
Pues bien, a comienzos de Agosto de 2022 la última Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (ENUSC), el principal mecanismo de medición sobre la victimización efectiva (delitos cometidos sobre hogares) en Chile documentaba que nuestro país registraba el mínimo histórico en delitos cometidos: 16,9%. Al mismo tiempo, la percepción de inseguridad llegaba a un 86.9%, lo que evidenciaba el extremo temor de la población a ser víctima de algún delito.
Este tipo de datos van en la línea de otros disponibles, como el Índice de Paz Ciudadana, que evidenciaba que para el caso de 2022 “en el 32% de los hogares chilenos algún miembro fue víctima de robo o intento de robo en los últimos seis meses, prácticamente 1 de cada 3 familias; cifra que no representa un cambio estadísticamente significativo respecto a la medición del año 2021 y que se mantiene dentro de las tres más bajas de los últimos 20 años” (Paz Ciudadana, 26 Octubre, 2022).
De todos modos, señalaba la Oficina de la Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) que el descenso en delitos pospandemia sería una cuestión esperable, pero que en cierto punto representaría una tendencia momentánea. Así, si consideramos las estadísticas públicas del Centro de Estudios y Análisis del Delito (2023) queda en evidencia que los delitos cometidos en 2019 descendieron bastante entre 2020 y 2021 para remontar en 2022, pasando de 554.829 (2019) a 335.017 (2021) y subiendo a 448.268 en 2022.
Respecto a la estrategia adoptada con la aprobación de las mencionadas leyes de seguridad, ésta parte desde la teoría de la disuasión, según la cual ante el aumento de posibles repercusiones frente al hecho de cometer acciones delictivas, estas tenderán a disminuir. Esta visión se encuentra bastante desmentida en los hechos y ha sido cuestionada en ejemplos tan disímiles como Argentina, México o Estados Unidos.
Para el caso de Argentina, Gabriel Kessler señala que los esfuerzos por aplicar políticas de mano dura y aumentar las atribuciones policiales generaron: a) aumento de la violencia policial hacia sectores excluidos de la sociedad, como jóvenes de sectores populares; b) un aumento generalizado de la violencia “desde abajo” como respuesta al aumento de la violencia “desde arriba”; c) una reducción marginal en los delitos cometidos. Digamos, con la salvedad, que en Argentina existen iniciativas desde la misma sociedad civil para denunciar y documentar la violencia policial y las políticas punitivistas, como la Coordinadora Contra la Represión Política Institucional (CORREPI).
En Estados Unidos, por otra parte, la agenda pro-seguridad fomentada durante los años 80’ por el movimiento Victims First generó diversas consecuencias: a) un aumento drástico de la población carcelaria; b) recrudecimiento de la violencia policial hacia sectores excluidos como ciudadanos de raza negra -¿qué es el crimen de George Floyd sino un ejemplo de lo que las atribuciones desmedidas de la policía uniformada pueden causar?; c) una agudización de la segregación social y urbana y d) el empeoramiento de los mecanismos de accountability y rendición de cuentas de las policías. En este sentido, un estudio de Rothmayr (2016) concluye que “cuando los policías observan a otros miembros de sus redes usar la fuerza excesiva, se vuelven más proclives al uso de la fuerza en eventos posteriores”.
En México, la guerra contra las drogas y el narcotráfico (2006) si bien fue liderada por el Ejército, una vez que se aumentaron las atribuciones de este, aumentaron significativamente los homicidios cometidos por excesivo uso de la fuerza (Rosen y Zepeda Martínez, 2015).
Dentro de una estrategia integral que responda a las legítimas demandas de los ciudadanos pero que a su vez respete los DDHH y considere el largo plazo (hasta ahora, no muy presente en las inclinaciones legislativas del oficialismo), es imperiosa la regulación de los contenidos noticiosos sobre hechos delictuales que se difunden en los medios de comunicación. Scherman y Etchegaray (2012) señalaban que en nuestro país existe una relación estadística significativa entre la exposición a noticias sobre delincuencia y el sentirse como potencialmente víctima de un delito. En este sentido, creemos que el Gobierno debiese utilizar sus herramientas legislativas para proponer modificaciones al Consejo Nacional de Televisión en términos de la regulación de la información circulante, así como un rol más activo, por ejemplo en los contenidos de Televisión Nacional: se ha comprobado, por ejemplo, que las noticias que cierran con el hecho de mostrar infractores de la ley que quedan sin castigo contribuyen a un mayor temor al delito.
Lo anterior, junto con el fomento de políticas públicas de prevención con enfoque de DDHH debiese complementar estrategias de refuerzo policial que no pueden eludir la necesaria reforma de una institución atravesada por problemas de corrupción y una crisis de DDHH.
Porque nadie obligó a Boric a mantener en el cargo de Director General a Roberto Yáñez, situación en su momento repudiada por Amnistía Internacional, su complacencia frente a esta institución culpable y en gran parte de los casos impune frente a la crisis de DDHH de 2019, deja nuevamente a su liderazgo en una muestra de oportunismo y acomodo al momento político de turno.
Se hace imposible cerrar esta columna sin recordar la desigualdad que persiste en nuestro país en cuanto al valor de las vidas humanas: reconociendo la necesidad de justicia para todos ¿cuántas medidas de este tipo se toman cuando las mismas instituciones represivas matan a ciudadanos mapuche? ¿cuántas se toman cuando un joven de sectores populares muere injustamente a manos de dichas policías? Como se ha demostrado en otros casos (Legewie, 2016) los aumentos de atribuciones policiales suelen conducir a un recrudecimiento de la violencia por parte de distintos grupos hacia los mismos uniformados.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: Revista de frente