Por: Luis Armando González. 07/09/2021
A mis alumnos del curso de Ética y derechos humanos (2021)
Actualmente ofrezco un curso de “Ética y derechos humanos”, en la Maestría en derechos humanos y educación para la paz, de la Facultad Multidisciplinaria de Occidente, de la Universidad de El Salvador. Debo decir que cada sesión constituye una experiencia de reflexión única, tenida con personas en verdad preocupadas por las consecuencias que extraemos en cada sesión. En los últimos debates que hemos sostenido el centro de atención han sido las ´normas morales’ y las ‘normas legales’, sus diferencias y confluencias en distintos contextos.
Les he explicado algo de manual: que la ética es una disciplina filosófica y que la moral atañe a los comportamientos humanos regulados por un “deber ser” plasmado en normas, explícitas o implícitas, que son el marco de referencia valorativo para que la propia persona o quienes le rodean emitan juicios morales. ¿Referidos a qué? En concreto, a si la persona en cuestión se apegó o no a la norma moral que se usa como criterio valorativo.
También he explicado a mis alumnos que la moralidad es un asunto personal, es decir, involucra decisiones y acciones que cada quien toma libremente. O sea, que la normatividad moral –y las acciones, actitudes y hábitos que exige— no puede ser impuesta por ningún Estado ni, por consiguiente, dar lugar a sanciones ejecutadas por la autoridad pública. Es distinto el caso de las normas jurídicas que, independientemente de si los destinatarios las asumen libremente o no, están obligados a cumplirlas y, justamente, es la autoridad pública la encargada de velar porque ello sea así. Es decir, la obligación moral es de naturaleza distinta de la obligación jurídica.
Hablando de esto con este grupo de alumnos surgieron ideas e inquietudes –de ellos y mías— sobre la importancia de avanzar en la moralización de los miembros de una sociedad y en asegurar que los marcos legales sean cumplidos por la mayor parte de sus miembros, comenzando con quienes cumplen funciones públicas en el Estado. Por moralización ni ellos ni yo pensamos en comportamientos rígidos, inspirados en marcos morales religiosos, sino en conductas y actitudes guiadas por imperativos como ser lo más justos que se pueda, no hacer daño a los demás ni aprovecharnos de ellos y obrar teniendo en mente el vivir en paz y un bienestar compartido. En cuanto a un Estado garante de la legalidad pensamos –ellos y yo—, no en unas autoridades públicas represivas, sino conscientes de sus limitaciones, respetuosas del bien común y dispuestas a hacer el mayor bien a los ciudadanos evitando perjudicarlos gratuitamente.
Mi reflexión sobre todo esto, que les compartí en su momento de manera oral, es que las sociedades prósperas, en bienestar y democracia, son aquellas en las que la moralidad ciudadana y la legalidad estatal no sólo se aproximan al máximo, sino que esta última va cediendo terreno a la primera. Añadí que, desde mi punto de vista, ese era un ideal al que algunas sociedades se acercaban más que otras. En los bordes de este último polo están las sociedades en las que la zona de confluencia entre moralidad y legalidad se ha ampliado de manera significativa, dando lugar a un espacio en el cual la moralidad y la legalidad se encuentran erosionadas o incluso han desaparecido. ¿Qué es lo que prospera en ese “territorio libre” de la moral y de la ley? Los abusos, la violencia, la ley del más fuerte y la impunidad.
Si mi visión tiene algo de cierta, en las sociedades más inestables del mundo sería de desear un esfuerzo colectivo por identificar la brecha existente entre legalidad y moralidad y, si se diagnostica que la misma es extensa en grado, sería urgente impulsar procesos para la moralización ciudadana (en el sentido que se dijo arriba y no en otro) y fortalecer a los Estados asegurando que sean garantes irrestrictos de la legalidad. No es absurdo pensar que si la legalidad y la moralidad se acercan la convivencia social puede ser más pacífica, tolerante, justa e inclusiva; lo contrario (el alejamiento entre moralidad y legalidad) sólo puede augurar el surgimiento de una tierra de nadie a partir de la cual, al no haber moralidad ni ley, las sociedades decaen y la convivencia social se vuelve insoportable e incierta.
Fotografía: Red es poder