Por: Manuel I. Cabezas González. 17/02/2021
En un texto reciente sobre el uso y abuso de las pantallas, hacía referencia a un ensayo del neurocientífico francés Michel Desmurget y anunciaba una serie de textos monográficos sobre los efectos dañinos, en distintos campos, del uso desenfrenado y descontrolado de las pantallas. Hoy nos ocuparemos del primero de ellos: consecuencias nefastas de las pantallas sobre los resultados escolares de los niños, adolescentes y jóvenes (cf. ensayo, Capítulo 5. Réussite scolaire: attention, danger!).
Uso doméstico de las pantallas y resultados escolares
Según M. Desmurget, los niños, adolescentes y jóvenes utilizan masivamente, en el contexto familiar y social, las pantallas (televisión, móvil, ordenador, tableta, consolas, etc.). Y lo hacen principalmente con fines recreativos. Ahora bien, el uso de las pantallas en el contexto extraescolar hace malas migas con los buenos resultados escolares. En efecto —sin distinciones en función del sexo, de la edad o del medio social— el tiempo desmesurado dedicado a las pantallas influye muy negativamente en los resultados escolares.
De todas estas pantallas, la que se lleva la palma es el móvil, que es utilizado fundamentalmente con funciones lúdicas (acceder a todo tipo de contenidos, jugar con videojuegos, navegar por internet, intercambiar imágenes y textos, conectarse a las redes sociales, etc.), sin limitaciones de tiempo y lugar. Este artilugio multiusos es como una sanguijuela que succiona nuestro cerebro y propicia su descerebración. En efecto, cuanto más inteligentes son los “smartphones”, más sustituyen a nuestro cerebro y, por lo tanto, más dependientes somos de ellos y más idiotas nos convertimos. ¿Acaso no escogen ya el restaurante donde vamos a comer? ¿Acaso no seleccionan las informaciones y la publicidad que recibimos? ¿Acaso no nos fijan la ruta que debemos seguir para llegar a nuestro destino? ¿Acaso no responden a cualquiera de nuestras preguntas? ¿Acaso…? ¿Acaso…? Con el tiempo, terminarán por descerebrarnos completamente y por pensar en nuestro lugar.
Los “smartphones” y también los ordenadores nos permiten un acceso casi ilimitado e inagotable a todo tipo de contenidos recreativos y educativos. Ahora bien, no debemos confundir “disponibilidad” con “utilización” o “consumo” de los mismos. Los usos que pesan más en la balanza son los “usos recreativos” o embrutecedores y no los “usos educativos” o nutritivos. Por eso, M. Desmurget concluye que —en la escala de valores de los niños, adolescentes y jóvenes— predomina el divertimento o el freudiano “principio del placer” (el clásico “carpe diem”) sobre el esfuerzo. Y esto se traduce concretamente, en el ámbito familiar, en un recorte sustancial del tiempo que deberían dedicar a los deberes escolares. Las pantallas potencian, más bien, la dispersión y la falta de atención, que no propician ni la comprensión ni la memorización de lo estudiado, pero sí los malos resultados escolares.
Uso escolar de las pantallas y resultados educativos
Si el uso y abuso extraescolar de las pantallas son nefastos para los resultados escolares, se puede y se debe aseverar, según M. Desmurget, lo mismo del uso, cada vez más frecuente y generalizado, de las pantallas en el ámbito escolar. A lo largo del siglo XX, se pudo comprobar que las potencialidades pedagógicas del cine (1913), de la radio (1930) y de la televisión (1960) no estuvieron a la altura de las esperanzas depositadas en ellos. Y, hoy, las administraciones educativas ven también en las pantallas de las TICE (Tecnologías de la Información y de la Comunicación para la Enseñanza”) la receta mágica para la excelencia pedagógica y la respuesta a los desafíos de la educación del siglo XXI: poner coto al fracaso escolar, laborar por la igualdad de oportunidades, inyectar en los alumnos el deseo y el placer de ir a la escuela y de aprender, revalorizar el oficio de profesor, etc.
Ahora bien, la función taumatúrgica de las pantallas de las TICE, según M. Desmurget, no está científicamente acreditada, ni experimentalmente validada y no han sido introducidas en la escuela pensando sólo en los alumnos. Las pantallas pueden contribuir a optimizar una enseñanza de calidad, impartida por profesores cualificados, pero no para paliar una enseñanza de mala calidad, impartida por profesores mediocres. En este sentido van los informes PISA que ponen de manifiesto, por un lado, que no hay una relación directa entre el uso de las pantallas y los buenos o mejores resultados escolares, sino todo lo contrario; y, por el otro, que los profesores cualificados son el recurso más importante y determinante en los sistemas educativos competitivos. Por eso, se ha constatado que cuanto más invierten los Estados en TICE y cuanto más tiempo pasan los alumnos con las nuevas tecnologías, más se degradan la calidad de la enseñanza y los resultados escolares.
En efecto, las pantallas, aunque pueden facilitar en algo el trabajo de los alumnos, privan al cerebro de los discentes de las actividades cognitivas implicadas en la enseñanza-aprendizaje de los contenidos curriculares (lengua, matemáticas, ciencias naturales, historia, etc.) y, por eso, los alumnos son cada vez más dependientes de ellas y, por lo tanto, más indocumentados y más tontos. Además, los alumnos no las utilizan para aprender sino para actividades lúdicas, a las que dedican 2/3 del tiempo del uso del móvil; por este motivo, son fuente de distracción y factor determinante de las dificultades escolares. Por otro lado, las pantallas marginan y ningunean al profesor, privando a los alumnos de las interacciones necesarias y vitales entre ellos y él.
A pesar del impacto negativo de las pantallas en el rendimiento escolar, las instituciones educativas siguen con la digitalización de la enseñanza. ¿Por qué? Según las malas o las buenas lenguas, para sustituir a los profesores de carne y hueso por las pantallas, que son más baratas y que permiten un ahorro sustancial en los costes de la enseñanza; y, además, para poder impartir docencia a un número infinito de alumnos. Y se sigue con la digitalización, a pesar de que la enseñanza digital no sea tan motivadora, tan movilizadora, tan eficaz y tan operativa como la enseñanza impartida por un profesor humano cualificado. Además, en esta enseñanza digital, el profesor tradicional queda devaluado y relegado al rango de un dinámico animador o guía o mediador o facilitador, que indica a los alumnos el programa digital cotidiano y que vigila que los mal llamados “digital natives” permanecen tranquilos en sus pupitres.
Todo apunta a que la digitalización de la enseñanza es sólo un aspecto más de la “globalización”, con todo lo que este concepto implica de negativo y que la RAE define como “difusión mundial de modos, valores o tendencias que fomenta la uniformidad de gustos y costumbres”. Por eso, la digitalización de la enseñanza puede y debe ser considerada como la “globalización de la enseñanza”, con más potencialidades y augurios negativos que positivos, como hemos apuntado ut supra.
Más profesores cualificados y menos pantallas
Todo sistema educativo debe desarrollar las potencialidades del alumno. Y, entre éstas, debe desarrollar principalmente su capacidad de pensar. Ahora bien, esto un ordenador no puede hacerlo, como tampoco puede sonreír, acompañar, guiar, consolar, animar, estimular, tranquilizar, etc. Por eso, todo sistema educativo debe ser dotado de todos los recursos necesarios e imprescindibles para lograrlo. Y, entre éstos, se encuentra el profesorado cualificado, que no puede ser desplazado ni reemplazado por las pantallas. Así lo han entendido los gurús del Silicon Valley y los ejecutivos de las empresas de nuevas tecnologías, que no disponen de pantallas en casa y que envían a sus hijos a escuelas donde las pantallas están prohibidas. Como afirma, M. Desmurget, mientras “los niños desfavorecidos” son sometidos cada vez más al aprendizaje digital en las escuelas, los “niños más ricos” van a escuelas donde las pantallas están proscritas. Así no se acaba con las desigualdades ni se potencia la igualdad de oportunidades.
© 2021 – Manuel I. Cabezas González
14 de febrero de 2021
Fotografia: Manuel I. Cabezas González