Por: Michael Hardt. BLOGHEMIA. 03/12/2020
“El lugar de la actividad política liberal moderna ha desaparecido, y así desde esta óptica nuestra sociedad imperial posmoderna se caracteriza por un déficit de lo político”
Deleuze nos dice que la sociedad en la cual nosotros vivimos hoy es una sociedad de control, un término que él tomó del mundo paranoico de William Burroughs. Deleuze afirma seguir a Foucault cuando propone esta visión, pero hay que reconocer que es difícil encontrar un lugar en la obra de Foucault (los libros, artículos o entrevistas) que dé un análisis claro del paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control. De hecho, con el anuncio de este paso, Deleuze formula, después de la muerte de Foucault, una idea que no se encuentra expresamente formulada en la obra de Foucault.
La formulación de esta idea por Deleuze es, sin embargo, muy escasa —el artículo no tiene más de cinco páginas1. Nos dice muy pocas cosas concretas sobre la sociedad de control. Constata que las instituciones que constituyen la sociedad disciplinaria —escuela, familia, hospital, prisión, fábrica, etc.— están todas hoy y en todos lados en crisis. Los muros de las instituciones se están derrumbando, de tal suerte que sus lógicas disciplinarias no se han vuelto ineficaces, sino que más bien se encuentran generalizadas bajo formas fluidas a través de todo el campo social. El espacio estriado de las instituciones de la sociedad disciplinaria cede el lugar al espacio liso de la sociedad de control. O, para retomar la bella imagen de Deleuze, los túneles estructurados del topo son reemplazados por las ondulaciones infinitas de la serpiente. Donde la sociedad disciplinaria forjaba moldes fijos, distintos, la sociedad de control funciona a través de redes flexibles, modulables, «como una suerte de molde autodeformante que cambia constantemente y a cada instante, como un tamiz cuya malla varía en cada punto»2.
Deleuze nos da, de hecho, una imagen simple de este paso, imagen sin duda bella y poética, pero que no está suficientemente articulada para permitirnos comprender esta nueva forma de sociedad. La tarea de articular esta imagen sigue siendo para nosotros una tarea por llevar a cabo, y creo que la mejor manera de hacerlo es poniéndola en relación con una serie de pasos que se han propuesto como características de la sociedad contemporánea. Voy entonces a intentar desarrollar la naturaleza de este paso, poniéndola en relación con el paso de la sociedad moderna a la sociedad posmoderna expresada en el trabajo de autores como Fredric Jameson, el fin de la historia descrito por Francis Fukuyama, y las nuevas formas de racismo que se están desarrollando en nuestras sociedades según Étienne Balibar y otros investigadores. Pero sobre todo, quiero situar la formación de la que habla Deleuze en función de dos procesos que Antonio Negri y yo hemos intentado elaborar en el curso de estos últimos años: el primero es que lo que designamos el debilitamiento de la sociedad civil, lo que, como el paso a la sociedad de control, remite al declinar de las funciones mediadoras de las instituciones sociales; y el segundo es lo que llamamos el paso del imperialismo, que fue perfeccionado ante todo por los Estados-nación europeos en la búsqueda de la dominación mundial, al Imperio, que se presenta como el orden mundial actual. Dicho de otra manera, cuando hablamos de Imperio nos estamos refiriendo a una forma jurídica y a una forma de poder que es muy diferente a los viejos imperialismos europeos. De un lado, de acuerdo con la antigua tradición grecorromana, el Imperio es una noción de poder universal, una noción de orden mundial que quizá ha sido realizado por primera vez hoy en día. De otro lado, el Imperio es la forma de poder que tiene por objeto la naturaleza humana, o incluso la naturaleza en general —o en términos de Foucault diríamos que el Imperio es el régimen de biopoder completamente realizado. Me gustaría sugerir, entonces, que la forma social de este nuevo Imperio que estamos viviendo hoy en día no es más que la sociedad mundial de control.
Ya no hay afuera
El paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control se caracteriza de entrada por el colapso de los muros que definían las instituciones. En otras palabras, progresivamente se distinguirá menos entre el adentro y el afuera. De hecho, es un elemento de cambio general en la manera como el poder marca el espacio durante el paso de la modernidad a la posmodernidad. La soberanía moderna siempre se ha concebido en términos de un territorio (real o imaginado y de relación de ese territorio con su afuera. Es así como los primeros teóricos modernos de la sociedad, por ejemplo de Hobbes a Rousseau, comprendían el orden civil como un espacio limitado e interior, que es opuesto o distinto al orden exterior de la naturaleza. El espacio delimitado del orden civil, su lugar de ejercicio, se define por su separación de los espacios externos de la naturaleza. De manera análoga, los teóricos de la psicología moderna han comprendido las pulsiones, las pasiones, los instintos y el inconsciente metafóricamente en términos espaciales como un afuera en el marco del espíritu humano, un prolongamiento de la naturaleza enterrada en el fondo de nosotros mismos. La soberanía del individuo reposa aquí sobre una relación dialéctica entre el orden natural de las pulsiones y el orden civil de la razón y de la conciencia. Finalmente, diversos discursos de la antropología moderna sobre las sociedades primitivas funcionan, muy frecuentemente, como el afuera que define las fronteras del mundo civil. El proceso de modernización reposa entonces, en esos diferentes conceptos, sobre la interiorización del afuera, es decir, la civilización de la naturaleza.
En el mundo posmoderno, sin embargo, se acabó esta dialéctica entre adentro y afuera, entre orden civil y orden natural. Éste es el sentido preciso por el cual el mundo contemporáneo es posmoderno. «El posmodernismo,» Fredric Jameson nos dice, «es lo que se obtiene cuando se ha concluido el proceso de modernización, y la naturaleza, por su parte, ha desaparecido»3. Ciertamente seguimos teniendo bosques, langostas y tormentas en nuestro mundo, y seguimos entendiendo a nuestras psiques como dirigidas por instintos y pasiones naturales, pero no tenemos naturaleza en el sentido en que esas fuerzas y fenómenos ya no son comprendidos como afuera, es decir, no son percibidos como originales e independientes del artificio del orden civil. En un mundo postmoderno, todos los fenómenos y todas las fuerzas son artificiales, o, como lo dicen algunos, son parte de la historia. La dialéctica moderna del adentro y el afuera ha sido sustituida por un juego de grados y de intensidades, de hibridación y de artificialidad.
En segundo lugar, el afuera también ha declinado desde el punto de vista de una dialéctica moderna muy diferente de la que definía la relación entre lo público y lo privado en la teoría política liberal. Los espacios públicos de la sociedad moderna, que constituían el lugar de la vida política liberal, tienden a desaparecer en el mundo posmoderno. Según la tradición liberal, el individuo moderno, que está consigo en sus espacios privados, considera lo público como su afuera. El afuera es el lugar propio de la política donde la acción del individuo se encuentra expuesta en presencia de otros y donde busca reconocimiento. Ahora bien, en los procesos de posmodernización, esos espacios públicos se ven cada vez más privatizados. El paisaje urbano ya no es el del espacio público, del encuentro al azar y de la reunión de todos, sino el de los espacios cerrados de los centros comerciales, de las autopistas y de las parcelaciones con entrada reservada. La arquitectura y el urbanismo de algunas megalópolis, como Los Angeles o São Paulo, están tendiendo a limitar el acceso público y la interacción así como limitando la oportunidad de encuentros entre diferentes sujetos sociales, creando más bien una serie de espacios interiores, protegidos y aislados. Igualmente, podemos observar cómo la banlieu de París se ha convertido en una serie de espacios amorfos e indefinidos que favorecen el aislamiento, en detrimento de cualquier interacción o comunicación. El espacio público ha sido privatizado de tal manera que ya no es posible comprender la organización social en términos de una dialéctica entre espacios privados y espacios públicos, entre adentro y afuera. El lugar de la actividad política liberal moderna ha desaparecido, y así desde esta óptica nuestra sociedad imperial posmoderna se caracteriza por un déficit de lo político. En efecto, el lugar de la política ha quedado desactualizado.
A este respecto, el análisis de Guy Debord de la sociedad del espectáculo, treinta años después de su composición, parece más apropiado y actual que nunca4. En la sociedad posmoderna el espectáculo es un lugar virtual, o más exactamente, un no-lugar de la política. El espectáculo es a la vez unificado y difuso, de tal manera que es imposible distinguir un adentro de un afuera —lo natural de lo social, lo privado de lo público. La noción liberal de lo público, el lugar afuera donde nosotros actuamos en presencia de otros, se encuentra a la vez universalizada (pues nosotros estamos hoy permanentemente bajo la mirada del prójimo, bajo la vigilancia de cámaras) y sublimada, o desactualizada en los espacios virtuales del espectáculo. Así, el fin del afuera es el fin de la política liberal.
Finalmente, desde la perspectiva del Imperio, o del orden mundial contemporáneo, ya no hay un afuera en un tercer sentido, un sentido propiamente militar. Cuando Francis Fukuyama afirma que el paso histórico que estamos viviendo se define por el fin de la historia, quiere decir que la era de los conflictos mayores ha terminado: dicho de otra manera, el poder soberano ya no confrontará a su Otro, ya no se confrontará a su afuera, pero extenderá progresivamente sus fronteras hasta abrazar el conjunto del planeta como su dominio propio5. La historia de las guerras imperialistas, interimperialistas y antiimperialistas ha terminado. El fin de esta historia ha introducido el reino de la paz. O en realidad, hemos entrado en la era de los conflictos menores e interiores. Cada guerra imperial es una guerra civil, una acción de la policía —desde Los Angeles y Granada hasta Mogadiscio y Sarajevo. De hecho, la separación de las tareas entre el aparato interior y exterior de poder (entre la policía y la armada, la CIA y el FBI) se convierte cada vez más vaga e indeterminada.
Para nosotros, el fin de la historia del que habla Fukuyama marca el fin de la crisis que está en el centro de la modernidad, con la idea del conflicto coherente, que tiene una función de definición, y que ha sido el fundamento y la razón de ser de la soberanía moderna. La historia termina sólo en la medida en que se la concebía en términos hegelianos: como el movimiento de una dialéctica de las contradicciones, como el juego de las negaciones y las superaciones absolutas. Las parejas que definían el conflicto moderno se han desvanecido. El Otro, que podía limitar un Yo soberano, se ha pulverizado y vuelto indistinto, de manera que ya no hay afuera para limitar el lugar de la soberanía. Durante la Guerra Fría, en una versión exagerada de la crisis de la modernidad, cualquier enemigo imaginable (desde los clubes de jardinería para damas y las películas de Hollywood hasta los movimiento de liberación nacional) podía ser identificado como comunista, es decir, parte del enemigo unificado. El afuera era eso que daba a la crisis del mundo moderno e imperialista su coherencia. Hoy en día, para los ideólogos de los Estados Unidos es cada vez más difícil señalar al enemigo, o más bien, parece que por todas partes hay enemigos menores e imperceptibles 6. El fin de la crisis de la modernidad da nacimiento a una proliferación de crisis menores y mal definidas en la sociedad imperial de control, o como preferimos decirlo, da nacimiento a una omni-crisis.
No es inútil recordar aquí que el mercado capitalista es una máquina que siempre ha ido al encuentro de cualquier división entre el adentro y el afuera. El mercado capitalista es contrariado por exclusiones y prospera incluyendo siempre números crecientes a su esfera. El provecho sólo puede ser generado por contacto, desarrollo, intercambio y comercio. La realización del mercado mundial constituirá la culminación de esta tendencia. Bajo su forma ideal, no hay afuera del mercado mundial: todo el planeta está en su dominio7. Podríamos utilizar la forma del mercado mundial como modelo para comprender en su integralidad la forma de la soberanía imperial. De la misma manera como Foucault ha reconocido en el panóptico el diagrama del poder moderno y de la sociedad disciplinaria, el mercado mundial podría servir adecuadamente (incluso aunque no sea una arquitectura; en realidad es una antiarquitectura) como el diagrama del poder imperial y la sociedad de control 8.
El espacio estriado de la modernidad constituye lugares continuamente libres y fundados sobre un juego dialéctico con sus afueras. El espacio de la soberanía imperial, al contrario, es liso. Podría parecer que está exento de las divisiones binarias de las fronteras modernas, o de cualquier estriaje, pero, en realidad, está recorrido a lo largo y ancho de tantas líneas de falla que sólo en apariencia constituye un espacio continuo, uniforme. En ese sentido, la crisis claramente definida de la modernidad, cede su lugar a una omnicrisis en el armazón imperial. En ese espacio liso del Imperio, no hay un lugar del poder —está en todas partes y en ninguna. El Imperio es un u-topos, es decir, un no-lugar.
El racismo imperial
El final del afuera, que caracteriza el paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control, muestra ciertamente uno de sus rostros más extraordinarios en las configuraciones cambiantes del racismo y de la alteridad en nuestras sociedades. De entrada, debemos señalar que se ha vuelto cada vez más difícil identificar las líneas generales del racismo. De hecho, escuchamos decir infatigablemente, de los políticos, de los medios, y aún de los historiadores, que el racismo ha cedido progresivamente en las sociedades modernas —desde el fin del esclavismo hasta los conflictos de descolonización y los movimientos por los derechos civiles. Sin duda han declinado ciertas prácticas tradicionales específicas del racismo, y podríamos estar tentados a ver en el fin de las leyes del Apartheid en África del Sur la clausura simbólica de toda una época de segregación racial. Desde nuestro punto de vista, sin embargo, es claro que por el contrario el racismo no ha cedido y que, en realidad, ha progresado en el mundo contemporáneo, tanto en extensión como en intensidad. Sólo parece haber declinado porque ha cambiado de forma y de estrategias. Si tomamos como paradigma de los racismos modernos las divisiones maniqueas entre adentro y afuera y las prácticas de exclusión (en África del Sur, en la ciudad colonial, en el sureste de los Estados Unidos, o en Palestina), debemos ahora preguntar cuál es la forma posmoderna y cuáles son sus estrategias hoy en día en la sociedad imperial de control.
Muchos analistas describen este paso como un deslizamiento en la forma dominante de la teoría del racismo, de una teoría del racismo fundada sobre la biología a una teoría racista basada en la cultura. La teoría racista dominante de la modernidad y las prácticas de segregación que lo acompañan se focalizan sobre diferencias biológicas esenciales entre las razas. La sangre y los genes son los que, detrás de las diferencias de color de piel, constituyen la verdadera sustancia de la diferencia racial. La gente subordinada es así concebida (al menos implícitamente) como diferente a humanos, como si pertenecieran a un orden diferente. Ciertamente podemos pensar en numerosos ejemplos del discurso colonialista que describen a los nativos usando atributos de animales como si no fueran humanos, como si fueran parte de una naturaleza diferente. Esas teorías racistas modernas fundadas sobre la biología implican o tienden hacia una diferencia ontológica —una ruptura necesaria, eterna e inmutable, en el orden de los seres. Como reacción a esta posición teórica, el antirracismo moderno se posiciona contra la noción de esencialismo biológico y afirma firmemente que las razas están más bien constituidas por fuerzas sociales y culturales. Esos teóricos antirracistas modernos operan a partir de la creencia de que el constructivismo social nos liberará del corsé del determinismo biológico: si nuestras diferencias están determinadas social y culturalmente, entonces todos los seres humanos, en principio, son iguales y pertenecen a un mismo orden ontológico, a una misma naturaleza.
El paso al Imperio, sin embargo, el paso a la sociedad de control, a la posmodernidad, ha implicado un desplazamiento en la dirección dominante de la teoría racista, de tal suerte que las diferencias biológicas, representaciones claves del odio y el miedo raciales, han sido reemplazadas por las significaciones sociológicas y culturales. La teoría racista imperial toma así al inverso la teoría antirracista moderna, y de hecho, coopta y retoma sus argumentos. La teoría racista imperial está de acuerdo en decir que las razas no constituyen unidades biológicas aislables y que no se podría dividir la naturaleza en razas humanas diferentes. Igualmente reconoce que el comportamiento de los individuos y sus capacidades o sus aptitudes no son el producto de su sangre ni de sus genes, sino que se deben al hecho de que pertenecen a diferentes culturas históricamente determinadas9. Así, las diferencias no son fijas e inmutables, sino efectos contingentes de la historia social. La teoría racista posmoderna y la teoría antirracista moderna están realmente diciendo en gran parte lo mismo, y es muy difícil diferenciarlas. De suerte que es precisamente porque se supone que esta argumentación relativista y culturalista es necesariamente antirracista, que la ideología dominante en nuestra sociedad parece estar hoy en día en contra del racismo, y que la teoría racista posmoderna parece no ser racista en lo más mínimo.
Debemos observar, no obstante, más de cerca sobre cómo opera la teoría racista imperial. Étienne Balibar califica este nuevo racismo de racismo diferencialista, un racismo sin raza, o más precisamente, un racismo que no reposa sobre un concepto biológico de raza. Aunque la biología es abandonada como fundamento y soporte, él dice, la cultura pasa ahora a cumplir el papel que jugaba la biología10. Estamos acostumbrados a pensar que la naturaleza y la biología son fijas e inmutables, pero que la cultura es plástica y fluida: las culturas pueden cambiar históricamente y mezclarse para suscitar híbridos infinitos. Sin embargo, hay un límite a la flexibilidad de las culturas en la teoría racista posmoderna. Pues, en último análisis, las diferencias entre las culturas y las tradiciones son insuperables. Es vano e incluso peligroso, según la teoría racista posmoderna, permitir o imponer una mezcla de culturas: los serbios y los croatas, los hutus y los tutsis, los afroestadounidenses y los coreanoestadounidenses deben permanecer separados. La posición cultural no es menos «esencialista» como teoría de la diferencia social que una posición biológica, o al menos establece una base teórica igualmente fuerte para la separación y la segregación social. Se trata de una posición teórica de un pluralismo indiscutible: todas las identidades culturales son iguales en principio. Ese pluralismo acepta todas las diferencias de lo que somos sólo en el tiempo en que estemos de acuerdo en actuar fundándonos sobre diferencias de identidades y mientras las preservemos como indicadores, tal vez contingentes, pero de hecho sólidos, de la separación social. La sustitución teórica de la raza o la biología por la cultura se encuentra así paradójicamente transformada en una teoría de la preservación de la raza. Este deslizamiento en la teoría racista nos muestra cómo la teoría imperial y posmoderna de la sociedad de control puede adoptar lo que se concibe, generalmente, como una posición antirracista (es decir, una posición pluralista contra todos los indicadores necesarios de la exclusión racial), conservando un sólido principio de separación social.
Debemos notar con mucha atención en este punto que la teoría racista imperial de la sociedad de control es una teoría de la segregación, no una teoría de la jerarquía. Allí donde la teoría moderna coloca una jerarquía entre las razas como condición fundamental que hace necesaria la segregación, la teoría imperial no se pronuncia sobre la superioridad o inferioridad, de principio, de las razas o los grupos étnicos diferentes. Esto lo considera como contingente, como una cuestión práctica. En otras palabras, la jerarquía de las razas es vista no como causa sino como efecto de las circunstancias sociales. Por ejemplo, los estudiantes afroestadounidenses de una cierta región tienen resultados generalmente más bajos en los test de aptitud que los estudiantes asioestadounidenses. La teoría imperial ve ahí el resultado, no de una inferioridad racial necesaria, sino de diferencias culturales: la cultura de los asioestadounidenses da lugar a una mayor importancia a la educación, estimulando a los jóvenes a estudiar en grupo, y así sucesivamente. La jerarquía de las razas es determinada solamente a posteriori, como efecto de sus culturas —dicho de otra manera, a partir de sus performances. De acuerdo a la teoría imperial, entonces, la supremacía y subordinación de las razas no es una cuestión teórica, sino que aparece a lo largo de la libre competencia, una especie de ley del mercado de la meritocracia cultural.
La práctica racista, por supuesto, no corresponde necesariamente a la autocomprensión de la teoría racista, que es todo lo que hemos considerado hasta este punto. A partir de lo que acabamos de ver, es claro que la práctica racista en la sociedad de control se encuentra privada de un soporte central: no dispone de una teoría de la superioridad racial, percibida como fundante de las prácticas modernas de la exclusión racial. Ahora bien, según Deleuze y Guattari, «el racismo europeo […] nunca ha procedido por exclusión, ni por la designación de alguien como Otro. […] El racismo opera por determinación de las diferencias de desviación, en relación al rostro del Hombre-blanco, que pretende integrar en las ondas más excéntricas y retardadas los trazos que no le son conformes. […] Desde el punto de vista del racismo, no tiene exterior, no hay gente en el afuera»11. Deleuze y Guattari nos llevan, en efecto, a concebir la práctica racista, no en términos de exclusión, sino de inclusión diferencial. Ninguna identidad es designada como Otro, nadie es excluido del dominio, no hay afuera. De igual manera que la teoría racista posmoderna no puede plantear como punto de partida las diferencias esenciales entre las razas humanas, la práctica racista posmoderna no puede comenzar por una exclusión del Otro racial. Lo propio de la supremacía blanca es desarrollar el contacto con la alteridad para enseguida someter las diferencias según los grados de desviación con el carácter blanco. Esto no tiene nada que ver con la xenofobia, que es el odio y el temor al bárbaro desconocido. Es un odio nacido de la proximidad y que se desarrolla con los grados de diferencia de la vecindad.
Lo que no quiere decir que nuestras sociedades estén exentas de exclusión racial —ciertamente están recorridas de numerosas líneas que crean un obstáculo racial, través de todos los paisajes urbanos y a través del mundo entero. Sin embargo, lo importante es que la exclusión racial aparece generalmente como un resultado de la inclusión diferencial. En otras palabras, sería erróneo plantear hoy en día como paradigma de la jerarquía racial las leyes del apartheid sudafricano o las leyes de Jim Crow. La diferencia no está inscrita en las leyes, y la imposición de la alteridad no llega hasta el extremo de la Otredad. El Imperio no piensa la diferencia en términos absolutos —no plantea nunca las diferencias raciales como diferencias de naturaleza, sino siempre como diferencias de grado, nunca las plantea como necesarias sino siempre como accidentales. La subordinación es realizada en los regímenes de las prácticas cotidianas que son más móviles y flexibles, pero que crean jerarquías raciales que no son menos estables y brutales.
La forma y estrategias adoptadas por el racismo posmoderno en la sociedad de control contribuyen más generalmente a poner en evidencia el contraste entre soberanía moderna y soberanía imperial. El racismo colonial, el racismo de la soberanía moderna, comienza por llevar la diferencia hasta el extremo y entonces recupera en un segundo momento al Otro como fundamento negativo del Yo. La construcción moderna de un pueblo se encuentra directamente implicada en esta operación. Un pueblo no se define solamente en términos de pasado común, de deseos o potencial comunes, sino ante todo en una relación dialéctica con su Otro, su afuera. Un pueblo (sea o no diaspórico) se define siempre en términos de lugar (sea virtual o real). En contraste, el orden imperial nada tiene que ver con esta dialéctica. En la sociedad de control, el racismo imperial, o racismo diferencial, integra a los otros en su orden y entonces orquesta esas diferencias en un sistema de control. Las nociones fijas y biológicas de los pueblos tienden así a disolverse en una multitud fluida y amorfa, a la que por supuesto atraviesan líneas de conflicto y de antagonismo, pero sin que ninguna aparezca como frontera fija y eterna. La superficie de la sociedad imperial se mueve continuamente, de tal suerte que desestabiliza cualquier noción de lugar. El momento central del racismo moderno se produce en su frontera, en la antítesis global entre adentro y afuera. Como lo ha dicho Du Bois hace casi cien años, el problema del siglo XX es el problema de la barrera del color. Pero el racismo imperial, pensando quizá en el siglo próximo, reposa sobre el juego de las diferencias y la gestión de microconflictualidades en un dominio continuamente en expansión.
Por supuesto, para mucha gente alrededor del mundo el relativismo racial del Imperio y su movimiento primero de inclusión universal es en sí amenazador. Estar afuera ofrece una cierta protección y autonomía. En ese sentido, podemos ver en el ascenso de diversos discursos de la diferencia, racial o étnica, esencial y original, una reacción de defensa contra la inclusión imperial. El ascenso del confucionismo en China o de los fundamentalismos religiosos en los Estados Unidos y en el mundo árabe plantean, todos a su manera, la identidad del grupo como fundado sobre orígenes antiguos y, en última instancia, inconmensurable con el mundo exterior. Así, hemos adoptado el hábito de comprender los conflictos étnicos en Ruanda, en los Balcanes y aún en el Medio Oriente como reemergencias de alteridades antiguas, irreprimibles e irreconciliables. Pero desde nuestra perspectiva, esas diferencias y conflictos no podrían comprenderse en el contexto de orígenes antiguos sino situándolos en la configuración imperial actual. El Imperio acepta siempre las diferencias raciales y étnicas que encuentra y las pone a trabajar; permanece a la sombra, observa esos conflictos e interviene cuando es necesario un ajuste. Cualquier tentativa de permanecer como Otro al Imperio resultará vana. El Imperio se nutre de la alteridad, relativizándola y gestionándola.
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Fotografía: BLOGHEMIA.