Por: LOBO SUELTO. 17/11/2020
A un año de la revuelta, publicamos una serie de entrevistas que realizamos en los meses posteriores al estallido en Chile. En esta primera entrega, la conversación con Vitrina Dystópica. Fotografías de Paulo Slachevsky.
El domingo 6 de octubre de 2019 entra en vigencia un nuevo aumento en las tarifas del Metro, en Santiago, el cuarto en menos de dos años. El “panel de expertos” que regula el precio del transporte público en la ciudad decide que a partir de ese día debían pagarse 30 pesos más para viajar. La medida genera fastidio en una población mayormente abrumada por el alto costo de la vida y cansada de los abusos.
La semana comienza con una convocatoria a concentrarse en algunas estaciones del metro para “evadir” los torniquetes y viajar sin pagar. La convocatoria la hace vía Instagram un grupo de estudiantes secundarios de uno de los colegios “emblemáticos” de la ciudad. En esos colegios la tensión era tal que los Carabineros dormían en sus techos.
En ese marco, el partido oficialista agudiza la represión y presenta un proyecto para sancionar penalmente a quienes evadan el transporte público. El miércoles 16, Clemente Pérez, ex presidente del Directorio de Metro durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, dice en horario central a un canal de noticias: “Cabros, esto no prendió. No se han ganado el apoyo de la población”. Pero el descontento se viraliza y las evasiones se propaga: cada día se suman más personas.
El viernes, al grito de “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”, cientos de estudiantes secundarios se autoconvocan en las bocas del metro, entran corriendo, en banda, de a cientos, y saltan los molinetes. Cantan, bailan, pintan las paredes de las estaciones y hasta queman algún vagón. El Gobierno invoca la Ley del Seguridad del Estado y anuncia severas sanciones contra quienes resulten responsables del ataque al metro. El descontento sale a la superficie.
Ese viernes 18 de octubre el transporte se suspende a las tres de la tarde y las personas que salen de trabajar deben volver a sus casas caminando. La ciudad está paralizada y, a la vez, se respira un aire de alivio. “No me importa tener que caminar para volver”, dice una mujer cuando descubre que el subte está cerrado. Otras y otros deciden quedarse en las calles a protestar. Y esa misma noche estalla la revuelta.
Suenan cacerolas, se toman las calles y las plazas, se montan barricadas, se atacan supermercados, centros comerciales, bancos y farmacias, todos identificados con abusos y estafas recientemente difundidos por la prensa. Se incendian, también, veinte estaciones de metro, una docena de buses y el edificio de ENEL, la empresa prestadora de servicios eléctrico.
El estallido se expande a lo largo de todo el territorio chileno. En Santiago, la ex Plaza Italia –ahora llamada Plaza de la Dignidad–, un lugar simbólico en la historia de las luchas sociales, se convierte en el epicentro de la protesta. El sólido neoliberalismo chileno se resquebraja: Chile despertó, dicen los propios chilenos. ¿Qué es lo que sucede? ¿Cómo se llegó hasta acá?
Una serie de respuestas, inspiradas y provisorias, las encontramos conversando con el colectivo Vitrina Dystópica. De las razones de los malestares a la genealogía de un movimiento recortado sobre una generación insubordinada: la generación del pinguinazo. La subjetividad antipolicíaca y el estar en bandas son marcas indelebles de esta fuerza de octubre. A continuación, las ideas más destacadas de ese encuentro.
Octubre estalla
(las luchas se transversalizan)
Chile reventó en octubre, ya no se aguantaba más. Fue una revuelta contra el saqueo organizado por los empresarios, contra un modo de vida insoportable, contra el “masoquismo del mérito” y la presión de ser reconocido, contra la violencia policial y contra todo un entramado político-institucional que en nuestro país es especialmente cruel. Hay mil motivos.
En Chile hay una privatización total de la vida. Hay un sistema masivo de endeudamiento. Los bancos y financieras, cada uno, te ofrece su tarjeta de crédito, las farmacias tienen su tarjeta, los supermercados tienen otra. ¡Sólo falta que las botillerías te den su propia tarjeta! Hay miles de líneas de endeudamiento y una flexibilidad muy grande. Y ante este problema, la única respuesta es más endeudamiento, una forma cada vez más fácil de hipotecarnos. Entonces cuando nos dimos cuenta de que no había respuesta posible, sucedió lo que está pasando ahora: todo estalla y se vuelve visible la lucha contra la privatización total.
De fondo, siempre está la idea de Chile como el “jaguar de Latinoamérica”, de que tenemos un modo de vida diferente al resto del continente. Está la figura, también, de la “barrera natural” que nos separa del resto de Latinoamérica, la Cordillera, un “cordón higiénico” de los pesares de la Argentina. “Somos distintos”, “estamos mucho más ligados a Europa”. Hay un deseo muy fuerte de ser blanco. Pero hace rato que todo eso se empezó a ir a la mierda.
La revuelta es, también, contra la corrupción. En los últimos cinco años hubo muchos casos en los que las policías y las fuerzas armadas aparecían robándose fondos públicos. Hubo casos de corrupción en el gobierno, sobre todo grandes transnacionales que estafan al Estado con muchísimo dinero y quedan impunes. Casos de colusión como el de los productores de pollos o el del papel higiénico. Pero, sobre todo, la sensación de que para los empresarios no hay ley, no hay penas. A lo sumo, los mandan a tomar clases de ética como ha quedado de manifiesto últimamente. Es muy indignante, porque es la impunidad total. Al mismo tiempo, la TV esconde bajo la alfombra estos casos haciendo un festín espectacular con “el flagelo de la delincuencia”, “que entran y salen por puerta giratoria”, buscando naturalizar las políticas de criminalización de la pobreza, especialmente contra lxs más cabros.
En 2007 se promulgó la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente, una ley que habilita la penalización de menores. Concretamente, los jóvenes pobres van en “cana” y los ricos no entran a ninguna cárcel. La fecha en la que sacan esa ley no es arbitraria, porque en el 2006 fue el pingüinazo.[1] Y en 2007 Bachelet impulsa esta ley que vuelve punible a niñas y niños desde los catorce años ¡Una ley de Bachelet, no de Piñera! Pero lo hace a su manera, con cinismo: articulando todo un discurso de la protección de las y los niñxs. Y empiezan a meter en cana a lxs más chicxs. Se dan casos de alta connotación pública, como el caso de un niñito de ocho, nueve años, al que llamaron “Cisarro”, que tenía una serie de delitos que se hicieron mediáticos para justificar esta ley. ¿Y a dónde lo meten? Ahí pasamos a otra cuestión que ya era sabida, pero que se volvió muy central desde el estallido: la crisis y la corrupción en el Servicio Nacional de Menores (SENAME). Más de dos mil niños han muerto en los Servicios de “Protección” de la niñez. También se revelaron abusos sexuales, muchísimos maltratos e, incluso, venta de órganos.
Entonces, en octubre estalla el caso de SENAME, estallan los casos de corrupción, estallan los casos de robo al fisco de las Fuerzas Armadas, estallan las “zonas de sacrificio”[2] y la muerte indiscriminada del pueblo mapuche. Serán todos esos elementos los que se empiezan a conjugar en un malestar que ya no tenía dónde ser alojado más que en la calle.
Y, al mismo tiempo, hay un componente transversal a las luchas o a los malestares. En las marchas hay hartas banderas mapuches, hay un sensibilidad con la lucha de los pueblos ancestrales que no se reduce sólo al mapuche, sino que se extiende a otras territorios “sacrificados” por el capital. Las “zonas de sacrificio”, como Quintero y Puchuncaví, zonas desoladas por la extracción de hidrocarburos, que comienzan a organizarse como comunas para poder luchar contra este destructor de la tierra y destructor de la vida. Y empieza a haber un eco muy interesante entre las luchas territoriales de las zonas de sacrificio con el pueblo mapuche. Empieza a haber un común ahí. Hay una experiencia de lo común que es clave porque todos se empezaron a dar cuenta de que el problema es el neoliberalismo y las policías que lo protegen.
Quebrar el consenso del miedo
(¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!)
Si hacemos una lectura de las poéticas de la revuelta, el elemento gatillador de esa transversalidad es la jugada que hacen los estudiantes secundarios. El armazón frágil del endeudamiento que cargamos durante los últimos treinta años se cae cuando nos damos cuenta de que no hay enemigo interno, de que no hay delincuentes, de que no hay vándalos. Cuando se quiebra el consenso del miedo y dejamos de legitimar la campaña mediática contra los estudiantes de secundaria, cambia completamente la perspectiva. Nos tenían encerrados mirando la televisión: “mira los delincuentes”.
Un tiempo antes del estallido los pacos dormían en los techos de las escuelas, por miedo a que los “delincuentes encapuchados” salieran a quemar cosas en la mañana. Ya habían metido policías en el interior de las escuelas. Los estudiantes secundarios estaban en un conflicto permanente, encerrados en cada una de sus escuelas y los especuladores del miedo extrayendo valor de ese confinamiento. ¿Qué valor? El valor miedo. El valor miedo permitía que la gente, frente al endeudamiento y la precarización de sus vidas, frente a los casos de corrupción, pusiera la atención ahí. Hay una política del autofinanciamiento, del endeudamiento, de la privatización y de la capitalización individual que tiene por regla el estar confinado. Lleva tu malestar a tu casa, adminístralo tú mismo, sácale provecho por medio de la lógica del sacrificio y el mérito, pero no lo expongas.
Los estudiantes secundarios estaban, también, un poco presos de esa lógica de pelear contra la policía. Hasta que se dan cuenta y empiezan a organizarse, ya no para pelear contra los pacos, sino para fugarse de la escuela. Se escapan del confinamiento que permitía la extracción del valor miedo. Y lo interesante es que salen hacia el Metro. O sea, se meten abajo de la tierra, donde va toda la gente apretada, y rompen los torniquetes. De estar encerrados en el interior de las escuelas, salen, se fugan y abren los torniquetes permitiéndole a la gente pasar sin pagar.
Y si bien se organizaron para fugarse, no se puede decir que sean organizados desde afuera. Está la CONES –que es la Coordinadora Nacional de Estudiantes Secundarios, hegemonizada por el Partido Comunista–, pero no es que eso haya sido organizado por los partidos de izquierda. Tú vas a una escuela emblemática, como a la que van estos chicos y chicas, y lo que ves son chicas lesbianas, disidencia, punks, aros, tatuajes, los chicos con sus cortes de pelo. Las escuelas parecen casas okupadas. En el interior suele haber murales de lucha contra la policía. Y muchos murales de y sobre la lucha del 2006, que son los que no se pueden tapar. El resto está todo rayado.
Aula Segura
(y las micropolíticas del miedo)
Hacía tiempo que los estudiantes de los colegios emblemáticos habían desatado la guerra contra la policía. Los colegios emblemáticos, en este caso colegios municipales, es de donde salen, o salían, los mejores puntajes para ir directamente a las universidades públicas.
Los estudiantes de estos colegios desde hacía tres años venían desarrollando prácticas de autoeducación, de enseñanza-aprendizaje alternativas. Venían criticando el modelo educativo, las políticas públicas macro, pero al interior de las escuelas ya habían empezado a desarrollar sus propias prácticas. En muchos aspectos, ellos habían tomado el control de las escuelas, celebraban las manifestaciones, hacían actividades en apoyo a las luchas mapuches, a las luchas de las mujeres y las disidencias. Incluso en muchas de estas escuelas habían armado oficinas de sexualidad y de género. Y tomaban posición en los conflictos sociales que se sucedían distribuidos en todo el país, y los incorporaban al interior de las escuelas.
Hace un tiempo, una integrante de un equipo de “convivencia escolar” de una de estas escuelas nos decía muy indignada que no podía entender a estos nuevos estudiantes que ya no se preocupan por “la educación” –como sí lo habían hecho los movimientos estudiantiles de 2006 y 2011–, sino por otros temas que “no le cabían a las escuelas”: “que el aborto, que los mapuches, que los perros, que los animales… ¡Esto ya no le compete a las escuelas! ¿Por qué no se preocupan por la educación?”. Hay un desconcierto total de los aparatos de convivencia. Y cuando prima el desconcierto suele aparecer la brutalidad represiva. Y esa fue la única respuesta que, finalmente, se dio: brutalidad represiva.
El conflicto en estas escuelas se agudizó en el último tiempo por el proyecto Aula Segura, que es una política de Estado, un protocolo que busca intervenir en las escuelas que están más politizadas. Lo que se permite el proyecto de ley Aula Segura es que todas las escuelas cuenten con un protocolo de expulsión. En 2015 Michelle Bachelet impulsa la modalidad de “escuelas inclusivas”, una modalidad en la que las escuelas ya no podían efectivamente expulsar. Igual es muy hipócrita el concepto que usan: no se podía expulsar, sino que debían “garantizar el cambio de ambiente”. Es un eufemismo asqueroso. Entonces, no expulsaban para no dejar a lxs estudiante sin clases, sino que le reasignaban otra escuela, una escuela “de acuerdo a sus condiciones”. Y así es como hay escuelas realmente convertidas en vertederos de estudiantes. Los sacaban y los cambiaban todos a las mismas escuelas que son principalmente muy periféricas, donde la educación es mala y donde, al mismo tiempo, solo hay conflictos. ¡Que se acuchillen entre ellos!
En cambio, vino Piñera y dijo: “vamos a garantizar que los estudiantes puedan tener todos educación y para eso les vamos a otorgar a los directores de escuela las facultades que se les habían quitado”. Y lo que volvieron a reponer fue esa potestad de expulsar a través de Aula Segura. Concretamente, lo que hace es acelerar los tiempos de una expulsión. En lugar de durar quince días, la investigación –el “debido proceso”– pasa a ser solo de cinco. Es una suerte de judicialización de las escuelas. Si un profesional del área de “convivencia escolar” identificaba a un estudiantes desarrollando una asamblea o convocando a un par a una movilización, podía denunciarlo de manera anónima para que se le hiciera una investigación. Y se activaba el “debido proceso”. La investigación podía durar hasta dos meses para garantizar que el estudiante fuera expulsado, pero a los cinco días el estudiante ya estaba fuera del aula, suspendido.
Contra la educación de mercado
(la generación del pingüinazo)
Esto, naturalmente, no es nuevo. Desde 2006, desde el “pingüinazo”, el Estado chileno está en guerra contra los estudiantes. En esos años se contagió el malestar con respecto a la privatización de toda la educación chilena; ya no solamente la privatización de la educación superior, sino la privatización de todo el sistema educativo.
Ya había movilizaciones muy fuertes desde 2004, en la Universidad, contra el Crédito con Aval del Estado (CAE)[3], que a su vez retomaban las luchas contra el neoliberalismo que había dado con mucha tenacidad el movimiento estudiantil universitario de los ’90. Pero ahora se extendía a las escuelas secundarias, que fueron tomadas. En ese proceso también se empiezan a recomponer las coordinadoras estudiantiles a nivel zonal –zona norte, zona sur, etc.–, que es algo que no había pasado antes. Es decir, empiezan a ponerse en diálogo los diferentes estudiantes de diferentes escuelas. Justamente, las escuelas privadas –que siempre están al margen de todas las movilizaciones– empiezan a sumarse a los paros y a las tomas. Esa trama de solidaridad fue sumamente importante, porque articuló y transversalizó a todo el movimiento. Ya no eran solamente los estudiantes de las escuelas públicas municipales pidiendo una educación de calidad, sino que eran, incluso, los estudiantes que tenían privilegios los que estaban luchando contra sus propios privilegios. Y por la posibilidad de que todos tuvieran los mismos. Entonces, esa puesta en común del malestar fue muy interesante.
En suma, en 2006 se decreta, transversalmente, la guerra contra la “educación de mercado”. Una de las consignas centrales de aquellas movilizaciones pedía que los colegios volvieran al Estado, dado que habían sido municipalizados sobre el fin de la dictadura mediante la Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE). Se luchaba contra esa ley que garantizaba el entramado constitucional de la educación de mercado.
En cierto modo, esa lucha fue traicionada a partir de 2007, o así lo entendimos los estudiantes de secundaria que acusamos a la CONFECH –que es la Confederación Nacional de Estudiantes de Chile– de haber pactado con el gobierno de Michelle Bachelet para que la LOCE fuera reemplazada por otra –la Ley General de Educación (LGE)–, que dejaba intacto tanto el principio de autofinanciamiento como el Crédito con Aval del Estado. Por esa traición hubo una fractura entre el movimiento universitario y el secundario, que va del 2007 al 2010. También en ese momento la CONFECH expulsa a la FEP (Federación de Estudiantes del Instituto Pedagógico), que era más anarca, más radicalizada, sin el formato “republicano” de la CONFECH, sino un formato más libertario, con una Asamblea que funcionaba mediante democracia directa y sin presidente, solo con voceros. Hubo una fractura total. Son tres años de disputa al interior del movimiento.
Políticas de la fragmentación
(del Estado)
Una de las principales líneas estratégicas de la dictadura consistía en fragmentar el gran órgano social del Estado. También en la educación. De hecho, lo que hizo la dictadura de Pinochet con la Universidad de Chile es muy significativo: la desmembró, la destruyó, la aranceló y le cambió el nombre.
Había tres grandes universidades en el momento del golpe, la Universidad de Chile, que es de 1842, la Universidad Técnica del Estado y la Universidad Católica. La Universidad de Chile era una sola institución en todo el país. Lo que hizo Pinochet fue fragmentar y atomizar ese gran cuerpo social que se extendía en todo el territorio nacional y hacer que cada una de las sedes fuera una universidad autónoma. También la separó del Instituto Pedagógico, que es de 1889, y es un histórico bastión de la izquierda. Este Instituto tenía otras sedes, como la de Valparaíso –que hoy se llama Universidad de Playa Ancha–, pero que a su vez todas pertenecían a la Universidad de Chile. Pero en 1983, luego del cambio de la Constitución –que fue en el ‘80– el Instituto Pedagógico pasa a llamarse Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación.
Hay un desmembramiento organizado por el neoliberalismo de todo el sistema de Estado que permitió que lo público se privatizara. Pero no solamente se privatiza “por fuerza de ley”, sino que la conducen hacia un modo de gestión eminentemente neoliberal, por más que sigan siendo universidades públicas. Y el principal mecanismo para imponer este modo de gestión es el “autofinanciamiento”. Impedir constitucionalmente que el Estado pueda sostener su propia universidad pública e impulsar a que estas funcionen y se gestionen como universidad privada. Esta es una de las herencias más contundentes, pero a la vez más resistidas, de la dictadura. Y ese principio de autofinanciamiento se fortalece aún más con el Crédito con Aval del Estado, porque se bancariza, por un lado, endeudando a los estudiantes y, por consiguiente, endeudando a las universidades. El CAE en un momento llegó a tener un interés del 6%. Y después lo bajaron a 4%. Y ahora, recién el año pasado, con mucha lucha de por medio, lo bajaron a 2%.
Al mismo tiempo, es una lógica que se replica en otras áreas del Estado, como en el Sistema de Pensiones. Ahí se expresa la misma lógica: la de la capitalización individual. Esta es, sin duda, una de las grandes columnas del consenso neoliberal instaurado por la dictadura: que todos se subjetiven de acuerdo a un principio de capitalización individual. Y las instituciones educativas empiezan a funcionar también de la misma forma.
Por eso las universidades públicas hoy están en una lucha permanente por sobrevivir, porque no tienen fondos, inversiones, para poder entrar en competencia con las universidades privadas. Muchas públicas, como el Pedagógico, no tienen presupuesto para investigar, por lo que queda muy en desventaja respecto de otras universidades, sobre todo privadas, que sí lo tienen. Una universidad sin investigación no puede competir con las que sí lo hacen. Y las que sí lo hacen son, principalmente, universidades privadas, que invierten en investigación –hacen papers, venden modelos o proyectos– y eso les permite rentabilizar su quehacer. Y lo peor es que le venden su conocimiento a las instituciones públicas. Las grandes reformas públicas, como la del Transantiago, fueron investigaciones y gestiones hechas por universidades privadas. Porque las universidades públicas no tienen la fuerza para poder administrar las políticas del Estado. Es una política de debilitamiento cuyo origen se remonta a la dictadura.
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Fotografía: LOBO SUELTO.