Por: Joan Santacana Mestre. 14/06/2021
Un artículo de Joan Santacana.
En estos tiempos de obligado encierro, he tenido ocasión de visionar innumerables series de las que ofrecen las plataformas digitales al uso. Y en este ejercicio, resulta casi obligado consumir producciones norteamericanas. Una de las cosas que me ha sorprendido de ellas es el riguroso código moral que aparece en la gran mayoría de ellas. Hay partes del cuerpo que no se muestran casi nunca, aun cuando se insinúan de forma insistente, casi obsesivamente. Ello me ha provocado algunas reflexiones de naturaleza histórica que me propongo compartir.
Es bien sabido que todos nosotros, así como la sociedad norteamericana, generadora de tantas series televisivas, por el solo hecho de haber nacido en el seno de una cultura de raíz cristiana, estamos inmersos en una moral sexual básicamente represora. Cuando se analizan las tradiciones culturales de Occidente, esta realidad se hace evidente. El cristianismo medieval se caracterizó por la sospecha y la condena de la desnudez en el arte y la concepción de la sexualidad como un pecado que era necesario expiar. El desnudo parece estar demonizado en el arte medieval, y al igual que ocurre en Facebook, era algo infame que solo se veía en las representaciones del infierno, con un toque macabro. El cristianismo vinculó el erotismo con el mal, un mal esencial, inexplicable. Solo restaba añadirle la culpa y la expiación. Esta noción era nueva y rompía con el ideal clásico, griego y romano.
En general, las comunidades germánicas cristianizadas a finales del siglo VI no aceptaron fácilmente la disciplina que en materia sexual imponía la Iglesia, en parte porque se oponía a sus tradiciones; este fue el caso visigodo. De todas formas, con la cristianización se iba imponiendo en Europa un nuevo tipo de estructura familiar, conformándose la familia como grupo unitario corresidencial formado por un hombre y una mujer y sus descendientes. No sabemos cuándo se consolidó este cambio. En la época carolingia, a partir de finales del siglo VIII ya es posible observarlo. Los administradores de Carlomagno, cuando confeccionaron los registros de población con finalidades fiscales, registraron unidades familiares compuestas por un grupo corresidente de descendencia básica masculina, y este patrón se fue imponiendo tanto en las familias de la aristocracia carolingia como entre los campesinos. El grupo familiar integraba a otros miembros colaterales. Toda opción sexual de cada miembro de esta unidad familiar afectaba a todos los demás; por ello, el matrimonio no era un asunto privado y particular, de un par de individuos, sino de todo el grupo. De esta forma, el linaje paterno fue tomando preeminencia sobre el materno y las familias se identificaban por vía masculina. Pero lo que en realidad unía a la familia era el vínculo sexual entre un hombre y una mujer. Por ello, el matrimonio era válido cuando se consumaba, es decir, cuando había coito. Juan Damasceno (675-749), un teólogo bizantino influyente, escribió:
«Que cada hombre disfrute de su mujer […] No tendrá que ruborizarse, sino que podrá llevarla al lecho, día y noche. Que hagan el amor, manteniéndose el uno al otro como hombre y mujer y exclamando: «¡No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo!» [1 Cor. 7,5]. ¿Os abstenéis de tener relaciones sexuales? ¿No deseáis dormir con vuestro marido? Entonces aquel a quien negáis vuestra plenitud, saldrá y hará el mal, y su perversión se deberá a vuestra abstinencia».
Pero esta idea no fue compartida por toda la élite eclesiástica; así, san Isidoro, en Sevilla, predicaba una idea peyorativa de la relación sexual, incluso dentro del matrimonio; el sexo era intrínsecamente malo y debía limitarse al máximo. Gregorio Magno creía respecto al sexo que todo en él era pecado. Así, se fue desencadenando una auténtica guerra contra el placer sexual. Solo se podía permitir a efectos de reproducción. De esta forma, el matrimonio que se impuso en el Occidente cristiano contraponía, por una parte, la unión sexual como base y, al mismo tiempo, la aversión al sexo. Pero todo este proceso fue lento en el tiempo y tardó en imponerse. Pero una cosa era cierta y no admitía réplica: el placer sexual en la cama era indecoroso y estaba prohibido, dado que el objetivo del coito era la reproducción. Por esta razón, la única posición coital aceptada era la del hombre arriba y la mujer abajo; todo lo demás podía ser considerado antinatural. Las razones de esta regulación hay que buscarlas en la imagen agraria de la plantación: la semilla que se introduce en la tierra para que florezca; pero también había otra razón implícita: el dominio del varón sobre la hembra. O sea, se trataba de una imagen simbólica de la subordinación natural que la mujer debía al hombre y que tenía su reflejo en la norma jurídica. La posición invertida presuponía que la mujer llevaba la iniciativa y le proporcionaba más placer, mientras que el varón quedaba sometido a ella. Ni que decir tiene que las relaciones íntimas de tipo anal u oral resultaban absolutamente repugnantes para la moral predicada por la Iglesia medieval, dado que su finalidad exclusiva era el placer y no la reproducción; esta misma regla se aplicaba a las relaciones homosexuales, consideradas antinaturales.
Toda esta codificación moral, sin embargo, no regía la vida de la mayoría de la gente. La prostitución y el adulterio fueron prácticas habituales e incluso la práctica matrimonial estuvo muy alejada de la prédica de los padres de la Iglesia, y ello fue así en el mismo seno de la familia imperial carolingia. Hasta aquí nuestra tradición medieval, que ha pervivido, con alteraciones a lo largo de casi un milenio.
Sin embargo, desde principios del siglo XX, es el cine el que constituye un catalizador para las nuevas formas de sexualidad. Hemos visto cómo muchos gobiernos aprobaron normativas moralistas, como el código Hays en Estados Unidos, para frenar en la pantalla cinematográfica lo que se consideraba como comportamientos depravados. Estas directivas condicionaron la actividad de los diversos estudios cinematográficos, singularmente los de Hollywood: las películas no podían incluir escenas de desnudos ni contar con vestimentas que dejaran a la vista partes del cuerpo consideradas inapropiadas, ni con escenas subidas de tono, y mucho menos con escenas sexuales o provocativas —ya fueran heterosexuales u homosexuales—. Pero algunos guionistas y directores, no obstante, bordearon la ley haciendo películas cuyo objetivo simulado era prevenir contra los peligros de la libertad sexual; así, en 1938, el director Dwain Esper (1894-1982) logró burlar la censura en Sex madness. En este filme, con el supuesto objetivo de prevenir a los jóvenes de la sífilis, se mostraban fiestas salvajes, lesbianismo y relaciones sexuales prematrimoniales, presentadas como algunas de las formas de locura. Posteriormente, en 1946, Charles Vidor (1900-1959) rodó Gilda, con Rita Hayworth, donde la actriz se quita lentamente los guantes mientras baila y canta ante la mirada cándida de Glenn Ford, dejando claro que el erotismo y la provocación son poderosos estimulantes de las mentes de la gente, ya que, con las sonrisas, la mirada, los gestos y la simulación de estar desnudándose, no era necesario hacerlo para que el cuello, los hombros o los brazos tomasen un cariz erótico. Mientras estuvo vigente el código Hays, desde 1934 al 1967, la regulación de la moralidad de la pantalla siguió sus pautas. Pero hoy, este código no existe en realidad y, sin embargo, parece estar vigente en las producciones norteamericanas que nos ofrecen muchas plataformas digitales. Es como si Carlomagno se hubiera reencarnado…
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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Fotografía: El cuaderno digital