Por: Alfredo Apilánez. Rebelión. 13/04/2018
Jaime Semprún, “Enciclopedia de la nocividad”
“¡Omnia sunt communia!” (“¡Todo es común!”). Ante el pasmo del secretario municipal, que tuvo que solicitar la repetición de la extravagante fórmula, el concejal de Ahora Madrid Guillermo Zapata“adornó” de tal guisa la promesa de su cargo en la puesta de largo del ayuntamiento del cambio tras su éxito rutilante en las elecciones de 2015. Tanto Zapata como otros concejales electos estaban muy vinculados al Patio Maravillas -un centro social okupado que se definía como ‘un común urbano’- y expresaban de este modo su rechazo al fulminante desalojo –un nada sutil aviso para navegantes- ejecutado en las últimas horas del mandato de la inefable Ana Botella. La rotunda sentencia, originaria del filósofo escolástico Tomás de Aquino, fue popularizada en el siglo XVI por el atrabiliario pastor Thomas Müntzer, símbolo del protestantismo revolucionario, que ejerció su carismático liderazgo durante la sangrienta guerra de los campesinos alemanes de 1524, también conocida como la revolución del hombre común. ‘¡Omnia sunt communia!’ era el grito que proferían los siervos de la gleba que, apremiados por la miseria rampante, reclamaban el restablecimiento de los derechos de uso común sobre los pastos y los bosques y la reducción de la presión asfixiante de las cargas señoriales.
La anécdota refleja la enorme extensión que han alcanzado el paradigma del ‘común’ y sus frondosas ramificaciones (bienes comunes, procomún, comunales, comunes inmateriales) en los ámbitos relacionados con la constelación de movimientos sociales, fundaciones, think tanks y departamentos universitarios que fungen de compañeros de viaje de las fuerzas de la llamada nueva política. La ‘defensa de los bienes comunes’ destaca como eje fundamental en los programas de Ahora Madrid, Barcelona en Común, la Marea Atlántica y demás exitosas plataformas municipales, sedicentemente herederas de la explosión popular quincemayista. Los altavoces del nuevo credo se extienden por doquier. La jerga refrescante del procomún coloniza los espacios de reflexión y de elaboración de “dispositivos” de intervención “tecnopolítica”, ocupados en su mayoría por jóvenes graduados universitarios con elevado capital cultural y fuerte implicación en la pléyade de colectivos alumbrados al calor del nuevo ciclo político surgido tras el 15-M. La Hidra Cooperativa, la librería Katakrak, La Casa Invisible, la editorial Traficantes de Sueños, la librería Synusia y otros espacios para ‘el común’, aglutinados en torno a la casa madre de la Fundación de los Comunes, alimentan la profusa actividad cultural, editorial y periodística que rinde culto al flamante evangelio comunal. El lenguaje inclusivo y dulcificado –autotutela de derechos, empoderamiento emocional, conocimiento abierto, gobernanza cooperativa, economía de los cuidados…- impregna los discursos de los líderes del nuevo municipalismo transformador, procedentes de las canteras donde se han ido cincelando -en íntima simbiosis con el asalto a los cielos de las huestes de Podemos- las herramientas de la revolución ciudadana. Todos ellos porfían por capitalizar el frenesí de empoderamiento ciudadano que aprovechará la ‘ventana de oportunidad’ que la dichosa crisis de legitimidad del régimen del 78 ofrece para arrebatar las demediadas instituciones a la casta y devolvérselas al pueblo soberano.
La nebulosa de los comunes es pues a la micro-política municipalista lo que el fulminante asalto a los cielos del populismo “podemita” pretendía ser a la macro-política parlamentaria. Se trataría del correlato ‘desde abajo’ de la papilla postmoderna de Gramsci y Marx que, a través de la moda Mouffe-Laclau, vertebró el renovador discurso de Podemos y la fugaz hegemonía del nuevo populismo ‘errejoniano’ de los significantes vacíos. César Rendueles, uno de los referentes intelectuales de la nueva izquierda, miembro de Podemos y coautor con Joan Subirats de un ensayo sobre los ‘comunes’, no puede contener su asombro ante la enorme extensión de la moda comunal, cuyo influjo llega incluso al terreno del enemigo: “Es realmente impresionante el modo en que en diez años se ha difundido el vocabulario relacionado con los bienes comunes entre personas que provienen de espacios sociales y tradiciones intelectuales muy diversas. Es evidente que se ha convertido en un elemento esencial del bagaje conceptual de ecologistas, tecnólogos, feministas, economistas heterodoxos, artistas y ciberactivistas. Pero es que incluso ha pasado a formar parte del léxico cotidiano de los agentes políticos y las instituciones públicas. Hasta las empresas y los bancos lo emplean en su publicidad”.
Los promotores del nuevo credo pugnan por convertirlo en el centro neurálgico de la reflexión sociopolítica del pensamiento transformador, superando las trasnochadas categorías decimonónicas de los clásicos del socialismo marxista o del anarquismo. Las viejas palabras herrumbrosas –clase, comunismo, explotación, expropiación…- han desaparecido del acervo o de la caja de herramientas de la nueva política. Laval y Dardot, autores del texto ‘Común’, subtitulado pomposamente ‘Ensayo sobre la revolución del siglo XXI’, teorizan profusamente sobre la necesidad de instituir lo común como el término central de una lógica de pensamiento capaz de salir de los impasses de la política del siglo XX y del paradigma de la modernidad (izquierda/derecha, Estado/mercado, público/privado): “Y ésta es también la razón por la cual no hemos querido construir uno de esos “grandes relatos” que la posmodernidad descalificó ampliamente: lo común no toma de ningún modo el relevo de la “emancipación del ciudadano”, de la “realización del Espíritu” o de la “sociedad sin clases” (por retomar los principales relatos mencionados por Lyotard en La condición posmoderna, de 1979)”. Michael Hardt y Toni Negri, celebérrimos popes del posmodernismo pseudomarxista, en el último tomo de su monumental trilogía sobre el ‘nuevo orden biopolítico del mundo’, subtitulado nada menos que ‘El proyecto de una revolución del común’, defienden la idea del ‘común’ como ‘vía de superación de la oposición entre lo privado y lo público y de la política en la que se basa dicha oposición’. El mencionado Joan Subirats, el mayor apóstol y divulgador de los ‘comunes’ en la piel de toro y actual comisionado de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, insiste machaconamente en subrayar la necesidad de la innovadora cuña en la que se inserta la “hipótesis” comunal, como vía alternativa a la vetusta dicotomía (cual si se tratara de mónadas autónomas) entre lo privado y lo estatal: “los bienes comunes exigen una forma de racionalidad diversa de la que ha dominado tanto tiempo la escena del debate económico, social y político. Nos referimos a la lógica binaria que nos obligaba a escoger entre propiedad pública o privada (…) Desde hace muchos años, la pugna, la tensión, se ha establecido únicamente entre las formas privadas de gestión de los asuntos colectivos y las formas estatales de gestión de los mismos”.
La Fundación de los Comunes expresa su voluntad de contribuir a la difusión del nuevo evangelio sustituyendo la presencia hegemónica del pensamiento revolucionario de la época dorada del movimiento obrero por el nuevo ‘kit constituyente’ (sic): “pretendemos poner nuestro grano de arena para la constitución de ese kit constituyente del que habla Rancière. “¿Qué tenía el movimiento obrero de finales de XIX, primera mitad del XX? Herramientas de análisis propias, formas de vida propias, algo no solo alternativo, sino sustitutivo, constitucional, fundacional.”
Distanciándonos del triunfalismo que desprenden las sospechosamente exageradas fanfarrias que entronizan lo ‘común’ como el término central de la nueva lógica de pensamiento político del siglo XXI, propondríamos tres ejes, sólo aparentemente heterogéneos, con presencia destacada en el código genético del evangelio comunal: el posmodernismo pseudoizquierdista, con todo el oropel de su neolengua “idealista”, como paradigma ideológico; el aroma autogestionario de la ‘recuperación de los comunes’, despojado casi completamente del andamiaje, radicalmente “ilegalista”, característico de la tradición anarquista, como propuesta práctica y el sustrato economicista de cariz ortodoxo, basado en la eficiencia de la gestión colectiva de los recursos de uso común frente al aprovechamiento exclusivo de los derechos de propiedad privada, como fundamento teórico. El resultado de semejante amalgama es un análisis sumamente deficiente del capitalismo actual combinado con una práctica política profundamente reformista (caracterizada, a pesar de su pretensión renovadora, por la clásica boutade bernsteniana: “La meta final no representa nada; el movimiento lo es todo”).
¿Cuál es el origen histórico de un paradigma con tales pretensiones de devenir el eje vertebrador de la reflexión teórica que alumbre una renovada práctica socio-política con aspiraciones emancipatorias? ¿Tiene algo de realmente novedoso un concepto que, a pesar de la neolengua utilizada, aparentemente no hace otra cosa que remitirse a la secular tradición autogestionaria de raigambre anarquista? ¿Cuál es, en fin, la articulación de su conexión -en las antípodas, por cierto, de la tradición libertaria- con la praxis política institucional de la nueva izquierda ciudadanista?
En el aplastamiento sistemático de las conquistas del Estado del bienestar bajo la apisonadora de las políticas neoliberales reside -junto con la penosa agonía del estatismo burocrático y el movimiento comunista internacional- la clave para entender el origen de la “tercera vía” que representa la moda comunal. Tras el prolongado auge de los “treinta gloriosos”, con su mitificado aroma de explotación mitigada y colaboración de clases, el final del espejismo que generó la esperanza en la viabilidad de un capitalismo dulcificado se plasma en el ataque furibundo contra las condiciones de vida de las clases populares y la privatización de los servicios públicos del welfare state. A principios de los años setenta –con el Nixon Shock como olvidado pero decisivo desencadenante simbólico-, la alarmante merma de la rentabilidad del capital propulsa la hipertrofia de capital ficticio –productos financieros derivados que multiplican centenares de veces la riqueza real- generada por el crecimiento disparatado del dinero-deuda creado por la banca y la sobreexplotación del trabajo. La mutación adaptativa del sistema de la mercancía en la fase neoliberal responde pues a las crecientes dificultades de realización productiva de la ganancia y no a un malévolo proyecto de las élites para aplastar los restos del movimiento obrero y del Estado del bienestar, acaparando una parte cada vez mayor del pastel de la riqueza social. El endurecimiento de la política del capital se centra en la extracción de rentas y ganancias extraordinarias de las privatizaciones masivas de monopolios y servicios públicos y en la generación de colosales burbujas de activos inmobiliarios, dando rienda suelta a la ingeniería financiera mediante la liberalización total de los mercados de capitales. Tales cimientos sustentan el crecimiento exponencial de lo que el economista marxista Michel Husson denomina ‘plusvalía no acumulada’, que huye de su destino natural hacia la inversión productiva para multiplicarse desorbitadamente en la nebulosa financiera.
La pérdida de soberanía monetaria de los estados -consagrada en la UE con el tratado de Maastricht, donde se crean la moneda única y el BCE-, compelidos a endeudarse en los mercados “libres” debido a la camisa de fuerza que representa la prohibición de recibir financiación directa del ‘dueño del euro’, consuma la amputación de las herramientas redistributivas tradicionales y la imposibilidad de realizar políticas keynesianas de estímulo fiscal de la demanda agregada. Quedan así postrados a los pies de los tiburones de las finanzas internacionales y de la banca corporativa, que les someten al chantaje del cese de la financiación de la deuda o la degradación crediticia en caso de pretender realizar “irresponsables” políticas inflacionarias de aumento del gasto o de las transferencias sociales.
En el análisis teórico que sirve de base a la eclosión del paradigma del ‘común’ en los nuevos movimientos transformadores, el empeño en construir un relato simplista, que conserve la ilusión de la posibilidad de revertir el embate neoliberal a través de las mutiladas palancas institucionales, hace que tal conclusión sobre la impotencia de la vía estatal-legalista para contener los desmanes del capital financiero desaparezca.
Castro, y Martí, de La Hidra Cooperativa, uno de los nodos de la Fundación de los Comunes en Barcelona, concretan la inserción de la hipótesis del ‘común’ en la encrucijada de la destrucción del Welfare State ante el embate neoliberal: “Entendemos que si el análisis de los comunes es relevante hoy en día es porque puede ser una herramienta eficaz frente a la descomposición de las instituciones del Estado del Bienestar y una forma de organización política desde la base a través de la cual la forma del Estado neoliberal pueda ser confrontada y trascendida”.
Laval y Dardot, citando a la filósofa ecofeminista india Vandana Shiva, describen el imperativo de la lucha política de nuestra época como la necesidad de ‘recuperar los comunes’: “Si la globalización neoliberal es el cercamiento final de los comunes –nuestra agua, nuestra biodiversidad, nuestros alimentos, nuestra cultura, nuestra salud, nuestra educación– recuperar los comunes es el deber político, económico y ecológico de nuestra época”. Difícil no obstante superar la metafísica idealista que rezuma la extravagante descripción que hace Negri de la esencia de la financiarización como “extracción del común”, desplazando olímpicamente el eje de la lucha de clases de su antagonismo clásico al nuevo paradigma: “La segunda figura en la que se encarna esta nueva forma de explotación es la financiarización, que representa la forma en la que el capital mide la “extracción del común”. Se podría decir que el dinero es la figura perversa y la total mistificación del común. (…) El capital pierde así su dignidad (sic), que consistía en su capacidad para organizar la producción e imprimir a la sociedad un desarrollo. Ahora, el capital es obligado a reorganizar y mostrar, en forma extrema, su naturaleza antagonista. Eso significa que la lucha de clases se desarrolla alrededor del común”.
A pesar de los denodados esfuerzos de las luminarias del posmodernismo por situarlo en el núcleo del análisis socio-político, el nuevo artefacto no habría tenido apenas impacto en los ámbitos serios del pensamiento científico-social ni habría colonizado los ‘tanques de pensamiento’ de las fuerzas del cambio, sin el baño de respetabilidad proporcionado por los trabajos previos de la economista estadounidense Elinor Ostrom. Sus desarrollos teóricos –fundamentalmente el texto ‘El gobierno de los bienes comunes’, publicado en 1990, en plena hegemonía de la ortodoxia neoclásica-neoliberal- ofrecen la fundamentación rigurosa, frente al dogma de la primacía absoluta de la gestión privada, característico de la economía convencional, de la viabilidad de la gestión colectiva de ciertos recursos de uso común. Subirats resume su aportación, merecedora del pseudopremio Nobel de economía de 2009: “La labor investigadora de la profesora de la Universidad de Indiana logró recoger multitud de experiencias que demostraban que la existencia de espacios y bienes comunales, es decir, la no atribución de propiedad específica a sus usuarios, no conllevaba inevitablemente la sobreexplotación de los recursos y la pérdida y erosión de ese patrimonio. De esta manera respondía a la influyente obra de Garrett Hardin (1968), que situaba a los bienes comunes en una lógica de explotación descontrolada que forzosamente acababa en ‘tragedia’”. El planteamiento de Ostrom–dentro del estrecho marco de la teoría de juegos y de la axiomática de modelización de la conducta racional, característicos del análisis microeconómico de la ‘Nueva Economía Institucional’- ofrece una vía de gestión de los recursos comunes -definidos según parámetros convencionales como de ‘alta rivalidad’ y ‘difícil exclusividad’- basada, frente a la despiadada racionalidad individualista de la microeconomía neoclásica, en la cooperación entre los usuarios. Montes que se manejan de forma comunal, cofradías de pescadores, programadores de software libre, cooperativas que apuestan por una energía sostenible, iniciativas de crédito colectivo o grupos educativos de crianza compartida conforman el paisaje de autoorganización social alumbrado por el nuevo campo de estudio.
Con su inclusión en la estela de la escuela teórica iniciada por Ostrom, el flamante evangelio goza ya, en las antípodas de las etéreas disquisiciones de los santones de la posmodernidad, del marchamo de rigor que le permitirá ser un ‘elemento esencial del bagaje conceptual de ecologistas, tecnólogos, feministas, economistas heterodoxos, artistas y ciberactivistas’ además de fuente inagotable de tesis universitarias y de plúmbeos simposios autoformativos.
No obstante, Ibáñez y de Castro destacan el alcance sumamente restringido del uso de semejante aparato teórico, extraído del laboratorio de la ortodoxia académica y purificado de contaminación alguna con las relaciones de producción imperantes, como fundamento de una herramienta de cambio político-social: “Pero la virtud de una mayor formalización teórica y una mayor precisión en la conceptualización de los «bienes de uso común» se realiza a costa de reducir la alternativa de la gestión común a los huecos que la economía capitalista decida ir dejando libres. Pues aquí «los comunes» dejan de ser un fenómeno social total, que requiere de un entramado social y político propio (por tanto, necesariamente conflictivo con la lógica dominante), para pasar a ser una gestión económica alternativa de determinados recursos”. Se trata pues de un discurso economicista, preocupado fundamentalmente por la eficiencia y sin ninguna conexión con la construcción de sujetos políticos anticapitalistas. Una mercancía convencional como una lavadora -y no digamos una fábrica o una vivienda-, así como cualquier otro bien mercantil producido con el trabajo social generador de plusvalía, que sirvió de núcleo originario al análisis de la mercancía en el monumental artefacto crítico construido por Marx en El Capital, queda fuera del restringido ámbito de estudio de los recursos de uso común.
“Tenemos tan integrados y asumidos ciertos valores capitalistas que no nos damos cuenta del absurdo que supone tener una lavadora en cada casa”. La rotunda afirmación corresponde a Unai, vecino del barrio okupado vitoriano de Errekaleor, una de las comunidades autogestionadas más importantes del país. ‘Errekaleor bizirik’ (‘Errekaleor vivo’) representa un magnífico ejemplo en curso de experiencia anticapitalista, fundamentada en relaciones de apoyo mutuo y solidaridad desde abajo y, por tanto, una muestra fehaciente del significado verdaderamente socializador que puede tener la ‘recuperación de los bienes comunes‘: ”Vamos a dar un paso más y a prescindir de ciertos servicios en las viviendas como cocinas eléctricas, lavadoras, frigoríficos…, para tenerlos en zonas comunes”, explica Estitxu Vilamor, otra vecina de Errekaleor. En las antípodas de las metafísicas conceptualizaciones de los apóstoles del evangelio comunal y de las ilusiones reformistas en la vía legalista-institucional de los cambios graduales, la claridad del lenguaje es asimismo meridiana: “Esta crisis tiene síntomas y nombres distintos (crisis energética, ecológica, social, crisis de cuidados…) pero la enfermedad es siempre la misma: el capitalismo”.
Precisamente, David Harvey, geógrafo marxista y representante de la rama “dura”-materialista del enfoque de los comunes, toma pie en los fragmentos de El Capital sobre la ”acumulación primitiva”, donde Marx había hecho una amplia descripción de las múltiples formas en las que las tierras y los derechos comunes fueron apropiados por el capitalismo naciente, para asentar su tesis de la ‘acumulación por desposesión’, característica de la barbarie neoliberal: “El thatcherismo desencadenó los instintos intrínsecamente montaraces del capitalismo (los «espíritus animales» de los empresarios, como los llamó tímidamente John Maynard Keynes), y nadie ha intentado detenerlos desde entonces. La roturación temeraria a base de talar y quemar se ha convertido en la consigna de la clase dominante prácticamente en todas partes”.
Si bien Harvey, que amplía y profundiza el estrecho marco economicista de Ostrom, dotándolo de músculo político anticapitalista, parte del análisis marxista de la crisis de acumulación de los años 70, destacando la enorme relevancia de la deuda privada y el rentismo financiero-inmobiliario como generadores de burbujas de activos y propulsores de la ‘desposesión’, su tesis central desplaza el foco hacia los deletéreos efectos de la ‘roturación temeraria’. Ello le permite admitir abiertamente la posibilidad de ‘detener los espíritus animales’, atenuando la arremetida del capital desembridado, a través de políticas públicas que reviertan los ‘cercamientos’ y recuperen el común usurpado. Harvey es, en este sentido, y a pesar de su devoción explícita por la ortodoxia revolucionaria marxiana, profundamente bernsteniano: “Estoy a favor de Syriza, por ejemplo, al igual que Negri y varios anarquistas griegos que conozco, y también de Podemos, no porque sean revolucionarios, sino porque ayudan a abrir un espacio para un tipo diferente de políticas. La movilización del poder político es esencial y el Estado no puede despreciarse como un sitio potencial para la radicalización. En todos estos puntos siento disentir con muchos de mis colegas autónomos y anarquistas”.
Sin embargo, la destrucción sistemática de las escasas herramientas de política económica que quedaban en manos de las demediadas instituciones públicas convierte la, aparentemente modesta, aspiración de desarrollar ‘un tipo diferente de políticas’ en completamente vana. Sin poner coto al papel neurálgico de la banca privada, auténtica supra-entidad planificadora de la economía mediante la creación de deuda dirigida a la propulsión de burbujas de activos y la privatización masiva de todo lo que huela a rentas monopólicas; a la independencia de la banca central, que con su cepo austericida deja al Estado a los pies de los caballos de los dueños de la deuda y las compañías de calificación de riesgos o al absoluto descontrol de los ignotos canales a través de los cuales fluyen los productos financieros derivados es absolutamente utópico pretender revertir los ‘intrínsecamente montaraces’ instintos del gran capital por la vía legalista-institucional. Al desplazar el foco de la sala de máquinas a los efectos depredadores del embate neoliberal se simplifica y deforma el diagnóstico, pretendiendo recuperar el ensueño de la fenecida posibilidad de utilizar las herramientas estatales para detener el expolio y emprender la ‘recuperación del común’.
Si, como señalan Castro y Martínez, “el neoliberalismo es producto de la conquista de las instituciones por parte de las élites económicas y el poder financiero”, la vía para reapropiarse de lo común usurpado pasaría necesariamente por su reconquista para ponerlas al servicio de la ciudadanía: “La reapropiación de los bienes comunes ha de plantearse como un problema institucional, como la necesidad de defender, diseñar, implementar y asumir un conjunto de derechos, normas, obligaciones y compromisos para reapropiarse de lo enajenado y garantizar las condiciones materiales de subsistencia y reproducción social”.
El marco anacrónico y desenfocado, basado en la tozuda insistencia en la verosimilitud de la posibilidad de recuperación del viejo estado redistribuidor fulminado por el neoliberalismo, queda, en fin, ejemplificado de nuevo en la siguiente declaración programática de la Fundación de los Comunes: “El bloque de crisis económica comprende, por ejemplo, análisis relativos a la espiral rescate/deuda, a las posibilidades de un nuevo sistema fiscal de redistribución más igualitaria o a propuestas de mecanismos de reparto de la riqueza a través de la renta (…)” El mito de la renta básica, proclamada como panacea asistencial-redistributiva, emerge -y de hecho figura en lugar prominente en las proclamas de los ‘tanques de pensamiento’ del evangelio comunal- como la coronación de este fútil intento de construcción nostálgica de un capitalismo con “corazón”.
La misma creencia mistificadora en el sueño “húmedo” de la vieja socialdemocracia anida en el eslogan de “usar el estado” contra la “casta”, que caracterizó el frustrado intento de “asaltar los cielos” protagonizado por las huestes de Podemos. Miguel Sanz desvela brillantemente la errónea abstracción de estirpe funcionalista que opera en la base de la artificial dicotomía Estado-Capital inserta en la hipótesis populista: “El populismo de izquierdas no tiene otro objetivo que hacerse con la maquinaria del Estado para dar un giro a las políticas del neoliberalismo, como ha expresado Chantal Mouffe mucho más explícitamente que Laclau, en multitud de artículos y entrevistas. Esta creencia en la posibilidad de “usar” el Estado contra la minoría dirigente (la casta) procede del planteamiento de autonomía de las estructuras de la sociedad, cuya naturaleza no está definida y son sólo un producto “relacional” de la articulación de diferentes elementos. Por decirlo de alguna forma, para poder utilizar a Gramsci necesitan vaciarlo al completo de las aspiraciones socialistas revolucionarias, a las que consagró su vida, su obra y su muerte”. He aquí, en la combinación entre un análisis superficial del capitalismo y una visión “idealista” de la política, basada en la creencia en la posibilidad de revertir el papel totalmente subalterno del Estado bajo la égida del capital financiero, la raíz del reformismo posmoderno, expresión política del populismo pseudoizquierdista y de la metafísica comunal.
Mientras tanto, el ayuntamiento del cambio de la capital del Estado ha autorizado recientemente la conversión de la última sede del Patio Maravillas en apartamentos turísticos. Eso sí, la medida provocó la escisión simbólica de una parte del equipo municipal: cuatro ediles de Ahora Madrid -entre ellos Guillermo Zapata- evitaron mancillar su honra saliendo del pleno en el momento de la votación y otro –Sánchez Mato– emitió su voto ¡con la nariz tapada! ‘¡Omnia sunt communia!’
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Fotografía: La casa de mi tía