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La escuela sin manual de instrucciones

por RedaccionA noviembre 30, 2022
noviembre 30, 2022

Por: Antonio Lafuente. 30/11/2022

El aula no es un espacio para transmitir el saber, sino para experimentar con la precariedad de los materiales, las temporalidades o los resultados y adaptar los contenidos a nuestras circunstancias

En el aula la transmisión del saber se tiene por un hecho incuestionable. El saber se transmite desde los profesores a los alumnos, desde los centros a las periferias y desde las metrópolis a las colonias. Todo el aparato educativo, desde sus manuales o leyes a sus aulas o edificios, reclama la certeza de la transmisión con la fe del carbonero. 

No es fácil cuestionar el axioma civilizatorio de que el conocimiento va de los que saben a los que no, desde los de arriba a los de abajo y, ya en términos geopolíticos, desde el norte al sur. Y así de fácil se legitiman las prácticas del tutelaje, las políticas de la dependencia y las economías de la escasez. El orden necesita reglas tan simples como eficientes. Si la gravitación universal describe cómo caen los cuerpos, la de la transmisión global prescribe cómo circulan los conocimientos.

Los libros son repositorios de certidumbres, los profesores mentores de lo seguro, las aulas cajas de resonancia sincronizadas y los colegios baluartes del mejor de los órdenes posibles. Cada clase es una confirmación de la estabilidad que necesitamos y los exámenes son la prueba de que estamos en el buen camino. La transmisión del saber es el hilo que lo cose todo, la savia que alimenta el organismo y la piedra que sostiene el edificio. 

Tenemos evidencias, sin embargo, de que las cosas podrían contarse de otra manera. Hace unos días leía un texto de mi amigo brasileño Moises Alves de Oliveira donde se describe lo que supuso la introducción de la enseñanza de la química experimental en los colegios del Brasil. Desde finales del siglo XIX se hace habitual la práctica de adquirir instrumentos científicos en las escuelas de todo el mundo para favorecer que los alumnos tomen contacto con la naturaleza experimental de ciertos saberes. Se supone que los alumnos replicaban experimentos y verifican lo que su manual sentencia. 

Los experimentos entonces, vistos desde el aula, eran la forma utilizada por los científicos para confirmar sus teorías, y los alumnos, aprendices de lo seguro. En química, sin embargo, ocurría con frecuencia que los reactivos necesarios estaban caducados, contaminados o degradados. Los profesores en ese caso tenían que suplir estas carencias innovando en los procedimientos para lograr que los resultados se parecieran tanto como fuera posible a lo que el manual de instrucciones prescribía. 

Los profesores pensaban que su función consistía en confirmar lo ya sabido. Fallar era imposible. Y cuando no podían evitarlo, atribuían el fracaso incipiente a su incapacidad para replicar o a su incompetencia para actuar como un verdadero académico. El sistema conspiraba para que se cumplieran las normas y se rechazara cualquier sombra de incertidumbre. Los profesores estaban obligados a mostrar que en su aula también se cumplían las leyes de la naturaleza. Y se las arreglaban para conseguirlo. Para lograrlo, se obligaban a un ejercicio de innovación que convertía el aula en un verdadero espacio de experimentación. 

El aula dejaba de ser un espacio concebido para la transmisión del saber y se convertía en un espacio de producción. Ya no se operaba para confirmar lo sabido, sino para entender las condiciones de producción de hechos fiables. Los maestros no actuaban como técnicos de laboratorio sumisos y neutrales. No eran un simulacro de científicos, pues la circunstancia les obligaba a operar como hacen los investigadores profesionales. Tuvieron que renunciar al propósito prescrito e inventar cómo trabajar desde lo aproximado, lo incompleto y lo tentativo. 

Descubrieron lo habitual en las prácticas experimentales. Aprendieron que lo perfecto en ciencia no existe y que todo queda siempre abierto: nada es absoluto o definitivo. Para nuestro aludido profesor de química, enseñar no fue transmitir lo ya sabido, sino experimentar con lo posible. Enseñar dejó de ser un oficio de retóricos y se convirtió, como nos viene enseñando Jorge Larrosa, en un trabajo para artesanos. Aprender, en consecuencia, no fue replicar, sino rehacer, reconfigurar o rediseñar.

Un lugar en donde las maestras y los maestros siempre están improvisando, donde cada día se restaura el orden amenazado, donde todo es inestable, inseguro e inefable

El ejemplo del profesor de química brasileño no es anecdótico. Lo recordamos porque nos invita a considerar el aula como un espacio crítico, un lugar donde nunca se dan las condiciones ideales de replicación imaginadas en los despachos ministeriales o en los manuales de instrucciones. Un lugar en donde las maestras y los maestros siempre están improvisando, donde cada día se restaura el orden amenazado, donde todo es inestable, inseguro e inefable. El aula, entonces, sería uno de los espacios por antonomasia de la crítica.

Llevamos décadas pensando cómo hacer manuales de instrucciones. Es clave para las organizaciones industriales o administrativas que la mediación entre los productos y los usuarios la haga un sencillo manual de instrucciones. Eso ahorra mucho personal y mucho tiempo. Un buen manual de instrucciones estabiliza el mundo, crea la ilusión de que las cosas funcionan y de que todo está bajo control. Los hechos, sin embargo, demuestran que los usuarios no entendemos lo que se nos dice y que andamos siempre improvisando. No es que estén mal redactados o no se haya puesto inteligencia en su construcción. No es eso. El problema es que no existe el usuario medio al que van dirigidos. No es que seamos tontos, sino que somos muy creativos. Los manuales de instrucciones, incluidos los interactivos, dan por hecho que el lenguaje no es polisémico, que el lector no tiene sesgos y que la circunstancia es neutra. Pero eso no ocurre nunca. Tampoco en el aula. 

Las máquinas generan su mundo. Nos ponen a su servicio. Y esperan que lo hagamos sin resistencia. Un manual de uso no se limita a decirnos cómo usar correctamente una máquina, sino que contiene el germen de un principio de subordinación. Se nos entrena para aceptar que sólo es posible el mundo que garantizan las infraestructuras. Y por eso tiene tanto sentido hablar de las infraestructuras como garantes de nuestros derechos y como epítome de la economía de los cuidados. Que los manuales de instrucciones no parezcan claros, como también la resistencia a obedecerlos, contiene la esperanza de que las cosas pueden ser distintas a como las imaginaron los diseñadores. Lo que sabemos es que la relación entre humanos y máquinas no se entiende como una interacción entre dos entidades independientes, sino que debemos imaginarla como una relación de coproducción mutua.

En el aula casi nunca sucede lo que imaginaron quienes hicieron las fichas didácticas. Siempre sucede algo imprevisible. Nunca impera eso que llamamos la normalidad. Lo normal es una ficción burocrática, distante y abstracta, como cuenta Paulo Freire en El maestro sin recetas. Y aunque todo el panorama educativo está repleto de leyes, ordenanzas, instrucciones, manuales y hojas didácticas, lo cierto es que deberíamos entender mejor lo que sucede en el aula, dando por hecho que el caos es el contexto donde sucede la educación. Y más que reprochar a los profes que no saben, no entienden o no se esfuerzan, deberíamos imaginarlos como actores experimentados en innovación pedagógica. 

En el aula casi nunca sucede lo que imaginaron quienes hicieron las fichas didácticas. Siempre sucede algo imprevisible

El aula entonces no sería un espacio para transmitir el saber, sino para experimentar con los manuales de instrucciones y con la precariedad de los materiales, las temporalidades y los resultados. Nada es como se imaginó, aunque se parezca, y reconocer ese matiz equivale a admitir que no improvisamos por ignorancia sino por responsabilidad. El paradigma de la transmisión tendría que ser sustituido por el de la experimentación. Al cole no iríamos a sumar nuevos contenidos, sino para adaptarlos a nuestra circunstancia. 

Y si vale en la escuela, debería valer en la vida. Los colegios, de pronto, estarían repletos de gente talentosa y entregada, más que ocupados por gentes perezosas, obsoletas y reformables. El aula no sería imaginada como otro ámbito de la escasez, sino como un espacio creativo, emergente e innovador. Las leyes, como los otros manuales de instrucciones, antes que enfocarse en la supuesta necesidad de cambiar la vida en el aula, deberían reconciliarse con la idea de que es la experimentación el motor de cuanto allí sucede. Y eso implica confiar, pues lo mejor que tienen los recetarios y cualquier otra forma de instruir es que nos obligan a improvisar para adaptarlos a la situación que habitamos. Y a eso lo llamamos aprendizaje.

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Fotografía: CTXT

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