Por: Amador Fernández-Savater. 14/10/2022
Las identidades, en lugar de tomarse como un punto de partida, se consideran hoy como puntos de llegada. El otro es lo que es a priori –hombre/mujer, heterosexual/homosexual, blanco/negro, clase media/popular– y no lo que podría ser
Hay un hombre serio como un papa. Hay esa sonrisa
y esa voz falsa como la de los ángeles. (L. Aragon)
¿Qué pasa, qué nos pasa, cuando participamos en un movimiento de emancipación, a la escala que sea? Yo diría que se produce, en nosotros y en la sociedad misma, una apertura, un desplazamiento.
Nos movemos de las categorías en las que estamos normalmente encerrados: sociológicas, geográficas, profesionales. Hay encuentro entre quienes no estaban destinados a encontrarse y creación colectiva de nuevas formas de habitar el mundo, nuevas formas de vida.
Obreros y estudiantes en mayo del 68, piquete y cacerola en la Argentina de 2001: un movimiento de emancipación, a cualquier nivel, es un movimiento de alianza entre diferentes y de apertura a ser otra cosa que lo que somos a priori.
En la vida normal, normalizada, estamos ubicados en un lugar, una etiqueta o una identidad, pero de pronto nos desubicamos juntos y la sociedad entera sale de sus goznes. Mujeres que ya no obedecen lo que deben ser, trabajadores que rechazan el trabajo alienado, personas racializadas que ya no se consideran inferiores. La emancipación implica la subversión de los papeles, de las funciones y de los roles sociales establecidos. Un desorden fecundo.
El poder teme esto más que nada y pone todo su empeño cotidiano en mantener el orden de las clasificaciones. Clavar a cada cual en su lugar, impedir los cruces y las alianzas imprevistas. Ya sea por medio de la fuerza bruta o de los estereotipos que difunden la desconfianza en el otro, por medio de la policía o de los medios de comunicación, se trata siempre de lo mismo: aísla y vencerás.
Mirar desde el poder
Ocurre sin embargo que, en los últimos tiempos, una fuerte pulsión identitaria atraviesa (¿y paraliza?) a los propios grupos y movimientos de emancipación desde dentro.
Las identidades, en lugar de tomarse como un punto de partida, se consideran como puntos de llegada. Nos percibimos unos a otros a partir de nuestras etiquetas y categorías, desde la desconfianza y la acusación. El otro es lo que es a priori –hombre/mujer, heterosexual/homosexual, blanco/negro, clase media/popular– y no ya lo que podría ser. No lo que podríamos hacer juntos.
Jean-Paul Sartre elabora un concepto que puede darnos que pensar: el espíritu de seriedad. El espíritu de seriedad toma el mundo por el lado del objeto, de lo mecánico, de lo automático. Por nuestro lugar o identidad de origen, no por nuestro potencial de cambio y metamorfosis. Por lo que somos y no por cómo somos lo que somos (hay un millón de maneras de ser homosexual o heterosexual, por ejemplo).
El espíritu de seriedad toma el mundo por el lado del objeto, de lo mecánico, de lo automático
Es la seriedad de las cosas, la seriedad que implica tomarnos y tratarnos como cosas: cerradas, pesadas, inertes, acabadas, autorreferentes. Cegándonos así a todo lo que en nosotros no encaja, a todo lo que en nosotros huye, a todo lo que en nosotros traiciona nuestra identidad. El mandato de masculinidad en los hombres, el mandato de clase entre la burguesía o la clase media, el mandato de raza entre los blancos, etc.
Tomándonos unos a otros por lo que somos, sólo multiplicamos y difundimos la mirada del poder. Porque las identidades a priori son los marcajes del poder en nuestros cuerpos: marcajes de raza, de género o de clase. Al vernos a nosotros mismos (y a los demás) únicamente desde ahí, en lugar de escuchar también los desplazamientos, las huidas y las traiciones que nos atraviesan, nos tratamos como meros efectos de poder, sin potencias de cambio.
La belleza impura
Nuestra época es del espíritu de seriedad y sus pasiones. La pasión de señalar, la pasión de corregir y la pasión de castigar (o cancelar). La pasión de pureza. Por todas partes se levantan voces inquisitoriales que acusan de ser tal o cual o de no serlo lo suficiente. Se instala en los grupos y los individuos una mirada fría que impide captar lo que se mueve, lo que podría servir de base para tejer alianzas entre diferentes. Se analizan los movimientos desde lo que son sociológicamente y no desde lo que devienen o llegan a ser mediante sus prácticas.
Muchos movimientos comienzan reivindicando igualdad, derechos y visibilidad para sus identidades particulares. Es inevitable, comprensible y razonable. Pero las luchas por el reconocimiento y la integración se dan necesariamente en el interior del sistema que reparte lugares y funciones. La emancipación comienza cuando se inventan nuevas formas de vida: otras maneras de ser mujer, de ser trabajador o de ser negro. Es lo que puede contagiar de rebote a quienes ocupan, u ocupamos, las posiciones hegemónicas de un deseo distinto, de un querer ser de otra manera, de un cambio de piel. Y desordenar así el mapa entero de las clasificaciones.
Sin contagio y encuentro entre diferentes –hombres y mujeres, clases medias y populares, urbanos y rurales, con toda su parte inevitable de choque, tensión y malentendido–, el poder mantiene intacta la capacidad de gestionar cada casilla por separado.
“Bello como una insurrección impura”, decía una pintada de los chalecos amarillos franceses, cuya potencia precisamente consistía en abrir espacios de encuentro –las rotondas– para elaborar malestares comunes con respecto al mundo en que vivimos. Para hacer en común, a partir de lo que cada cual es y de lo que cada cual hace con lo que es.
Ironía y espontaneidad
Contra el espíritu de seriedad, Sartre recomendaba una pizca de ironía y un poco de espontaneidad.
La ironía, entendida como distancia entre el sentido literal y el sentido real, entre nuestro papel social y nuestro deseo, entre nuestras etiquetas y nuestros devenires. Necesitamos una pizca de ironía con respecto a lo que somos, a lo que debemos hacer según lo que somos, para no acabar petrificados en cosas, en personajes, en roles.
La espontaneidad, entendida como capacidad de hacer surgir lo imprevisto, lo no programado, lo aún no visto. Somos espontáneos cuando dejamos de representar tal o cual papel o identidad para satisfacer a un público, una clientela o una norma social. Representar una identidad es hacernos previsibles para los demás y para nosotros mismos, perder la espontaneidad.
Así, a través de la ironía y la espontaneidad, mantenemos una reserva de confianza en la posibilidad de un desplazamiento colectivo, que ponga en primer plano lo que podemos hacer juntos y no lo que somos a priori. Para no acabar cada cual en su rincón, despotricando resentidos contra los demás por ser lo que son, incapaces de escuchar lo que podrían ser, lo que de hecho están siendo ya de otro modo, disimuladamente.
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Fotografía: CTXT