Por: Mundo Obrero. 16/09/2018
Esta globalización que estamos viviendo está desbordando las instituciones. Sabemos que las fuerzas y dinámicas que hemos dejado que se desarrollen, aun conociendo poco a poco sus efectos, han creado inestabilidad, ineficiencia y desigualdad. Los movimientos de capital navegan, vía informática, con valores superiores a la economía real. Los paraísos fiscales drenan recursos públicos y aminoran las políticas distributivas. Los detentadores multimillonarios de riqueza son pocos, cada vez más ricos, y con gran poder.
Y esto es así, porque las reglas –incluyendo las omisiones- favorecen la apropiación y acumulación de beneficios y que éstos se incrementen, a costa de pymes, trabajadores y ciudadanía. Se ha favorecido el poder corporativo que puede chantajear a Estados, trabajadores y ciudadanía.
Las grandes corporaciones, los fondos de inversión, lo sabemos, tienen más tamaño (y poder) que muchos Estados. Pero es que, además, los estados, grandes y pequeños tienen gobiernos y administraciones influenciados por los poderes corporativos, en sus medidas y legislaciones. De hecho, las leyes y presupuestos públicos o políticas gravitan en función de intereses económicos y el interés general se retuerce en función de específicos lobbies e intereses empresariales que los gobiernos de turno intentan convencernos que coinciden con los intereses de toda la ciudadanía.
¿Por qué en un país hay sectores oligopólicos que obtienen grandes beneficios a costa de otros? Si se favorece al sector eléctrico, por ejemplo, o al sector bancario, es a costa del resto de los sectores. Si se permite financiarse a costa de los proveedores, se favorece a la gran distribución frente a productores y sector agrario. Si se baja el tipo de IVA a las bebidas azucaradas desde el tipo normal a un tipo reducido, se favorece a unos fabricantes. Si se premia el comercio internacional y no se acota la elusión fiscal se perjudica a las empresas locales cumplidoras. O si la concepción de necesidades de inversión son infraestructuras, todo serán carreteras, aeropuertos y trenes, puentes y viaductos, favoreciendo a constructoras y sector financiero, retrayendo recursos públicos de los impuestos del resto de los sectores y ciudadanos que podrían ir a otros gastos o inversiones. Si se bajan impuestos o gastos, o se suben unos y otros, ¿qué impuestos y gastos son los privilegiados, a quiénes se favorece o perjudica?
Estas directrices ‘nacionales’ cada vez más están restringidas por los acuerdos que se hacen en la esfera internacional. La globalización ha hecho que las normas se hagan en muchos casos en Bruselas, en Nueva York o cualquiera de las sedes donde se hagan acuerdos internacionales. Todos esos acuerdos comerciales, fiscales, climáticos,… se hacen en ámbitos intergubernamentales. Por eso, es tan importante en cómo se constituyen y formalizan los organismos internacionales y qué cauces de participación tienen para que se expresen e incidan la ciudadanía y los agentes sociales.
Sólo hay un organismo internacional, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que reúne en igualdad de condiciones a gobiernos, empresarios y sindicatos o a sindicatos, empresarios y gobiernos que tiene como finalidad ordenar el trabajo, lo que mueve el mundo y construye la riqueza. Su objetivo formal es universalizar el trabajo decente. Esta singularidad viene marcada por su origen. La OIT nació en el año 1919 al final de la primera guerra mundial –con muchos territorios colonizados-, en un ambiente social de desolación, con estallidos sociales ante explotaciones sociales y organización obrera, donde capas capitalistas y eclesiásticas tenían el temor de que se propagase la revolución rusa.
Pues bien, todos esos ámbitos de negociación económica que eran intergubernamentales, excepto la OIT, están adquiriendo un sesgo cada vez más empresarial. Y en todas partes, las alianzas gobiernos y empresarios están a la orden del día. Si los gobiernos responden a intereses concretos y el interés general se modula por el interés de las grandes empresas de sus países y hacen una alianza, si el discurso de la pyme está abducido por la gran patronal, es más urgente reclamar más espacio a la ciudadanía y a la defensa de los trabajadores.
Un ejemplo del sesgo hacia la gran empresa se puede ver en la Asamblea General de la ONU que concedió el estatus de observador a la Cámara de Comercio Internacional (ICC) en diciembre de 2016. Por primera vez una organización comercial es admitida como observadora en la Asamblea General. Ni siquiera se buscó un equilibrio admitiendo a la representación sindical internacional.
Las grandes empresas ocupan la discusión de los tratados comerciales y de inversión. Los gobiernos subsidiariamente sólo se preocupan de contactar, ser influidos y defender los intereses de las empresas que residen o puedan invertir en su territorio y ni siquiera buscan el equilibrio y mejoras de estándares laborales, sociales y medioambientales o de persecución de la elusión fiscal de esos grandes beneficiarios del comercio. El sesgo empresarial se está reproduciendo en otros organismos. Desde la Secretaría de Estados Iberoamericanos que tiene entre sus eventos sólo una Conferencia Empresarial (antes tenía otra sindical y al final de ambas conferencias había una reunión conjunta empresarial y sindical que incidía o podía incidir en una mejora de las relaciones sociales), hasta otros muchos organismos.
Estamos viviendo en una guerra empresarial donde los gobiernos, trabajadores y la ciudadanía somos escudos y rehenes, productores y consumidores, en una inestable dinámica donde la discusión sobre la apropiación de la riqueza, la esperanza y calidad de vida se nos quiere hurtar evitando nuestra intervención y su sustitución por opacas transacciones de intereses de una élite. Y frente a eso, hay que reivindicar y conseguir más espacio decisorio para la ciudadanía y sus trabajadores.
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Fotografía: Blog del Proyecto Lemu