Por: Entrevista realizada por Rolando Revagliatti. 08/03/2022
Jorge Goyeneche nació el 11 de octubre de 1952 en La Plata, ciudad donde reside, República Argentina. Es Profesor en Letras (1977) por la Universidad Nacional de La Plata. A partir de 1978 ejerció durante cuatro décadas la docencia secundaria en colegios rurales, urbanos, públicos y privados, y en los niveles terciarios y universitarios en Instituto del Profesorado de San Miguel del Monte, Facultad de Humanidades de la UNLP, Universidad Tecnológica de La Plata y Universidad Católica de La Plata. Entre 1980 y 1983 dirigió el Grupo de Teatro Gestual, con guiones y puesta en escena propios en, por ejemplo, el Teatro Municipal Coliseo Podestá de su ciudad. En 1983 se puso en escena la comedia “De dulce de leche y de chocolate” (en cartel durante once años, Primer Premio de Guión en el Festival de Teatro Independiente, 1988), escrita en colaboración con Genoveva Arcaute. En 2003 fundó y codirigió la revista literaria “Oliverio”. Condujo los programas radiales “Toda la delantera en orsái”, “La furia del libro” y “Lejos del centro”, fue coconductor del programa “Letra y música” y columnista del programa “Rap / colectivo de colectivos”. Colaboró con los programas televisivos “Juana y sus hermanas” y “De la cabeza”, y con Genoveva Arcaute escribió el guión de la serie “Hermanos”. Entre otros, obtuvo en 2010 el Primer Premio del Instituto Cultural de Puerto Rico por su novela “Que algo quedará”, el Premio Provincial “Almafuerte” (2015) y el otorgado por la Secretaría de Cultura de La Plata (2016) por su trayectoria como escritor. Es coautor de “Agenda de los escritores en el tiempo” (Editorial De los Cuatro Vientos). En 2018 el sello La Comuna edita el volumen “La cosa se complica” (artículos divulgados en la revista “Humor”). Publicó las novelas “Toda la delantera en orsái” (2001), “Semblantes de bestias” (2003, y reeditada en 2016), “Serial writer. Argentino serial” (2008), “Que algo quedará” (2011, en España; 2012, en Chile; 2014, en Argentina), “Almirante de sal” (Mención de Honor en el 9º Concurso “Aurora Venturini”, 2011) y “Mala praxis” (2015). Su único poemario, “Final de obra”, aparece por Editorial Huesos de Jibia, en 2016.
1 — Naciste dos meses y pico después del fallecimiento de Eva Perón.
JG — Es así, tan poco después. En ese clima de época. Viví hasta pasados los tres años en una casa de chapa, sobre pilotes, en Ensenada, ciudad que como sabés integra el Gran La Plata, a la vera de un canal empetrolado que pasa aún por el costado de YPF [Yacimientos Petrolíferos Fiscales]. Recuerdo algunas escenas traumáticas para alguien de esa edad: quemarse con un mate y caerse del triciclo en la zanja. Los fines de semana los pasé desde entonces hasta la adolescencia en el paraíso, la casa de mis abuelos maternos en Berisso, que por aquellos años se llamaba ciudad Eva Perón. Veo a mi abuelo Francesco Saverio Spadafora insultando al cielo por el paso de aviones rasantes (fue durante el 55, cuando Isaac Rojas amenazó con bombardear la región si Perón no dimitía), mientras mis padres huían conmigo en un camión que pasaba juntando gente hacia una casa en el campo por Los Talas, de alguna familia generosa que asiló a muchos —eran paisanos, como llamaban a sus compatriotas venidos también del sur de Italia. Mis padres decían que yo no podía recordar esta escena: me llevan a upa tapado con un viejo piloto mientras llueve torrencialmente, doblamos —lo estoy viendo ahora— la esquina de Callao hacia la calle Montevideo, donde espera el camión casi repleto, en medio de gente que grita y corre, aturdidos por el estrépito de los aviones.
Luego nos mudamos a las inmediaciones de La Plata, a El Dique, en el partido de Ensenada, a un chalecito de plan, en un barrio de clase media baja. Tenía mi propia habitación, de dos por tres, con una ventana que daba al fondo, donde estaban el limonero de las cuatro estaciones, la parra, naranjos, un olivo y un duraznero; y más allá todavía, el gallinero y dos plantas de higo (“porque todas sus ramas son grises…”). Unos años después, a los siete u ocho, empecé a saltar la medianera hacia el potrero que se extendía maravillosamente detrás de toda la línea de casas, y terminaba en el monte misterioso (una plantación de eucaliptos que aún se conserva, aunque atravesada por una avenida y sin encantos fantásticos). Afortunadamente se perdieron mis primeros esbozos de poesías escritos en un cuaderno Rivadavia, con la espalda apoyada contra el olivo.
2 — Ya habrías empezado la escuela.
JG — Lamentablemente empecé la escuela. Mis padres, trabajadores de jornada completa (él en los Astilleros, ella cosiendo para afuera y dando clases de costura a un grupo de chicas grandes, una de las cuales se escapaba para jugar a la bolita conmigo), creían en la educación y con un enorme (y equivocado) esfuerzo económico, me mandaron al colegio más caro de la ciudad. Una escuela de curas preconciliares, de sotana y tonsura, que veían pecado en cada rincón. Doble escolaridad. En toda esa etapa fui sumiso, estudioso, abanderado todos los años menos el último en el que me relegaron a escolta. Mi madre fue a saludar a la maestra y la señorita le dijo que la bandera me correspondía a mí, pero que el padre del otro niño era muy poderoso y… Mi pobre vieja, Ofelia, decidió cambiarme de colegio pese a la oferta de becarme. Me afectó mucho el sufrimiento de mis padres, después de tantos sacrificios, pero estaba feliz por irme de esa cárcel. (Muchos años después ejercí mi venganza con un artículo sobre el caso en la revista “Sexhumor”.) No me dejaron elegir y fui a otro colegio de curas, esta vez mucho más modernos y amables, los salesianos, donde transcurrió mi adolescencia. Allí sí hice amigos duraderos, entre compañeros y docentes.
Regreso a la época de la primaria. Era maravilloso volver a casa, después de las cuatro, en el tranvía, tomar la leche, hacer los deberes y saltar el muro del fondo para mezclarme en los partidos de fútbol, donde no había hijos de profesionales, de comerciantes ricos ni de algún representante diplomático, sino pobretones cuyos padres eran un zapatero ruso, empleados del ferrocarril, policías de barrio, canillitas.
Cuando llovía, el único fútbol de cuero estaba pinchado o no me daban permiso, me salvaba la lectura. Mis padres me compraban libros. Buena parte de las colecciones Billiken y Robin Hood. Dicen que uno queda marcado por el primer libro que leyó. No sé si será cierto en todos los casos, pero sí lo es en el mío. “Cristóbal Colón”, de Lauro Palma (Biblioteca Billiken, 1942), un librito verde donde se novelaba la historia del Almirante. Escribí dos novelas con Colón como personaje: “Semblantes de bestias”, que me llevó diez años de trabajo intermitente, y “Almirante de sal”.
3 — Lecturas y potrero.
JG — Si el potrero era un escape de las tardes, el fin de semana era el insuperable paraíso. Los viernes, mamá me acompañaba hasta la parada del tranvía 25 y después de ese viaje interplanetario me bajaba a unas cuadras de la casa de mis abuelos. El nono había trabajado en el frigorífico, una vida durísima que recreo en parte en mi novela “Que algo quedará”, pero ya estaba jubilado, así que a menudo me llevaba hasta el puerto a ver los gigantescos barcos que venían desde muy lejos a buscar carne; recuerdo especialmente un barco ruso. La nona Josefa era un cascabel, se vestía de colores y estaba siempre sonriente, nunca levantó la voz. El abuelo en cambio era cabrón, aprendí todas las malas palabras (parolaccie) calabresas. El barrio era amistoso, no había potrero cercano, pero sí pasadizos entre las casas de terrenos mal medidos, patios de conventillos y baldíos, lo que permitía recorrer las manzanas por el interior y salir a cualquier parte. A pocas cuadras vivían mis tíos; recién tuve un hermano cuando cumplí catorce, así que mi primo varón era amigo y hermano a la vez. La abuela murió joven; yo estaba en primer año de la secundaria, y dejé de ir a esa casa, pero comencé a pasar los veranos completos en lo de mi tío, con mi primo y sus hermanas que me enseñaron a bailar. Allí pasaba los carnavales, empecé a ir a las matinés del club Villa San Carlos, y ponerme colorado ante las chicas. La falta de hermanas y el colegio mixto, no me ayudaron mucho para relacionarme fácilmente con el otro género. Me resultó difícil superar la vergüenza ante cualquier conversación con una chica. La libertad estaba en recorrer esos minilaberintos del barrio y en la lectura de cuanto papel se me cruzara. Por ese entonces seguí escribiendo algunas pavadas, pero luego pensaba que jamás llegaría a animarme a mostrar o publicar lo que hiciera porque temía que estuviera lleno de errores. Al principio, la escritura y las mujeres me despertaron la misma inseguridad. A mis parientes paternos no los veía tan seguido. Tenía a mi abuela portuguesa, María, una mujer bellísima, vestida siempre de negro y con rodete desde los cuarenta años hasta los ochenta y cinco. Su esposo, el abuelo Antonio, murió a los cuarenta y nueve. Él me conoció de bebé. Heredé, no sé cómo, su gusto por la matemática y la facilidad para los cálculos. (Otra de mis luchas internas: me dediqué a la literatura y las lenguas, y tengo por otro lado una especial inclinación por las ciencias en general, la astronomía, la tecnología, la física. Me atraen más los suplementos y revistas científicas que las literarias.) La abuela vivía con su hija, mi tía Porota (personaje importante de mi vida y de mi novela “Que algo quedará”). Una gorda graciosísima, chistosa, dejaba todo por hacer en la casa para tirarse al piso a jugar con sus hijos y conmigo a cualquier cosa. Ante la mirada de reprobación de su cuñada, mi madre, que no podía concebir ese desperdicio de tiempo y que una señora saliera a correr a los chicos por la vereda jugando a la mancha venenosa.
Mis tíos, en general, merecen un párrafo aparte. Juan, Carlitos y Raúl, Nilda, Lidia y Porota, eran el Barcelona de los tíos, la selección campeona. Mis padres, en cambio, siempre estuvieron distantes, severos, casi ausentes. Recién en sus últimos años logré reconciliarme con ellos y descubrí que habían sufrido muchas penurias y realizado innumerables esfuerzos para que yo tuviera un “futuro”. Esa concepción de algunos hijos de inmigrantes que temían al hambre y se ponían como objetivos tener una casa, tener un ahorro, aunque mínimo. Mi padre, que sobrevivió por seis meses a mamá, me dijo meses antes de morir, el año pasado, a los 92, que se arrepentía de no haber disfrutado más, y me aconsejó que no repitiera su error, que viajara, que viviera. A lo largo de toda esa etapa escolar, estudié inglés con una profesora particular, fui rindiendo los exámenes anuales en el Instituto Británico. A partir de segundo año ingresé directamente a ese instituto y empecé a leer mucho en inglés por mi cuenta. Aparte de cuentos y poesías de todas las épocas, las obras completas de Edgar Allan Poe y todo Shakespeare. También aproveché mucho del francés aprendido en la secundaria y gracias a eso y a mi testarudez leí poesía y narrativa en francés. Ya en la universidad, los cuatro niveles de griego y de latín me sirvieron para leer pasajes de los trágicos, episodios homéricos, los presocráticos; Virgilio, especialmente las Églogas, y Horacio. También estudié alemán. Como resultado de todo esto disfruté traducir las poesías completas de Poe, los “Sonetos a Orfeo” de Rainer Maria Rilke, “La metamorfosis” y “El proceso” de Franz Kafka, “El golem” de Gustav Meyrink y cuentos de E.T.A. Hoffmann; la mayor parte de estas versiones fueron publicadas por la Editorial Gárgola. Desde hace dos años estudio italiano de manera intensiva, mi gusto por las lenguas se combina felizmente con los recuerdos de mis abuelos maternos, y afloran desde el fondo del inconsciente los diálogos de Josefa y Francesco.
4 — Cómo te llevarás —ojalá que no como yo— con los trabajos manuales.
JG — No soy el estereotipo del intelectual, me gustan los trabajos manuales: he levantado paredes, revocado, techado, sé soldar, he trabajado de carpintero, de pintor de altura, en mi casa hice la instalación eléctrica y la del agua, puse cerámicos y azulejos. Bastante de eso me llevó a la escritura de “Final de obra”, un libro de casi poesía que “describe” la construcción de una casa. Los desafíos técnicos y los oficios manuales me atraen tanto como las obras de Francisco de Quevedo, Salvador Dalí, Miguel Ángel, Jean-Michel Basquiat, Jean Sibelius o la nueva trova. Soy una especie de todoterreno que hace todo bastante bien, pero nada completamente bien. Un renacentista de la b.
5 — Vayamos a que estás casado con una escritora: Genoveva Arcaute.
JG — En primer año de la carrera de Letras conocí a mi esposa, con quien estudiamos juntos todos los días, al año siguiente nos pusimos de novios en Mar del Plata. Genoveva me había dicho que se iba como todos los años a pasar enero en la casa de sus tíos, cerca del faro, me hizo un planito por si quería ir. O sea, ¿entendés que hay onda, Jorgito? (recordá que ya te mencioné mi lentitud para vincularme con las mujeres). Fui. Era 1972, nos casamos en el 75 y acá estamos, juntos. Pasamos períodos muy duros de nuestro país. La dictadura del 76 nos dejó sin trabajo, bajo amenazas de muerte, y viviendo “provisoriamente” por once años, en una casa prestada (parte de eso se describe en la novela “Mandorla” de Genoveva). Tuvimos la oportunidad de irnos a España, pero quisimos primero recibirnos, después vinieron los hijos y ya se hacía muy difícil. Afortunadamente hubo un oasis en ese páramo ultraviolento, la revista “Humor”, a la que llegamos un día de desolación. Vivíamos en un departamentucho horrible y húmedo los tres (había nacido nuestro primer hijo). Era feriado, el día de la bandera, cumpleaños de mi mamá y aniversario de la Masacre de Ezeiza, llovía; se nos acabó la garrafa, no teníamos ni para comer y en lo de mis padres seguramente habría abundancia de pizzas, empanadas y sanguchitos. Teníamos un viejo Citroën 2cv que cuando nos casamos nos había llevado sin problemas hasta Monte Hermoso, pero ahora estaba arruinado allá afuera, a cincuenta metros de pasillo hasta la calle, sin nafta. Podía llamar por teléfono a casa y nos vendrían a buscar. Fui hasta el teléfono público más cercano, a tres o cuatro cuadras, bajo la lluvia intensa, y me tragó la única moneda. Un drama ruso en blanco y negro en medio de Siberia. Entonces, nos pusimos a escribir notas humorísticas. Era el invierno del 77. Un año después apareció el primer número de la revista “Humor”, con César Luis Menotti en la tapa. Enviamos aquel material y un par de meses más tarde nos respondieron. Así empezamos a publicar para Editorial La Urraca (revistas “Humi”, “Superhumor”, “Sexhumor”) y seguimos durante una década. Este año, la editorial La Comuna, editó aquellas notas, se cumplen cuarenta años de la aparición de la revista y treinta de nuestro último artículo.
6 — Un párrafo al menos sobre la radio, tu atracción por ella, tu condición de conductor de programas.
JG — Fui invitado como profesor universitario o como escritor a distintos programas radiales, y me gustó mucho el medio, desde hace más de quince años conduzco distintos ciclos siempre vinculados a la literatura, el humor, los reportajes a artistas. Quizás, ahí por el fondo, también acompañan esa atracción, el recuerdo de mis abuelos y luego de mi madre mientras hacía las tareas domésticas, todo el día junto a la radio, emisora de radioteatros, partidos de fútbol gritados y vertiginosos, música de otra manera inaccesible para esa época. Además, para mí, cada experiencia vital se convierte en literatura, estoy en estado de escritura casi permanente. Por eso, mi paso por las radios siempre se ha transformado en episodios novelescos, tal el caso de los largos pasajes con el fútbol que aparecen en “Serial writer…”, donde hay una casta gobernante grotesca compuesta por los “metafísicos fulbólicos o pensadores balónicos”; la mayor parte de ese material surgió de mis parodias en el programa “Toda la delantera en orsái”, que consistía en hablar de libros como si se trasmitiera un partido, con cantitos de hinchadas, análisis sesudos de pavadas, estadísticas llevadas al absurdo. A su vez, ese programa surgió como desarrollo de mi primera novela, así llamada. También sirvieron de fuentes los otros programas para algunas partes de mis relatos.
7 — Grupo de Teatro Gestual. Y allí vos con dramaturgia y puesta en escena.
JG — Surgió de una imposibilidad. Creamos un grupo de investigación teatral con actores poco y nada experimentados. La mayor dificultad era para ellos hablar, modular, no sobreactuar la voz. Decidí entonces incursionar en obras (escritas por mí para ese fin), que fueran mudas. Pero no era propiamente mímica, sino desplazamiento silencioso. Una parodia a la burocracia, por ejemplo, consistía en que los sucesivos actores (empleados, jefes, grandes capos y público) iban formando una especie de pirámide por la acumulación de recorridos inútiles a los que se sometía a un pobre hombre que necesitaba un sellado. Finalmente, la construcción humana se derrumbaba ante la rebelión del ciudadano. También usamos la cámara oscura, como el Teatro Negro de Praga. Había mucho trabajo previo de puesta en escena y de construcción de objetos: una cara que se iba armando requirió que diseñáramos las partes, las pintáramos con productos especiales para esa luz. Y todo se movía, articulaba y desencajaba, por actores/titiriteros que, vestidos absolutamente de negro para no ser vistos, se desplazaban con gran precisión. Reunía las dos facetas que me forman, lo creativo artístico y el trabajo de oficios combinados. Hice versiones mudas de poemas: “El albatros” de Charles Baudelaire, por ejemplo, se convirtió en una escena en la que un grupo de seres ciegos y encorvados iba asediando con sonidos guturales y finalmente golpeando al único hombre erguido. Otras se basaban en los cuentos “El tío Facundo” de Isidoro Blaisten, “La gallina degollada” y “Los destiladores de naranjas” de Horacio Quiroga, “Casa tomada” de Julio Cortázar. La gran boca del escenario del Coliseo Podestá me permitió trabajar con decenas de actores a la vez, que conformaban diversos grupos de acciones simultáneas: una crítica a la guerra y la opresión a partir de una versión de las novelas “1984” de George Orwell, “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury y “Un mundo feliz” de Aldous Huxley, reunidas como visión del mundo.
8 — Veinte años tenías cuando obtuviste el Primer Premio en el Concurso Internacional “La influencia hispánica en el Martín Fierro”.
JG — Fue una especie de tesis que escribimos con Genoveva para ese concurso. Rastreamos las lecturas de José Hernández, los dichos y refranes de larga tradición española que llegaron hasta los gauchos desde la época de la conquista, de boca en boca; como también características de los personajes. Todo esto mientras cursábamos las materias de la Facultad. Salíamos a tomar un café, para despejarnos un poco de lo mucho que leíamos, y nos poníamos a anotar ideas para ese trabajo en papelitos que luego se volcarían en la Olivetti. Lo hicimos como un desafío intelectual. No esperábamos casi nada, pero un día nos llamaron por teléfono para avisarnos que habíamos ganado el premio, que consistió en la publicación en el Cuaderno n° 4 del Instituto de Cultura Hispánica y una suma importante de dinero que sirvió para que compráramos varios libros caros y pagáramos ambos cursos intensivos de alemán (dos horas por día de lunes a viernes). Fue una época maravillosa. Después empezaron los miedos y la violencia; los años del encierro.
9 — “Toda la delantera en orsái”: retornemos a tu primera novela, y así, a tu primer programa radial.
JG — En realidad, se trató de una nouvelle, en la que el protagonista treintañero habitante de mi ciudad, tiene extrañas visiones que retomé en la larga novela recién terminada, “Mapa físico”. Cuando empecé en radio Futura, adopté ese título porque quería moverme en un territorio en el que los de avanzada, por así decir, estaban siempre descolocados. Luego, ganó el formato del que te hablé antes, y giró todo bajo el aspecto de un partido de fútbol. En uno de ellos, juegan mis escritores favoritos, con sus modalidades políticas y literarias transformadas para la cancha. Fue muy placentero ese ciclo; para mejor, mi hijo mayor me ayudó con la operación técnica.
10 — Durante dos años estudiaste producción audiovisual con un destacado director de cine: Eduardo Mignogna (1940-2006).
JG — Sí, realicé cursos de posgrado con Eduardo, luego en Guionarte, y casi a la vez con Fernando Solanas, entre 1991 y 1993. Fue muy sacrificado —aunque obviamente enriquecedor— porque tenía que viajar una o dos veces por semana a tu ciudad, después de dar clases, y volver tarde para acostarme a la una, una y media, y levantarme a las siete para seguir dando clases. Aprendí mucho de ellos dos, no sólo de los aspectos técnicos concretos sino de la modalidad de trabajo y la cultura visual. El otro curso, el de Guionarte, fue exclusivamente de manejo de cámaras y luces. Por ese entonces, me compré una filmadora de última generación para hacer documentales ligados a la literatura (ahora es una antigüedad con cassette vhs).
11 — ¿Cómo fue, qué te produjo, “qué te dejó” la experiencia de haber efectuado numerosos reportajes en tu programa radial “Lejos del centro”?
JG — Nada más democrático que la lectura. En una novela, en un libro de poemas, hay siempre otra óptica distinta de la propia. El artista filtra la realidad por su colador y luego la vuelca con una mirada personal. De todos, grandes o pequeños, geniales o mediocres, se aprende, se tiene otro ángulo, sea contemporáneo o antiquísimo, vecino o antípoda. Y tanto las lecturas como los reportajes de mis programas me pusieron en contacto con seres vivos, con sus pasiones, con maneras a veces inesperadas de resolver los eternos problemas del ser humano: la muerte, el amor, la relación con los demás, el vínculo con la tierra, los deseos, la niñez… Escritores octogenarios inmersos en una producción febril digna de jóvenes, tal el caso de Aurora Venturini o de Horacio Preler; por otro lado, artistas veinteañeros en los que deposito una fe enorme, como Juan Otero. Y no solo escritores, también músicos, escultores, pintores, actores. Además, la presencia maravillosa del azar (que para algunos científicos condiciona el desarrollo del universo y la evolución). Esos vínculos que surgen donde y cuando nadie lo podría prever. Una mañana llevé a hacer un cambio de aceite al auto, el mecánico septuagenario estaba metido en la fosa, aburrido me puse a caminar en torno; sobre la mesa donde cobraba, además del teléfono y una calculadora, había tres o cuatro libros, algunos abiertos, con un lápiz que evidentemente usaba para subrayar: Jacques Lacan, Cortázar, creo que Patrick Modiano o Emmanuel Carrère. Cuando terminó la tarea, nos pusimos a charlar. Hasta ese momento había sido muy parco, pero cuando vio que yo llevaba un par de libros en uso sobre el asiento del acompañante derivó hacia la escritura. Me contó algo de su vida, me dijo que había escrito una novela. Finalmente, leí buena parte de ella en el programa de radio. Luego, perdí contacto con él. El local cerró. Se llama Cayetano Carrara. Una pregunta obvia: ¿cuántos buenos artistas habrá por ahí que no acceden al mainstream, a ese horrible fluir marketinero solamente interesado en la venta? Por eso trato siempre de circular lejos del centro (de allí el nombre de mi último ciclo). Además, en el universo no existe centro, todo está en movimiento constante, la tierra, el sistema solar, nuestra galaxia. Y nada es recto ni cuadriculado. La lógica convencional no resiste ante la visión de estrellas que están ahí y han muerto hace millones de años. Si hoy explotaran las que forman la Cruz del Sur o El cinturón de Orión nos enteraríamos dentro de cientos o miles de años. En cambio, el barrio tiene otra inmediatez, también se mueve y muere, pero lo podemos percibir, son cambios en nuestra medida temporal humana. Por eso, creo, no existe ningún centro. Y esto tiene una clara connotación religiosa. Tampoco la verdad es absoluta, salvo para los fanáticos. Las palabras “mentira” y “mente” están vinculadas etimológicamente. Lo que produce la mente es mentira, no es fáctico ni natural ni tangible sino relato, construcción que supera la caducidad de las cosas concretas. Por eso cada reportaje, cada charla que he tenido con un artista ha ido conformando, aunque en manera modesta, un discurso, una elaboración de palabras que superan en el tiempo lo perecedero de su soporte físico (es decir, del mismísimo hombre que las pronunció).
12 — Tu padre te aconsejó que, a diferencia de él, por ejemplo, viajaras. Y habrás (habrías ya cuando te lo dijo) viajado.
JG — Viajamos varias veces a Europa, también por el país y por Uruguay. No solemos hacer recorridos vertiginosos de un día por lugar, nos quedamos más tiempo, diez días o quince en cada ciudad. En vez de cambiar el auto, comprar un terreno o tener ropa cara, ahorramos para los pasajes y luego sobrevivimos en hostales, pequeñísimos departamentos de 14 m2 o habitaciones en casas de familias. Vamos al mercado, hablamos con la gente, cocinamos, caminamos como maratonistas. En Roma hicimos un promedio de doce kilómetros diarios. En Venecia estuvimos en un camping. Nos la rebuscamos para ir a los museos los días gratuitos o con ofertas. Alquilar auto también significa un ahorro y un contacto real con la vida de los pequeños pueblos; recorrimos Italia de norte a sur dos veces; Francia, de París a Toulón en un viaje, todo el sur en otro, y cruzamos desde Barcelona hasta Narbonne y de ahí hasta Burdeos, luego a Bilbao. También estuvimos en Londres. En Sicilia. Uruguay es sorprendente, desde Colonia hasta Montevideo y de allí, de regreso, por pueblitos del interior hasta Colón, en nuestra provincia de Entre Ríos. Y en todos lados, las librerías que no son grandes cadenas. Dialogar con otros artistas es revivificante. En Ostia estuvimos parando en la casa del escultor Francesco Zero; en Florencia descubrimos en la calle a un gran músico, Francesco Garito. Hay bares o pequeños restaurantes donde hacen encuentros de escritores, especialmente en París. Estoy esperando poder volver a Londres para encontrarme con un grupo de artistas argentinos que viven allá desde hace más de cuarenta años, como Mario Flecha, por ejemplo. Pero, en síntesis, no es necesario ir demasiado lejos, también disfruto enormemente pasar unos días en Necochea, Mar del Plata o Tandil, donde hay mucha actividad cultural. O aún más cerca, en el gran Buenos Aires. Hemos descubierto pueblitos hermosos, algunos tristemente abandonados al costado de vías muertas, paisajes sorprendentes en largos recorridos por viejas rutas de tierra o conchilla que unen caseríos rurales en los alrededores del partido de La Plata, desde Chascomús hasta el Parque Pereyra Iraola, desde la costa del Río de la Plata hasta Brandsen y Ranchos, sin necesidad de meterse en las grandes rutas. Almacenes, casi pulperías, donde se venden productos locales y marcas que han desaparecido en los grandes centros urbanos. Aquí también veo otra lectura de la realidad. Otros ritmos.
13 — ¿Cuáles son, dirías vos, tus condiciones ideales para escribir una novela? Y, además: ¿escribiste cuentos, relatos, microficciones?
JG — Desde los diecinueve años, cuando escribí mi primera novela, es el formato en el que me muevo con más comodidad. Si bien escribo poesía (muy de vez en cuando), la novela es mi puesto en la cancha. Creo que es mi modo de comprender. También es lo que más me gusta leer. David Foster Wallace, Roberto Bolaño, Modiano, Miguel de Cervantes, “La divina comedia”, son mis favoritos. Sí, escribí unos pocos cuentos, que me parecieron horribles y alimentaron la salamandra. Cuando tengo una idea, todo lo que anduvo suelto en papeles casi perdidos, notas, recortes, investigaciones, se vuelca en ese molde deforme. La novela es un gran animal en movimiento, omnívoro y que requiere toda clase de momentos, intensos algunos, reposados, divertidos, trágicos los demás. El mundo que nos rodea está repleto de novela. Podemos mirar y escuchar hacia cualquier lado y nos toparemos con una pequeña tragedia, un personaje sorprendente, diálogos increíbles, que luego habrá que procesar y ensamblar.
14 — Uno de tus hijos también es escritor, ¿no?
JG — Sí, mis cuatro hijos son muy creativos, cada uno a su manera. Martín tiene una novela publicada, varios libritos artesanales de cuentos y poesías, creó un programa de radio que es muy difundido por redes alternativas. Luis escribe muy bien, tuvo buen pulso para el dibujo y es un gran imaginativo en su oficio de productor de juguetes. José es músico, compositor, letrista, y tiene una banda muy conocida, “Valentín y los Volcanes”. Tomás es el que puede arreglar cualquier cosa casi de la nada; “llega el enanito con sus herramientas…”, como canta Silvio Rodríguez. Todos han heredado, creo, nuestra valoración de lo artístico. Entre sus recuerdos, además de los previsibles, siempre hablan de aquella vez que vimos la muestra de Dalí cuando eran muy chicos o cómo se turnaban para acompañarnos a la redacción de “Humor”. Deambularon como público y críticos de las obras teatrales que escribimos (a pedido de los actores y directores, que llegaron a corregir algún matiz si ellos se aburrían en alguna parte). Recuerdo que hicieron una versión de “La Odisea”, el episodio de las sirenas, cuando tenían de ocho a cuatro años. Se peleaban por ser Ulises.
15 — Has dedicado cuarenta años de tu vida a la docencia. ¿Qué aprendizaje te aportó la experiencia de enseñar?
JG — Como ya he dicho, de todo saco material para la escritura. Y la docencia es un territorio inmenso de diversidades. Di clases en la cárcel durante dos años y me sorprendí de mis prejuicios: esperaba malandras de televisión y encontré a pibes que eran muy parecidos a mis hijos, pero con menos suerte. Ningún asesino, violador o estafador de alta gama, “simples” ladronzuelos de gallinas que no lograrían salir del circuito (más del 80% son reincidentes), y que luego, en los últimos tiempos, se fue agravando por el consumo del paco que los fue convirtiendo en fieras descontroladas, y en la mayoría de los casos llenos de odio a cualquier uniformado. La cárcel es una demostración de la decadencia humana, a ambos lados de las rejas.
También estuve en la Disneylandia de colegios carísimos, con alumnos a los que acompañé en la preparación de exámenes internacionales con éxito. A la vez en colegios rurales, en escuelas suburbanas donde se desmayaban de hambre en medio de la clase o había que procurar que no tocaran la pared electrificada. Aprendí que el primer paso en la educación de un adolescente es el vínculo afectivo, porque ante el temor el alumno se retrae y solo empieza a funcionar el viejo cerebro reptílico, el sistema límbico, que impide toda comprensión y busca fugarse de la situación de peligro. Y para todos, un solo programa de estudios, que dio notables resultados: la lectura. Leerles en voz alta (de allí también mi gusto por la radio), y luego hacerlos leer. Leer y leer. En cualquier ámbito usé un plan metódico de lecturas que consistía en que cada uno tuviera un libro (comprado, de la biblioteca, fotocopiado, pdf o provisto por mí), lo leyera en dos semanas y lo fuera pasando con un sistema de rotación. Todo lo demás, es secundario. Allí están la comprensión, la sintaxis, el vocabulario, la ortografía, en fin, la cultura democrática. Logré hacer aplicar este mecanismo en varias secundarias y después de cuatro o cinco años de lecturas, nadie tenía problemas de comprensión ni de ingreso a la universidad o de salir bien parado en una entrevista laboral. Pero claro, hay algo previo a todo esto, y es que ese chico haya estado, y siga, bien alimentado. Si no es así, el esfuerzo es remar en la catarata. La docencia me puso en medio de la problemática humana, en carne viva, en la trinchera día tras día. Tanto en la secundaria como en las distintas universidades por donde anduve trabajando. El hombre ahí, cara a cara, con sus virtudes, sus necesidades, sus impulsos. Todo eso pasa mágica y directamente a mi literatura.
16 — “…traducir a un autor consiste en reescribir su obra”, leo en la novela “El marido americano” de Paula Winkler (Ediciones Simurg, 2012). ¿Dirías que es tanto así?
JG — En buena medida. Un buen traductor tiene que ser también escritor. Perdón, traductores, pero no es lo mismo el código de tránsito que los cuentos de Poe. Los franceses deben estar muy agradecidos a Baudelaire, por ejemplo. Jorge Luis Borges tradujo a Kafka y modificó “La metamorfosis” a su estilo, ya desde el título. En alemán, Die Verwandlung, quiere decir, “La transformación”, palabra menos prestigiosa, digamos. Y corrigió bastante del estilo repetitivo de Kafka. No creo que el traductor sea un traidor. La obra, en otro idioma, por otra pluma, es otra obra. Ni mejor ni peor. Otra. Por eso es tan importante asomarse, aunque más no sea a esa lengua. En el caso de las novelas es casi imposible, pero para las poesías hay que fomentar la edición bilingüe. Uno pispea con un ojo acá y el otro allá, y de ese modo se mete en el original. Por ejemplo, Shakespeare traducido a nuestro idioma es siempre versionado, porque en la mayoría de los casos se actualizan los arcaísmos, como “thou art”. To be or not to be, es solamente “ser o no ser”, pierde la polisemia de “estar o no estar”. Un ejemplo más cotidiano: ver las películas subtituladas o dobladas, no es lo mismo. Aunque sea un idioma muy extraño para nosotros, prefiero oír de fondo el mandarín y leer debajo el español.
17 — ¿“Morir en el intento”, “Dispensar confianza”, “Poner lo que hay que poner” o “Mirar de soslayo”?
JG — “Morir en el intento”, indudablemente. Una afirmación que detesto, visceralmente, reza: “es lo que hay”. Me parece la más penosa negación de toda lucha. No puedo desprenderme, al menos en eso, de mi condición de setentista. No proclamo que sea una virtud y reconozco que en algunos casos debería mirar para el costado, pero no puedo.
18 — Con tu primer poemario publicado a los sesenta y tres años y una última novela recién concluida, ¿en qué proyectos de escritura estás trabajando?
JG — Estoy tomando notas. Trabajo en varios canales a la vez. Dedico mucho tiempo al estudio intensivo de italiano y a la lectura de autores contemporáneos como Alessandro Baricco, Erri De Luca, pero ese circuito en lugar de abrumarme es también proveedor de ideas. Me gusta investigar para escribir. Ahora estoy en proceso de armar algo que esté ligado a las últimas teorías sobre el cerebro, la memoria, la física cuántica en sus connotaciones filosóficas (¿cómo algo puede ser dos cosas a la vez? ¿cuánto modifica la mirada a lo mirado?) y a la idea de que no hay un centro, que todo está en movimiento y desplazamiento. Ahora, mientras te respondo acá, sentado, con un mate y tan quietito, la tierra rota a unos mil doscientos kilómetros por hora, gira alrededor del sol a cien mil kilómetros por hora, todo el sistema en torno a la galaxia a más de doscientos mil. Y tanto la Vía Láctea como el universo también se desplazan y expanden. De esas nociones, surge una especie de monotema que me acompaña todo el día, me condiciona mi vida cotidiana, mi visión de la realidad. Inundado por la sorpresa de nuestra pequeñez y caducidad frente a lo inconmensurable del espacio y el tiempo. Para decirlo con palabras de Leopoldo Marechal, ahora estoy en el proceso ad intra. Expectante.
19 — ¿Cuál o cuáles de las siguientes citas más hondamente compartís?: Francis Ponge (1899-1998): “En cada instante del trabajo de expresión, a medida que avanza la escritura, el lenguaje reacciona, propone sus propias soluciones, incita, suscita ideas, contribuye a la formación del poema.” Raúl Gustavo Aguirre (1927-1983): “Aquello de que huyes es el poema. Aquello que te detiene y te espanta, es el poema. Él quiere pasar por aquí, eso es todo.” Jean Cocteau (1889-1963): “La Poesía es imprescindible, / aunque no sé para qué.” Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832): “El hombre sordo a la voz de la poesía es un bárbaro.”
JG — Coincido, en general, con todas las citas que me proponés. Sí, el lenguaje tiene vida, aunque intentemos huir nos atrapará; de todos modos, tenemos que entregarnos, caso contrario no alcanzamos la verdadera condición de seres humanos. La muy citada carta de Kafka a Oscar Pollak es una de mis banderas: “Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hagan felices podríamos escribirlos nosotros mismos, si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados en los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro puede ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo.” Es muy similar lo que dijo Roberto Arlt años después en el prólogo a “Los lanzallamas”: “Hay que escribir páginas que tengan la fuerza de un cross a la mandíbula.” Y Foster Wallace: “Lo esencial es la emoción. La escritura tiene que estar viva, y aunque no sé cómo explicarlo, se trata de algo muy sencillo: desde los griegos, la buena literatura te hace sentir un nudo en la boca del estómago. Lo demás no sirve para nada.”
*
Jorge Goyeneche selecciona poemas de su “Final de obra” para acompañar esta entrevista:
DEMOLICIÓN
La furia deja su reguero
de uvas pisoteadas,
cáscaras duras muellen el piso
y lo nievan azules
para que nadie pueda detener su marcha
encima de ella.
El novelista solo tiene enfrente enemigos de mezcla y ladrillos huecos, inevitablemente contra ellos la emprende con sus puños, a patadas, con las uñas, también la cabeza que arde por dentro se estampa y estampa hasta el inicio del mareo que sin embargo no es eficaz para detener todas las espinas y todos los clavos gigantes que saltan bajo la piel, tras de los ojos y desde los orificios de las narices, las orejas, innumerables los poros, queriendo ser erizo contra el aire. Otras personas serían necesarias para asedar la ira, que la materia con su estupidez solo consigue multiplicar el estallido.
Ay si pudiera romper cada milímetro de arena,
piensa como ebrio el novelista,
demoler cada nanogota de agua turbia
y fundir las chapas del techo
y los metales de los cables
y los caños. Pero está solo y tiene un mandato
que incluso sobrevive lúcido a la furia de aniquilación.
Allá estarán ellos esperándolo, con curiosidad por conocer las novedades, los progresos de la obra. ¿Cuánto falta para la casa necesaria, están puestas las ventanas,
andan las luces acaso?
Ninguna de las causas que lo han herido son suficientes para demoler la construcción,
sí para arrasar la ciudad y el pasado,
sí para hacer cenizas finales de quienes lo abandonaron,
sí, seguramente sí, para decapitar todas las asperezas
e injusticias,
todos los miedos de esa época,
a cada agente de la muerte y la tortura.
Más esa marca de infortunio que se le cruza en cada bocacalle.
Pero la casa que vendrá no se merece una venganza
sino memoria.
Y así cada rincón de la obra, cada caño, cerámico,
bombita de luz habrá de ejercer
su finalidad sin odio, pero sin olvido.
La casa será el libro a pesar de las tachaduras
y enmiendas, de tantas erratas y hojas pegadas.
La furia insiste con su espuma de aerosol,
de glifosato, fumiga todo el piso
y el campo que lo rodea.
La cabeza del fémur cepilla piedras
y cada tendón se empasta de cemento agrumado,
el universo entero entra en ebullición
big bang improductivo desolador
y las galaxias giran a contramano a sus ojos
que solamente ven lo que le han hecho,
en qué lo han convertido,
y a pesar del esfuerzo por salirse de ese pozo negro
y de la toda voluntad por construirse distinto,
el suelo donde pisa de vez en cuando lo envuelve
en el terremoto de su pasado,
de las frustraciones que no logra domesticar.
Sabe que uno es lo que hace
con lo que han hecho con uno (gracias, Sartre),
pero lo que han hecho sigue de hielo
a pesar de los paños calientes.
Y cuando salen, cuando vuelven con la hipotermia de la niñez,
se alza la furia,
una cuestión fisicoquímica de compensación de temperaturas
que en lugar de equilibrar,
simplemente
destruye el todo.
Aunque sea por un instante. Y sin embargo,
las paredes sobreviven.
*
EL LOTE
Ningún lugar es nada.
Toda esa tierra suya, seca y calcárea,
apisonada quizás por antiguas tropillas como una rastrillada
que no conduce a ningún destino,
esos metros cuadrados donde construir la casa que se resisten a la fuerza de sus brazos al filo de la pala y repican ante cada intento de penetración como un campanazo irritante,
toda esa tierra polvorienta donde el agua se estanca y no penetra con su oxigenación, donde no habitan lombrices que remuevan sino solamente hormigas egoístas que cavan su caverna y guardan el botín de hojas robadas, toda esa poca tierra suya muerta como un patio es algo.
Porque ningún lugar es la nada.
Allí debajo ciertamente, lo ven sus ojos rayos equis de novelista,
hay algún infierno,
algún pequeño submundo de ánimas viejas,
tal vez lejanos aborígenes que perdieran
de manera insólita su rumbo
vivifican desde abajo,
o la energía que volara de algunas vidas
como petróleo de dinosaurios.
La materia más cruda tiene también, piensa el novelista, algún brillo interior, llámese espíritu energía resto por siempre, y nada podrá interponerse entre las vidas que se acomoden en la casa allí arriba y esos númenes que emitan sub sole.
Aunque más no sea (y es mucho) estará toda la literatura
y toda la psicología. Habrá una puerta
que aborte la esperanza de los que la atraviesen
y luego todos sus círculos hasta los largos pelos
escalones que llevarán al purgatorio (entonces hay esperanza). Habitará el ello, indominable bestia (de cada uno de los que por arriba circularán), al acecho primitivo irracional
absolutamente frontal nunca mentiroso por eso mismo.
Y el superyó también habrá de pavonearse
con su cetro y su corona,
en el otro rincón del cuadrilátero inferior.
Sí, se dice (y le sirve de acicate para seguir con su obra bruta),
aquí se construye también desde el abajo,
y toda la materia no es solo cosa,
no hay tal,
no existe la nada, la nada no es,
la materia polvorienta,
la materia roca que le opone su muralla tiene vida
y alimentará y desnutrirá las otras, vigilará,
intentará mandar dominar, les gritará esto no
esto sí,
también les pinchará las plantas de los pies para que salten sangren puteen agredan.
Aunque sin lombrices, aunque puro mineral, ninguna casa es nada.
*
ESCALERA
La cara contra el piso es una crema de sangre.
Pero ninguna guerra, independencia, liberación.
Solamente una caída.
Antes hubo una mesa y sobre la mesa una escalera.
Mesa y escalera son mal maridaje,
y madera y caños soldados parecen incompatibles
salvo cuando se transforman en subibaja. Te veo y no te veo
fue el tris hasta el cerámico brillante
ahora pegajoso de sangre como crema. La cabeza
rozaba el cielorraso en su afán de conectar cables
(ay la casa con su eterna demanda de acciones)
y luego la nariz, los labios con sus dientes
en impresionante espectáculo unipersonal.
Levántate cien veces almafuerte, se dijo,
se autoconvenció voluntarista
aunque no se creía a sí mismo. Se levantó
como pudo, en minoría.
La omnipotencia tiene las patas cortas. Qué lejos
estaban todos,
y el novelista solo con toda su sangre afuera. En su estupidez pesó más la palabra que el dolor —por unos instantes, ciertamente— y se imaginó a sí mismo como media dada vuelta, como planeta con el magma afuera,
barco de agua en mar de tecas
(esta última metáfora le gustó mas, o sólo le gustó esa, la desarrollaría).
El dolor intenso es buen mensajero
y lo devolvió a su cara con el tortazo poco gag
de merengue rojo,
al brazo con todas sus partes en estallido
(uñas, dedos, muñeca y más el codo y más el hombro todavía).
Vino Pasado con modulación paterna y le dijo
“ya lo sabía te lo advertí”
vino Futuro y no habló pero en el aire quedaron las imágenes de oráculo fácil con radiografías, yesos, férulas, infiltraciones dolorosas, resonancias repletas de claustrofobia, hematomas, todo perenne. Esta vez no eran raspaduras del revoque ni moretones por martillazos ni pellizcos del alicate, pequeños poemas pizarnik.
Ahora se venía un 2666, un crimen y castigo con toda su culpa de novelista terco y omnipotente y pobre
que no puede
no quiere pagar
por lo que puede hacer él mismo,
él que todo lo aprende a los empujones con su furia
pura voluntad de burro,
que eso es sinónimo de artista creando objetos inútiles
y más aún si es novelista.
Todas esas páginas todos esos días con sus golpes pesadillas sangres que no impiden pedalear y pedalear, con sus felicidades breves más breves aún por tipear y tipear con desesperación de hombre libre.
La sangre seguía allí saliendo de sus narices
mala coagulación buena circulación
y en la casa en obra no hay botiquín solo un poco
de papel
y milagroso pervinox
que encorchan las fosas.
Limpia el novelista la cara con más miedo que al corregir escritos viejos y encuentra su cara de siempre, algo hinchada la nariz y los pómulos. Tal vez, piensa, le sirva para describir algún personaje secundario tras una pelea callejera. Alguien que vuelve del trabajo agotado y lleno de resentimiento contra su suerte miserable y se choca, pensará los detalles y las causas, con otro miserable maltratado por su familia (más arlt que cualquier otro). Sucede el cruce de golpes. Al fin y al cabo con menos se escribió el mito de Edipo.
El dolor insiste, anciano recurrente,
desmemoriado idiota
que vuelve y vuelve a decir lo mismo,
a golpear de nuevo
en el mismo hueso.
Reaparece la sangre
y gotea el piso tan trabajosamente colocado.
Una via crucis hasta el baño. Tanto dolor de afuera,
se dice, me hace olvidar mis culpas y mis cargas,
las pesadillas y malas memorias son tapadas
por la tierra densa de tanto líquido sinovial desparramado
ardiendo los músculos, tanta pared
y tanto piso contra los huesos.
Su cuerpo es un libro húmedo del que por ahora
intenta salvar el papel,
un libro quemado que apaga con las manos
y los pies descalzos.
No importa si quijote o novelita.
En la emergencia nadie pregunta por el carácter del moribundo. Maldita la velocidad de la sinapsis superior a la de músculos y tendones; el dolor llega un minisegundo después del pensamiento, o mejor decir, es tan inquieta y como de corriente alterna la idea que salta entre ay y ay permitiendo que el novelista en sangre elabore aunque de manera entrecortada unas imágenes,
pequeñas ratoneras donde esconderse
y espiar el mundo. Un titilar
de arbolito navideño, episodio mínimo,
pinchazo en el omóplato, diálogo
fugaz entre dos personajes
secundarios, ardor en el labio
cortado, sístole erótica, diástole tanática.
Nota el novelista que siempre ha sido igual entre su creación y su construcción cotidiana, una conciliación de remos que no siempre, que casi nunca, bogan simbióticos, que él gira y gira loco
sin salir de la nada
y el río lo mueve envejeciendo. Y hay que terminar la casa, hay que refugiarse de las lluvias y los fríos,
a golpes,
cómo sea,
vendrá luego de a poco la obra.
Por ahora el dolor insiste con su tenacidad de perro enceguecido.
*
SILENCIO
Aquí no hay ecos. La zanja,
los pozos con sus fierros trenzados se tragan como oxígeno los gritos.
Nadie verá el orín de esos metales mezclados
con tres de arena una de piedra y una de cemento.
El pasto no habrá de tiritar con la melodía del llanto
ni los acordes de la queja. Los animales
pastan lejanos y apenas si una vaca mueve su cabeza
hacia la fuente del lamento. Más tarde
irán trepando las paredes y entre sus huecos
se volarán ayes y puteadas. Y cuando la construcción
sea casi una casa,
todas las voces del novelista se colarán
entre la cal del revoque fino.
Allí estarán, a la espera.
*
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de La Plata y Buenos Aires, distantes entre sí unos sesenta kilómetros, Jorge Goyeneche y Rolando Revagliatti.
Fotografía: Rolando Revagliatti