De los días desde su estreno, lo que resultó es un gobierno que está a punto de empezar una segunda etapa sin haber vivido la primera. Suena a absurdo, pero así andan las cosas en este país cada vez más a la deriva.

A lo largo de los días desde su llegada al sillón presidencial, a lo que Brasil asistió, perplejo, ha sido a un desfile de ridiculeces de parte de ministros extraños, la revelación de casos de malversación de fondos públicos por el partido de Bolsonaro, además de la avalancha de denuncias involucrando a uno de los hijos presidenciales en grupos de exterminio y en una milagrosa multiplicación patrimonial.

También tuvo lugar la defenestración de un ministro, el de la Secretaría General de la Presidencia, y ahora el cerco se cierra sobre otro, el de Turismo, que enfrenta una sonora sinfonía de pruebas señalando cómo manipuló presupuesto público en las elecciones del pasado octubre.

Con la sucesión de denuncias similares, el discurso moralizante de Bolsonaro se hizo trizas. Se consolidó la imagen de que el clan familiar inventó una nueva forma de gobernar. Si antes hubo democracia y hasta cleptocracia (basta con recordar a los cleptómanos de Michel Temer), enfrentamos ahora el riesgo de vivir bajo una inédita ‘familiocracia’, el régimen del papá presidente y sus tres hijos trogloditas.

Desde el estreno, lo que hubo de concreto ha sido el envío al Congreso de una enmienda constitucional para modificar el sistema de jubilaciones, a cargo del “superministro” de Economía, Paulo Guedes, conocido especulador del mercado financiero y ex integrante del equipo económico de Pinochet. Es el pilar central del gobierno. Si fracasa, será su muerte prematura.

La otra medida fue el proyecto de ley destinado a combatir la criminalidad y a incrementar la seguridad pública, de autoría del “superministro” de Justicia y Seguridad Pública, Sergio Moro, que en sus tiempos de verdugo bajo el manto de juez condenó sin prueba alguna, basado en “convicciones”, al ex presidente Lula da Silva por corrupción.

La victoria de Bolsonaro se debe a la imposibilidad de Lula disputar las elecciones. Moro fue esencial para elegir a su ahora jefe. Su proyecto asegura impunidad a policias que en determinadas circunstancias -estar bajo ‘fuerte emoción’ o ‘justificable sensación de miedo’, por ejemplo-, ejecuten a ciudadanos a sangre fría. Cuando se recuerda que la policía brasileña es de las que más mata en el mundo, lo que pretende Moro abrirá las puertas a que tales desmanes alcancen el Olimpo de la impunidad.

Todo eso sirvió para crear en Brasil un clima que es una mezcla de inquietud, preocupación, expectativas desinfladas (por parte de la sacrosanta entidad llamada ‘mercado’), indignación y miedo. Al fin y al cabo, lo que existe es un evidente desequilibrado sentado en el sillón presidencial. ¿Quién logrará hacerlo despertar a la realidad?

La tensa situación creada por el cerco a la Venezuela de Nicolás Maduro, encabezado por Donald Trump y acatada con entusiasmo por Bolsonaro, podrá postergar la respuesta por algunos días. Vale recordar que antes de mantener la esdrújula idea de insistir en el envío de “ayuda humanitaria” -arroz norteamericano, leche en polvo y medicinas brasileñas-, pese a la obvia imposibilidad de cruzar una frontera cerrada por el mandatario venezolano, Bolsonaro consultó a los generales que le rodean. Los tres más poderosos –Augusto Heleno, que ocupa el Gabinete de Seguridad Institucional y es el verdadero líder del bloque uniformado, entre ellos– se mostraron contrarios a la idea. Pero el capitán ni se inmutó.

Tan pronto termine el conflicto en Venezuela, independiente del resultado, les tocará a ellos, a los generales, organizarse para tutelar al capitán inepto y principalmente presionar al trío de perros rabiosos –los hijos presidenciales– para que se callen para siempre. Ya son 50 militares –casi todos generales del Ejército– distribuidos entre el primer y el segundo escalón del gobierno. Algunos académicos llaman la atención a este punto: no se trata de un gobierno militar, si no de militares invitados a participar de un gobierno.

No importa: sería, en última instancia, consecuencia de la absoluta falta de cuadros políticos o técnicos mínimamente cualificados alrededor de un presidente igualmente sin cualificación alguna. La gran cuestión, en todo caso, persiste: ¿quién logrará despertar a Bolsonaro para que empiece a gobernar o se vaya de una vez?