Por: Javier Tolcachier. 11/05/2020
El cambio es posible y depende de la acción humana
Silo, Cartas a mis amigos
La protesta indignada de millones de seres humanos contra los abusos de un sistema inhumano dio paso en pocas semanas al vaciamiento obligado de las calles ante el peligro de contagio masivo. El enérgico reclamo social fue tibiamente reemplazado por cacerolazos esporádicos, reivindicación digital, reuniones en línea. El activismo fue dedicado a la solidaridad con las personas más expuestas y con los sectores castigados por el recrudecimiento de la pobreza y el hambre.
La pandemia expuso, de manera irrefutable, el abismo al que el capitalismo en su variante financiarizada y neoliberal condujo a la sociedad humana. Pero también fue funcional coyunturalmente a la continuidad de regímenes golpistas, a la postergación de transformaciones políticas y al aumento del control social y la vigilancia electrónica.
Mientras un funesto conteo de muertos y enfermos por el COVID-19 – cuyo epicentro son los centros de poder- llena la primera plana de la mediática mundial, no sucede lo mismo con las plagas estructurales, por las que millones sufren y mueren a diario en los muy anchos márgenes del mundo.
Las plagas actuales y futuras
Si por un instante se corre el velo de la necesidad de evitar una mayor tragedia sanitaria y se observa en qué situación está la humanidad, queda más que claro cuáles son las “otras” medidas de prevención y atención que deben tomarse, con igual urgencia.
Aún cuando el desglose facilita el detalle, la íntima relación que conjuga las pandemias sociales de la actualidad revela una estructura sistémica a superar. Es el sistema el que ya no sirve.
Hambre, miseria, desigualdad
Aún cuando la progresiva conexión entre las realidades de todos los pueblos del mundo y la concertación internacional en base a objetivos de desarrollo sostenible (ODS) ha logrado reducir sustancialmente algunos indicadores, las estadísticas actuales continúan siendo devastadoras.
A nivel mundial, una de cada 10 personas está en la indigencia total, mientras 2 de cada diez está bajo la línea de la pobreza. Claro que con diferencias enormes entre lugares. Mientras 43 de cada 100 seres humanos que viven en el África Subsahariana mal subsisten con menos de 2 unidades de moneda estadounidense – lamentable patrón aún en la estadística internacional – en los países de la OCDE esta proporción es de apenas 0.7 por cada cien.[1]
Un cuarto de la humanidad trabaja por 3 monedas diarias y cuarenta y dos de cada 100 personas carecen de protección social (cobertura por enfermedad, pensión, derecho a vacaciones, etc.).
El hambre ha vuelto a crecer y continúa mordiendo a más de 820 millones de personas mientras un número cercano a los 2000 millones padece inseguridad alimentaria, según indica el más reciente informe de la FAO (2019).[2]
La mayoría de los países que exportan alimentos, ven crecer en sus propias poblaciones el hambre y la inseguridad alimentaria.
En las últimas cuatro décadas, señala el Informe sobre la Desigualdad Global 2018, el 1% de mayores ingresos a escala global, recibió el doble de ingresos que el 50% más pobre. Esto se debe fundamentalmente al traslado de la riqueza del dominio público (estatal) al dominio privado operada por la ola neoliberal y la megaescala especulativa que hoy domina la economía mundial.
Ambas, en conjunto con la evasión de capital hacia guaridas fiscales, limitan la capacidad de los Estados de nivelar la situación socioeconómica de sus poblaciones.
En Occidente el poder económico se halla acumulado en fondos de inversión, que controlan a los grandes bancos y a miles de empresas multinacionales. El fulgurante crecimiento en China (sin dudas el punto más dinámico de todo el Oriente en términos económicos, pero de ningún modo el único) ha permitido que 641 millones de personas se incorporen a la clase media (y al mercado de consumo global), colaborando con el descenso de la desigualdad mundial, pero aumentando al mismo tiempo la clase millonaria. China tiene ahora 4.4 millones de personas con un patrimonio superior al millón de dólares.[3]
La situación de hambre, miseria y desigualdad se verá recrudecida por la retracción de la economía mundial producida por la crisis sistémica y la súbita aparición del coronavirus.
Alrededor de 500 millones de personas más podrían verse arrojadas a la pobreza, señalan estimaciones de la organización no gubernamental OXFAM. Por su parte, la OIT indica en su reciente informe que “las medidas de paralización total o parcial ya afectan a casi 2700 millones de trabajadores, es decir: a alrededor del 81 por ciento de la fuerza de trabajo mundial”. Tan sólo en el segundo trimestre de 2020 se perderían 195 millones de empleos de tiempo completo mientras que la pandemia vírica “afecta a casi 1.600 millones de trabajadores de la economía informal y provoca una disminución del 60% de sus ingresos”, señala la organización.
Armamentismo y guerras
Al mismo tiempo, el instituto sueco SIPRI informa que en 2019 el gasto armamentista global alcanzó un nuevo nivel récord con un crecimiento de 3.6% respecto a 2018, continuando la tendencia al alza de los últimos años. El despilfarro bélico sumó 1917 millones de millones de dólares o sea 60800 dólares por segundo.
A la cabeza de este desatino, como desde hace décadas, los Estados Unidos concentran un 38%, mientras que China ya gasta un 14% del total. En 2018 las acciones bélicas continuaron en 27 conflictos, la mayor parte de los cuales se sitúan en el África Subsahariana (11), Medio Oriente (7) y el Sudeste asiático (7), precisamente en las regiones en las que la miseria y la desigualdad hacen estragos.
Treintaiséis naciones ya han ratificado el Tratado vinculante de Prohibición de Armas Nucleares firmado en 2017 (de cincuenta necesarias para su entrada en vigor), mientras que Estados Unidos y Rusia, que poseen el 90% del arsenal nuclear, continúan con “extensos y costosos programas para sustituir y modernizar sus ojivas nucleares y sistemas vectores aéreos y balísticos, así como las instalaciones de producción de armas nucleares.”- según consigna el SIPRI. El contrasentido de pretender detener la catástrofe sanitaria mientras la humanidad continúa amenazada con su total destrucción por la posibilidad de una guerra termonuclear terminal, convierte a la actual gobernanza mundial en una peligrosa banda criminal.
Violencias, exclusiones, discriminación
Las diversas formas de violencia continúan asolando a la sociedad humana.
A los avances indetenibles del género femenino (aumento de la edad de casamiento, mayor reconocimiento social y legal de diversas formas de pareja, decrecimiento del número de hijos, mayor libertad para elegir sobre la maternidad – si tener, cuándo y cuántos hijos-, mayor autonomía económica, paridad educacional, entre otros indicadores), el sistema patriarcal reacciona con múltiples violencias.
Desde el asesinato, la violación, el acoso, la explotación económica, la exclusión educativa y laboral, la segregación en las decisiones, la falta de reconocimiento de las labores de cuidado, las mujeres enfrentan en pleno siglo XXI todavía un escenario cotidiano plagado de agresiones.
Además de las pandemias de siglos de exclusión social y agresión contras las mujeres, la discriminación y persecución étnica, religiosa y generacional, el discurso de odio, la represión y la manipulación mediática continúan constituyendo un repertorio repugnante de violación a los derechos humanos.
La opresión política y cultural del neocolonialismo
A las demandas de creciente autonomía y multilateralismo, los poderes imperialistas que gobernaron el mundo durante los últimos cinco siglos, oponen sus apetencias neocoloniales. Los vástagos estadounidenses del extendido imperio inglés y una Europa militarmente ocupada se asocian en el intento de reconquistar lo que les permitió una posición ventajosa: esquilmar impiadosamente las riquezas de los pueblos del Sur global.
Sin embargo, los pueblos vejados, luego de su independencia e interminables guerras fomentadas por el Norte, han aumentado su potencia y reclaman la reformulación del statu quo global.
En los estertores del Viejo sistema-mundo, el desafío es punzante y vigente: el Sur exige reparación histórica y nivelación de condiciones de vida con el Norte, mientras que el Este inclina la balanza de un planeta dominado por Occidente.
El conflicto se desarrolla en el campo económico, científico y militar, pero es mucho más profundo. Se trata de quebrar la hegemonía cultural que ha forzado a las mayorías mundiales a ser extraños de sí mismos.
Tecnodictadura corporativa
La aparición del corona virus ha evidenciado y acelerado la tendencia hacia la dependencia de la alta tecnología. Tecnología que se encuentra concentrada en unos pocos conglomerados que absorben cualquier intento alternativo y ejercen poder decisivo sobre las interacciones humanas en el ámbito virtual.
Las fuentes de subsistencia, la educación, la alimentación, la salud, las comunicaciones, la autodeterminación política, entre otros tantos campos, se ven profundamente atravesados por el poder de las corporaciones digitales.
Lo que podría constituir un avance enorme para la liberación humana, constituye en la actualidad una nueva esclavización, una imposición de plataformas y arquitecturas de comunicación que en su diseño y modo de funcionamiento, condicionan la vida desde un propósito de rédito inacabable.
Modificar esta tendencia hacia una tecnodictadura corporativa implicará la reversión de la esfera digital del dominio privado al dominio público, común y al derecho universal, para que el conocimiento, acumulación del esfuerzo humano durante milenios, vuelva en beneficio de todos.
Deterioro medioambiental
El actual descenso de consumo y movilidad generado por la pandemia del Covid-19 ha constituido un breve respiro medioambiental. Sin embargo, el insaciable buitre del capital volverá sobre su presa ni bien culmine la fase transitoria de prioridad pandémica. El “crecimiento” económico y la desigual distribución son la esencia del sistema y también son los factores primordiales de la destrucción ecológica.
La invasión del espacio rural y silvestre, la expulsión de asentamientos humanos, la irracional explotación de recursos escasos y no renovables, la polución del aire y las aguas, la degradación del suelo, el aniquilamiento progresivo de especies animales, el consumismo absurdo, son fenómenos que no desaparecerán con la pandemia, sino con la transformación radical del modo de vida y organización social, hoy asfixiado por el capitalismo y por un sistema de valores anclado en la apropiación.
¿Qué haremos?
Los fenómenos humanos no son mecánicos sino intencionales. Aún cuando la historia muestra una forma espiralada en la que a cada surgimiento y desarrollo corresponde una posterior decadencia y emergencia de un ciclo de calidad superior, aún cuando el reemplazo generacional aporta continuamente nuevos elementos a un paisaje humano establecido pero a la vez dinámico, los acontecimientos entre estas condiciones son producidos por las intenciones humanas.
Por lo demás, cada época tiene su matiz y sus momentos y comprenderlos y aprovecharlos para la evolución es tarea de los conjuntos humanos.
La humanidad se encuentra en un momento crítico, sin duda preexistente a la expansión de la epidemia del coronavirus. Epidemia que atacó con mayor intensidad a las naciones más poderosas y a las metrópolis populosas. Esta crisis implica fracaso de la globalización neoliberal y un punto de inflexión del sistema en su conjunto, pero también incertidumbre, reflexión y la posibilidad de un nuevo momento revolucionario.
Las nuevas Revoluciones
En el libro Cartas a mis Amigos, Silo señala “Debemos distinguir entre proceso revolucionario y dirección revolucionaria. Desde nuestra posición, se entiende al proceso revolucionario como un conjunto de condiciones mecánicas generadas en el desarrollo del sistema” y seguidamente “La orientación en cuestión depende de la intención humana y escapa a la determinación de las condiciones que origina el sistema.”[4]
Las condiciones propicias son innegables. Resta ver ante qué desafíos se encuentran las intenciones e intentos de transformación.
Entre las paradojas a resolver por las nuevas revoluciones está la necesidad de unidad de las fuerzas evolutivas frente al evidente momento de ruptura de lazos sociales mediado por una desestructuración general. Esta desestructuración promueve la falta de cohesión y corroe las antiguas formas organizativas de acumulación y acción.
Lo mismo sucede con el reclamo por una mayor horizontalidad y paridad en las decisiones – característico en una amplia franja de las nuevas generaciones y sano precedente de una futura democracia real – frente a las urgencias de orientación y coordinación que sienten los conjuntos humanos ante un futuro incierto. A la luz de estas premisas, en apariencia encontradas, es preciso analizar el rol de los liderazgos entendidos como concentradores de las necesidades y aspiraciones de los pueblos.
Otro tanto sucede con la ocupación de la institucionalidad vigente como forma de “tomar el poder”, toda vez que ésta se halla en situación dependiente, vaciada y carcomida por los poderes reales. Frente a este cuadro emerge la indignación social masiva, cuya carencia de formas nuevas finalmente la condena a su canalización – y devaluación- en el marco del viejo esquema.
Por otra parte, la inminencia de un nuevo ciclo de la historia se enfrenta a la desintegración del tejido social y la desorientación por los cambios veloces en los que está inmersa la sociedad humana, los que se prestan como caldo de cultivo para las corrientes regresivas, que se apoyan en el abandono, la exclusión y la falta de sentido que experimentan millones de seres humanos.
Los eventos de 2011, en los que multitudes avanzaron en marea reclamando nuevas condiciones de vida en lugares como Túnez, España, Estados Unidos, Egipto o Turquía, las masivas manifestaciones feministas, la multiplicación de huelgas y protestas planetarias por acciones contundentes contra el deterioro medioambiental han sido muestras inequívocas de un hastío mundializado y simultáneo.
Mientras estas marejadas surgieron de acciones sumamente localizadas pero simbólicamente potentes, los procesos políticos de cambio nacionales sirvieron con anterioridad de faro que iluminó el camino a otros. Estas experiencias cercanas permiten inferir que los efectos demostración, que los gestos y las transformaciones que se operan en un punto poseen el potencial necesario para implicar al resto.
¿Habrá un núcleo poderoso de ideas y acción que pueda actuar de manera concentradora de las mejores intenciones sin inhibir la vitalidad de lo diverso y a la vez producir efectos demostración imprescindibles para guiar las acciones humanas de manera planetaria?
Quizás el Humanismo, en su sentido más amplio, podría estar llamado a tender los puentes y actuar como foco convergente, en las ideas y en la acción. Un humanismo que recoja tanto las necesidades objetivas como las subjetivas, un humanismo que coloque el desarrollo humano como valor y preocupación central, un humanismo que no oponga la aspiración de transformaciones sociales a la búsqueda existencial y espiritual, sino que las combine.
Una vez atravesado este período compartido de cuidados y distanciamiento social, sin duda que continuaremos con la protección colectiva. A fin de superar las pandemias estructurales, sin embargo, será fundamental no desentenderse de los graves problemas que sufre la comunidad humana. Es decir, no “lavarse las manos”.
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
Fotografía: AARP.