Por: Luis Armando González. 14/06/2025
No quiero hacer simplemente un discurso; quiero exponer hechos, porque los hechos son más convincentes que todas las frases retóricas, que todas las bellas palabras, ya que a través de los hechos se pueden sacar consecuencias justas y a través de los hechos se escribe la Historia.
Dolores Ibárruri (La Pasionaria), 1936.
I
Aclaro, de entrada, el origen de estas reflexiones. Resulta que en una conversación que sostuve a finales del año pasado con una amiga asturiana ella me contó de una polémica que había tenido, en un bar, con una señora seguidora del dictador español Francisco Franco, de quien la susodicha hablaba maravillas. Mi amiga, indignada, le llevó la contraria. Por su parte, sus amigos del bar, lejos de respaldarla, la hicieron sentir culpable por haber contrariado a la señora. Cuando conversábamos no pudimos evitar concluir que, aunque Franco se hubiera muerto, el franquismo (su simbolismo cultural, para el caso) seguía vivo en algunos sectores de la sociedad española. Desde entonces no dejé de darle vueltas al asunto; no dejé de pensar, ya más en general, en que cuando los dictadores dejan el poder queda la “obra” de su dictadura como un pesado lastre para quienes los relevan. Estas reflexiones sintetizan bastante de lo que he pensado sobre el tema.
II
A ver si me explico. Cuando anoto “franquismo sin Franco” no me refiero –ni quiero centrarme—en la figura del dictador Francisco Franco (1892-1975). Podría haber escrito “martinismo sin Martínez”, “pinochetismo sin Pinochet”, ”porfirismo sin Porfirio” o “estalinismo sin Stalin”. O sea, mi referencia a Franco (y al franquismo) es sólo por comodidad retórica, siendo que lo que me interesa es, por un lado, destacar a gobernantes que no sólo ejercieron su mandato de manera dictatorial (en el caso de Stalin, de forma totalitaria), sino que, quizás creyendo que serían eternos, permanecieron en el poder durante un largo periodo de tiempo: Franco de 1939 a 1975, Pinochet de 1973 a 1990, Martínez de 1931 a 1944 , Porfirio Díaz de 1876 a 1911 y Stalin de 1924 a 1953.
En sus respectivos ejercicios de gobierno, estos dictadores –y otros muchos del mismo estilo—, al concentrar un poder excesivo en sus manos (y hacerlo sin controles de ningún tipo), tomaron decisiones, cambiaron leyes e instituciones e impulsaron proyectos guiados, principalmente, por sus prejuicios, gustos, preferencias, intereses y compromisos. Es decir, actuaron arbitrariamente. Su ejercicio de poder fue autoritario, entre otras razones, porque fue arbitrario; esa arbitrariedad permeó el conjunto de sus acciones de gobierno, secundadas, obviamente, por séquitos de servidores que ejercían, ahí donde podían, la dosis de arbitrariedad que les había sido otorgada.
III
¿Y la sociedad (su bienestar, intereses y necesidades)? Pues en general, y en sus sectores más pobres y débiles, a quienes gobiernan dictatorialmente les resulta del todo indiferente, cuando no sea para hacerla foco de los abusos y “autoridad” emanados de los círculos de poder. Eso de “dictaduras buenas” para la sociedad es un mito que no se resiste ante las pruebas de la realidad: un ejercicio de poder dictatorial suele causar muchos daños y muy pocos beneficios a la sociedad. Más aún, estos presuntos “beneficios” no deben separarse (deben ser vistos y entendidos a la luz) de aquellos muchos daños.
Como quiera que sea, los dictadores y sus séquitos tarde o temprano (a veces más temprano que tarde, a veces más tarde que temprano) abandonan (o son forzados a abandonar) el poder. Cuando eso sucede, si quienes los relevan no buscan (expresamente o solapadamente) continuar con un ejercicio autoritario del poder, se concentran, por un lado, en corregir los desmanes y abusos cometidos bajo la dictadura (por ejemplo, liberar a presos políticos y restituir las garantías constitucionales) y en restablecer (o crear) los andamiajes básicos para que los mecanismos democráticos (electorales, por ejemplo) funcionen.
Lo anterior por supuesto que está bien. Es imperioso corregir los daños inmediatos causados por la dictadura, especialmente aquellos que atañen a graves violaciones de los derechos humanos, pero también es importante prestar atención a daños que, si bien no revisten un carácter de urgencia, pueden dar lugar (y de hecho, han dado lugar en distintas naciones) a repercusiones perniciosas en el mediano y el largo plazo.
IV
Justamente, eso es lo que quiero destacar con la expresión “franquismo sin Franco”: me refiero al legado institucional y jurídico, político y cultural, que dejan como herencia los dictadores una vez que abandonan el poder. En virtud de ello, el dictador deja el poder pero su legado dictatorial queda vigente, marcando las pautas institucionales, jurídicas, políticas y culturales que sus naciones seguirán posteriormente.
Tomar este legado como algo intocable, e incluso digno de reverencia, es lo más contraproducente que pueden hacer quienes buscan edificar un orden institucional, jurídico, político y cultural que sea lo opuesto a un orden dictatorial, es decir, un ordenamiento democrático. Y ello porque ese legado autoritario –el franquismo sin Franco, el pinochetismo sin Pinoichet— será un obstáculo brutal para sus propósitos democratizadores.
Nunca se debería perder de vista que el conjunto de las decisiones de un gobernante autoritario está permeado de autoritarismo, esto es, de arbitrariedad; y la arbitrariedad de un dictador (y su séquito) expresa sus prejuicios, cambios de humor, temores, ambiciones, fantasías e intereses. Por tanto, los cambios en la institucionalidad, las normativas jurídicas, los planes, proyectos e iniciativas están lastradas por estas fallas de origen. A lo cual cabe añadir lo inconsulto e ilegítimo de unas decisiones que se toman e imponen, precisamente, porque los controles constitucionales han sido abolidos.
V
Lo anterior da un marco de razones suficientes para que, cuando un dictador deja el poder, su “obra” jurídica, cultural, institucional y política no deba (no tenga que) ser reconocida por las nuevas autoridades democráticas. Pero no basta con ello: esa “obra” debe ser desmontada, anulada, declarada improcedente o lo que sea que se haga para no darle ni la más mínima vigencia y legitimidad. Soy drástico en este punto: no debe conservarse nada de ese legado pues al hacerlo se estará abriendo una grieta por donde se filtre y perviva la herencia autoritaria.
Por supuesto que quienes relevan a un dictador pueden no asumir la necesidad de deshacerse de su herencia. Puede que lo hagan por conveniencia, dado que pretenden seguir ejerciendo el poder de forma dictatorial. O puede ser que lo hagan por ingenuidad, creyendo que una vez fuera del poder el dictador la dictadura se ha difuminado. O puede ser que crean que hay decisiones o acciones “salvables” de la dictadura, sin darse cuenta de que lo más probable es que eso “salvable” esté permeado también de un nervio autoritario; al igual que está permeado de las limitaciones que tiene todo aquello que no se somete al escrutinio de la crítica (como suelen las decisiones de dictadores que se creen en posesión de la verdad).
VI
En suma, tras el fin de una dictadura es preciso tomarse en serio –muy en serio— aquello que pretendió ser, por parte de los dictadores, su obra más perdurable en las leyes, las instituciones, la cultura y los edificios. No creo que sea exagerado decir que no hay dictador sin ansias de eternidad; de ahí la necesidad que tienen de dejar huellas de ese afán en las instituciones, las leyes, la cultura y la infraestructura. Ahí quedan las huellas y el legado de los dictadores cuando dejan el poder. Por un asunto de saludo democrática y cívica esas huellas y ese legado deben ser desmontados usando las energías, la creatividad y la lucidez que sean precisos.
El “franquismo sin Franco”, el “martinismo” sin Martínez o el “pinochetismo” sin Pinochet son señal inequívoca de la pervivencia de su autoritarismo más allá de los respectivos ejercicios de poder dictatorial y de la muerte física de Franco. Martínez y Pinochet. Un desafío de primera importancia para los demócratas auténticos es tomarse en serio, para desmontar totalmente, lo que queda de una dictadura cuando el dictador ya no está.
San Salvador, 9 de junio de 2025
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Fotografía: Resumen latinoamericano