Por: Rafael Rodríguez Cruz. Rebelión. 04/07/2018
Las élites de esa región, gente de ascendencia europea variada, se enfrentaron siempre a una negritud antillana. Sí, sobrevivieron ambas tradiciones, pero al final la negritud fue la de mayor energía cultural.El negro, por su bagaje cultural y su visión de mundo, fue quien mejor se adaptó a nuestra geografía y clima. La negritud es el polo definitorio de las relaciones raciales en el sureste de Puerto Rico. |
Según Hegel, las cosas son susceptibles de muchas definiciones. Todo depende del aspecto que se destaque. La labor de la filosofía consiste precisamente en servir de guía a quienes trabajan en la formulación de distinciones sobre lo real. Es decir, a los historiadores, escritores y poetas.
Pocas regiones de Puerto Rico han sido objeto de tanto esfuerzo de definición como el sureste. No es para menos. Entre 1898 y 1932, la comarca vivió un gran drama. Podríamos definirlo como el drama de la producción de azúcar en gran escala. Tal definición, si bien va al punto, deja de lado aspectos cruciales de lo vivido en la zona durante esos años. En primer lugar, podemos mencionar el aspecto cultural, resultante de la interacción entre la negritud caribeña y el criollismo de ciudades como Guayama. Las élites de esa región, gente de ascendencia europea variada, se enfrentaron siempre a una negritud expresamente antillana, también de ascendencia isleña diversa. Sí, sobrevivieron ambas tradiciones, pero al final la negritud fue la de mayor energía cultural. Los ricos del sureste eran de origen español, francés, anglo y hasta canadiense. Pero los negros del litoral, además de sus raíces africanas, mantuvieron viva la gran espiritualidad afroantillana de lugares como Haití y Martinica. El negro, por su bagaje cultural y su visión de mundo, fue quien mejor se adaptó a nuestra geografía y clima. La negritud es el polo definitorio de las relaciones raciales en el sureste de Puerto Rico.
Igualmente importante fue el aspecto literario del drama regional de esos años. El sureste fue el epicentro de la gran poesía escrita de Puerto Rico durante la primera mitad del siglo XX, particularmente en las obras de Lloréns y Luis Palés Matos. Líricamente ciclópea, la obra de ambos fue temáticamente extensa. Esto fue importante, pues no hubo aspecto de nuestra identidad espiritual que el imperialismo no acorralara con intención genocida. Lloréns, primero, y Palés, después, cobijaron en sus versos y prosa los elementos básicos de nuestra identidad de pueblo antillano. ¿En qué consiste el ser boricua?; esa era la interrogante. En muchos sentidos, estos dos escritores fueron nuestros grandes filósofos de la primera mitad del siglo XX. La filosofía, por razones del imperialismo cultural anglosajón, se refugió en la literatura.
No se puede caer en la sordidez. La filosofía puertorriqueña, es decir, la interrogante acerca de quiénes somos espiritualmente, encontró en Lloréns y Palés dos intelectuales gigantes. No solo fueron pilares fundamentales de la creación literaria en el sureste, sino que dieron definición a la poesía nacional y a la temática de la identidad. El tema de la negritud, por ejemplo, está presente en la lírica y prosa de ambos. Con Llorens y Palés quedaron «puestos para el pensamiento» los momentos centrales de nuestro paradigma de pueblo antillano culturalmente enfrentado al imperialismo más poderoso del planeta. Estos autores hermanaron la literatura y la filosofía. Lloréns nos dio, en su metafísica, la idea de la puertorriqueñidad pura. Palés, en su visión dialéctica, nos legó la idea del Estar, como elemento de la identidad. Del criollismo crepuscular del juanadino, al Estar en boricua del guayamés, de la metafísica a la dialéctica.
Más recientemente el sureste se ha posicionado a la vanguardia del renacer cultural y literario de la isla. Me atrevo a incluir en este proceso tanto a las nuevas expresiones de la bomba de la región, con su contenido francoantillano, como el reciente libro de Marta Aponte, PR 3 Aguirre. De nuevo, todas las cosas, incluyendo las experiencias humanas, son susceptibles de múltiples definiciones. En PR 3 Aguirre, Aponte nos brinda una visión, literariamente engalanada, del diario vivir de los personajes que construyeron (y combatieron) la gran industria y sociedad del azúcar. El sustrato de lo que hemos llamado “el gran drama del sureste” es el azúcar, pero esto adquirió materialidad a través de la actividad pensada de seres humanos concretos.
Despojado de todo adorno social, es decir, en su expresión más básica, el drama del sureste implicaba la siempre mal comprendida geografía de la región. Nos referimos al capricho del capital monopolista estadounidense de transformar el litoral en una vulgar fábrica de azúcar para la exportación a gran escala. Ese proyecto chocó de inmediato con la topografía, hidrología y clima del sureste. Árida y seca en su exterior, la costa que va de Santa Isabel a Yabucoa es uno de los sistemas ecológicos más delicados del Caribe. Además, es parte integral de la cordillera de montañas que le quedan al norte, y de cuyas aguas se nutre gracias a las empinadas montañas. El gran drama del sureste fue, y sigue siendo, también el agua. Al fin y al cabo, para producir una libra de azúcar se requerían, en 1915, cuatrocientos galones de agua.
Tanto impresiona echar un vistazo al mar Caribe desde los elevados picos de la Cordillera Central, como observar la muralla de montes desde la costa. Llanos y montañas son aquí dos colindancias tajantes, sin miramientos y sin transiciones. El agua dulce las une. Poco se piensa en esto, o sea, en la geología y geografía del sureste. En la costa escasea el agua; en los montes, abunda. Por su configuración topográfica, los ríos de la región son secos y breves. Andan siempre con prisa. Tan pronto se crecen con una llovizna, como desaparecen en sus cauces llenos de piedras volcánicas. Derechito al mar se va el agua, con una prontitud que asusta. La sequedad, la aridez es lo que define el sureste; sí, pero no es una sequedad cualquiera. Es un truco de magia: «Basta un palmetazo de lluvia para que todo despierte a un mágico verdor. Es como una ilusión, como un espejismo vegetal y radiante que apenas dura un momento», al menos eso dicen en Guayama. El sureste es la región de la literatura mágica de Puerto Rico. Uno de los componentes esenciales es el agua; el otro, la dialéctica de raza.
En su novela Litoral, Palés Matos nos da su noción de que «pueblo es acomodación básica entre raza y paisaje». Durante siglos antes de la colonización no hubo en la región sureste otro elemento cultural que no fuera el susurro indígena de la «leyenda del Guamaní». Incluso el negro, traído por la fuerza bruta de los conquistadores después del exterminio de los taínos, se adaptó a la fingida infecundidad de los suelos. Allí, todavía abiertas las heridas de los latigazos del mayoral, el negro encontró una forma de desenvolverse como en su propia casa. El europeo, sin embargo, nunca dejó de ser un extraño en las jóvenes tierras: «En el proceso original de nuestra formación psicológica, nos encontramos con dos fuerzas cardinales en lucha: una, la actitud hispánica, huidiza, inconforme, inadaptable; otra, la actitud negroide, firme y resueltamente afincada en el ambiente nuevo».
A partir del 1898, y ante la perspectiva de enriquecimiento con la gran siembra de caña de azúcar para la exportación, lo que antes había sido una lucha contenida en los límites de un imperio decadente, devino una terrible tragedia. El sureste, con sus suelos áridos pero fértiles, sería en adelante tan solo un objeto, una cosa, una mercancía. Para el capital estadounidense, la naturaleza semidesértica del litoral no era más que otra oportunidad de doblegar las fuerzas del medio ambiente, de someterlas a la voluntad del hombre moderno y su ciencia objetiva. Había que traer agua a los llanos de la costa sur, por los medios que fuera.
Miradas con el corazón abierto y de frente, particularmente desde la bahía de Jobos, los topes de la Cordillera Central nos obsequian la imagen de un animal alargado en reposo. Lo que vemos es su espalda extendida, como ocurre al observar un caballo joven y fuerte reposando en el suelo. Entre 1900 y 1915, precisamente durante la época en que discurre el drama social de que nos habla Marta Aponte en su libro, el hombre blanco, con su tecnología y ciencia, perturbaría la paz milenaria de esos campos. Buscando el agua dulce, siempre necesaria para la producción de azúcar, los nuevos capitalistas invasores ascenderían el cauce del río Guamaní con la misma mentalidad violenta del antiguo conquistador español, sometiendo el majestuoso Carite a sus designios. No es que el agua no llegara nunca a la costa; es que la magia del río Guamaní no le encajaba a las necesidades regularizadas de la producción de azúcar.
Para hacer su voluntad, el nuevo invasor no tardó en revertir por la fuerza los cauces y riachuelos de toda la región montañosa de Guayama. Al río de la Plata, acostumbrado como estaba a desembocar en el norte, le puso un bozal en la boca y lo obligó a mirar al sur. Como si se tratara de domar a un joven alazán, le puso gríngolas, le amarró sus patas y su crin. No conforme con eso, apresó sus remolinos y creó lagos y represas en una región hasta entonces desprovista de aguas estancadas. Igual suerte correría, entre 1909 y 1929, toda la hidrología dulce en las altas montañas que van de Patillas a Villalba, casi una quinta parte del país. Había que mirar al sur, porque el sur ahora pertenecía al norte imperial.
La época de oro de la industria azucarera de Puerto Rico comprende los años 1915-1932. Durante ese periodo, las fuentes de agua dulce del sureste fueron expoliadas para alimentar las necesidades de las centrales estadounidenses. El proceso, en realidad, no tenía mucho de original. Algo análogo ocurrió en Estados Unidos, en las regiones semiáridas de las Grandes Llanuras. Eufemísticamente, se le bautizó con el término «reclamación» y se aprobaron leyes para reclamarle a la Madre Tierra los terrenos desprovistos naturalmente de humedad. ¡Casi como si la naturaleza hubiera incumplido un vulgar contrato! El agua es vida, decían los pobladores originales de las Grandes Llanuras, acostumbrados a sequías tan severas como las del sureste de Puerto Rico. Mas, de lo que se trataba a principios del siglo XX era de industrializar la agricultura sobre bases capitalistas. El campo habría de convertirse en una extensión de la fábrica urbana. Para ello, el capital contaba entre otras cosas con la máquina de vapor, invención que se aplicó tanto a los tractores de arado como a las operaciones de extracción de agua subterránea en las vastas extensiones de las Llanuras del Sur de Estados Unidos. En Puerto Rico, dada la configuración topográfica del sureste, con llanos contiguos a inclinadas pendientes de montes repletos de agua, se recurrió a la irrigación por gravedad.
El término irrigación por gravedad puede llevarnos a un error. Ciertamente, la irrigación no llegó al sureste de Puerto Rico con la invasión del 1898 y las compañías azucareras estadounidenses. Los españoles eran internacionalmente famosos por sus técnicas de diseño de riego y, como era de esperarse, en la isla se empleó la irrigación por canales desde principios del siglo XIX. Pero lo ocurrido entre 1906 y 1932 fue otro asunto, tanto en escala como en fundamento tecnológico. Aquí no se trataba ya de crear líneas de riego con métodos artesanales, bellamente diseñadas y respetando la tradición agrícola europea; sino de alterar la hidrología de una cuarta parte de la isla, o sea de su corazón montañoso, para suplir millones de galones de agua a los cultivos y modernas centrales azucareras estadounidenses. Esto solo se podía hacer sobre la base de la gran industria y con métodos industriales modernos.
Justamente entre 1909 y 1929 se utilizó en la isla la tecnología capitalista más avanzada para la remoción de tierra y creación de lagos y represas. En total se construyeron ocho grandes lagos artificiales, con sus lagunas secundarias, que vendrían a conformar el sistema de irrigación del sureste. A eso hay que añadir todo el sistema de canales, tuberías y túneles subterráneos para la conducción del agua. Realizar esa empresa gigantesca suponía el uso de las grandes máquinas de vapor de principios de siglo XX. Y así se hizo. En particular, el gran capital se las ingenió para subir, imaginamos que por la fuerza bruta, poderosas locomotoras de vapor a los picos de las montañas más elevadas de nuestra Cordillera Central. Conocidas como «dinkey trains», estas máquinas formidables transportaban la tierra extraída de los montes, para así hacer espacio a millones y millones de galones de agua represadas. Aún hoy, en pleno siglo XXI, estos montes solo son accesibles por carretas estrechas; de hecho, mal pavimentadas y a una altura de 3,000 pies sobre el mar. Miles y miles de trabajadores raquíticos y padeciendo de anemia fueron movilizados por contratistas estadounidenses y del patio que se subdividieron repartieron porciones específicas de las obras de construcción, incluyendo la transportación y abastecimiento de materiales de construcción. Dice la gente más supersticiosa del centro de la isla que los quejidos desgarradores de las mulas, arrastrando sus pesadas cargas por las empinadas montañas, aún pueden escucharse en las noches sin luna de Villalba.
En rigor, la edificación de la obra del riego del sureste se extendió por dos periodos, de 1909 a 1914 y de 1924 a 1929. Fue financiada mediante la emisión de bonos a nombre de la colonia, o sea, por el endeudamiento obligatorio de los súbditos del imperio, que quedaron empeñados por 46 años. El costo total, con intereses, no ha sido cuantificado, pero es probable que represente billones de dólares en precios actuales.
José Martí solía decir que «es ley que anuncia lo uno en lo alto, y lo eterno en lo análogo», que todo organismo que invente el ser humano, y avasalle o fecunde la tierra, esté dispuesto a semejanza de los seres humanos. Efectivamente, el sistema de riego creado entre 1906 y 1929 en el sureste de Puerto Rico es una copia o imagen muy cercana del sistema sanguíneo de un hombre o una mujer. Las arterias y venas naturales del flujo hidrológico de nuestras fértiles montañas fueron sustituidas por venas y arterias de concreto y metal, muchas de ellas subterráneas, otras suspendidas en el aire a 1,000 pies de altura; a través de las cuales se logró forzar a presión el agua para que moviera las poderosas turbinas de generar electricidad, uno de los componentes esenciales de los modernos sistemas de riego. Del lago El Guineo, por ejemplo, a 900 metros de altura sobre el mar, sale todavía una tubería de 36 pulgadas de ancho que desciende rápidamente por 200 metros de distancia, en un proceso de progresivo achicamiento, hasta no tener más de 18 pulgadas. Esa caída forzada de agua, genera 300 libras de presión y entra de cantazo en lo que se conoce como la planta hidroeléctrica Toro Negro II. Allí mueve los generadores de electricidad, que ya en 1937 producían 4,320 kilovatios. El azúcar era el principal consumidor de electricidad, tanto para el bombeo de agua a través de 40 millas de sembradíos, como para operaciones auxiliares en la central.
Más abajo, en lo que constituye una de las obras de ingeniería hidrológicas mejor pensadas en la historia de Puerto Rico, se encuentra lo que quizás sea la válvula más importante del sistema de irrigación del sureste. Se trata del splitter, o caja de separación, en la que convergen tres grandes arterias de tuberías de metal y canales, que recogen el agua de tres municipios de la región montañosa del centro de Puerto Rico: Ciales, Villalba y Orocovis. Por el lado occidental del splitter, o cámara de cemento, entran las corrientes de dos represas secundarias (Las Delicias y la Mina) localizadas a 750 metros de altura sobre el mar. La caída es de 100 metros por una tubería de 24 pulgadas, formando, pocos metros antes de entrar, la antigua represa Toro Negro. Por el lado oriental, ingresa, a modo de chorro ruidoso, el agua de la represa Matrullas. Aquí también hay una caída de 100 metros por una tubería de 24 pulgadas. A Matrullas se unen, por el camino, las corrientes de tres represas secundarias, conocidas como La Torre, Molina y Navaja.
Sin embargo, la verdadera carga de presión llega por el centro del splitter; mediante un orificio por el cual penetra el agua proveniente del lago El Guineo, una vez ha movido las turbinas de la planta Toro Negro II. En el interior de la caja de convergencia, las corrientes se juntan en un remolino potente que, por virtud de la ley de gravedad, no tiene otro remedio que escaparse por la entrada de un tubo 42 pulgadas, para caer ahora 500 metros más. La imponente tubería se achiquita progresivamente, de 42 pulgadas a 30, hasta llegar a la planta hidroeléctrica Toro Negro I. De allí, y solo después de mover las turbinas poderosas de Toro Negro I, con sus tres generadores de miles de kilovatios, la corriente va a parar a los lagos Toa Vaca y Guayabal en la cuenca del río Jacaguas. El agua de esos dos embalses suple el canal de Juana Díaz, el embalse de Coamo y todo el sistema de regadío de Santa Isabel, la parte occidental del sistema del sureste. Carite y Patillas, en el extremo oriental de la región, hacen lo suyo para suplir la costa que va de Salinas a Arroyo. Así, por este medio, se completa el sistema de riego del sureste. Gravedad, remolinos, válvulas y presión, ¿qué son estos sino los mismos principios del sistema circulatorio de los seres humanos? Todo el sistema parece la obra de un cirujano que ha implantado, con precisión, venas, arterias y hasta un corazón monumental y mecanizado en el cuerpo de la Cordillera Central de Puerto Rico.
El pensamiento formalista, insistía Hegel, se aferra a las categorías del pensamiento y las toma como fijas, carentes de movimiento. Así, la sociología en nuestro país, incluyendo la progresista, adoptó la visión equivocada de que la producción de azúcar en el sureste era una actividad esencialmente agrícola. Por eso, el análisis de la conexión interna del sistema de riego con la moderna acumulación de capital no se estableció nunca. La verdad es otra. Entre 1898 y 1930, el sureste de Puerto Rico fue convertido en una gran fábrica, comprensible únicamente por el enlace entre sus partes. Las labores de siembra y cosecha, conducidas por métodos capitalistas de fundamento manufacturero, suplían la caña que era molida en una fábrica de alta tecnología casi automatizada. En la base de toda esa actividad estaba la «producción» de agua para usos de la agroindustria. No es que crearan artificialmente el agua; es que por medio de un complejo sistema de riego automatizado (la energía de la gravedad es tan poderosa como el vapor) suplían una de las materias primas fundamentales que entran en la producción de azúcar: el agua. Tan avanzado, o por así decirlo tan industrial, fue el sistema de riego creado entre 1909 y 1929 que aún hoy, casi un siglo después, continúa funcionando, como si fuera un corazón artificial que bombea agua dulce y pura por todo el sureste. Un verdadero autómata.
Y es, precisamente, la base industrial de nuestro sistema de riego lo que explica que compañías como Monsanto y Dow Growers lo hayan integrado a sus gigantescas operaciones agroindustriales en la isla en pleno siglo XXI. Apenas tuvieron que reparar las viejas compuertas y lagunas de retención. El sureste de Puerto Rico sigue siendo objeto de codicia del gran capital que produce alimentos para el imperio. Toda la región es una gran fábrica que concentra la población más pobre y proletarizada de Puerto Rico.
¡Acompáñenos, lector o lectora, al lado sur de la represa El Guineo, en las colindancias de Ciales, Villalba y Orocovis, los montes más elevados de la Cordillera Central de Puerto Rico! Allí, al sur del hermoso y gigantesco lago, está la placa de 1929 que conmemora el trabajo de los ingenieros directores de la magna obra. Pero ¿y qué de los trabajadores, de las miles de vidas proletarias que trabajaron en ella? ¿No fueron estos acaso los verdaderos héroes? ¿Y qué de las mujeres que subían los empinados montes para llevar comida y trabajar en la construcción? ¿Es que acaso no importan? Ya lo decía José Martí, al hablar de las manos proletarias que crean las grandes obras de la modernidad, aun bajo la esclavitud capitalista: «Oh trabajadores desconocidos, oh mártires hermosos, entrañas de la grandeza, cimiento de la fábrica eterna, gusanos de la gloria».
¿Qué filosofía y literatura podían surgir, entonces, en medio de tanta violencia económica y ecológica por parte del invasor en el sureste? ¿Qué podían hacer nuestros poetas y escritores sino producir una prosa y una poesía de amor al ser humano y a la naturaleza ultrajada? También, de identidad caribeña y afroantillana. Compungidos por el terrible drama que vivió la región en esos años, nuestros bardos fueron los filósofos de los montes y del mar Caribe. Sin la obra de Lloréns y, en particular, sin la obra gigantesca de Luis Palés Matos, no podríamos hablar en el siglo XXI de la lucha por nuestra identidad como pueblo antillano y subyugado por el imperio. Ambos poetas le cantaron al mar Caribe, desde una perspectiva universal. En ellos, el tema de la identidad boricua en el sureste era uno con la creación lírica y literaria nacional. ¡Filósofos fueron! ¡Y también poetas y prosistas!
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Fotografía: Indicepr.com