Por: Gioconda Espina. 14/12/2022
Al grano. Estoy de acuerdo con el planteamiento central Contra el borrado de las mujeres de los textos de las instancias internacionales y de las leyes de cada país, como propone el lobby que ya ha logrado que se sustituyan los vocablos “mujer” y “mujeres” por el vocablo “género”, con el propósito de que bajo ese paraguas entre toda la humanidad, que ya no se clasificaría según el sexo de las personas, como se viene haciendo, sino por razones de género, porque –dicen específicamente los trans y los queer– hay que derrocar el pensamiento binario que sólo conviene a los “cisgénero” (concordancia de la identidad registrada con el fenotipo). No convence al “generismo queer” (término creado por la feminista española Alicia Miyares) el argumento de que si hoy existe una legislación que nos protege como mujeres es porque por ella venimos luchando al menos desde 1791, aunque sólo vimos frutos después de la primera guerra mundial (con el derecho al voto) y que –para lograr otras reivindicaciones—hubo que esperar las revueltas estudiantiles de 1968 que dejaron un contingente de feministas activas por la conquista de más derechos individuales y sociales.
No les vale, pues, que expresemos nuestra preocupación porque con el borrado del vocablo “mujer” queden cercenados o eliminados derechos que—en gran parte— tienen que ver con la biología, con lo cual quieren avergonzarnos, al acusarnos de “esencialistas” y “biologicistas”, es decir, de volver a los argumentos con los que se nos declaró inferiores al hombre hasta que, a fines del siglo XVIII, algunas mujeres y algunos respetabilísimos señores sugirieron o declararon que la diferencia biológica no debe traducirse en desigualdad social.
Gran parte de la legislación se funda en el hecho indiscutible de que las mujeres se embarazan, paren, alimentan a sus hijos e hijas sólo con su leche durante los primeros 6 meses y luego, alternando con agua y otros alimentos, hasta por 2 años o más. Y todo ello trabajando en la calle o dentro de la casa por un salario que siempre es menor que el de los hombres haciendo la misma tarea y, al final de la jornada y los fines de semana, haciéndose cargo del trabajo del hogar no remunerado. En pandemia esta situación de la mayoría se agravó con el cierre de los centros de educación inicial y primaria pública y gran parte de la privada que las obligó a convertirse en maestras o asistentes de las maestras.
También en Venezuela la intención de las mujeres organizadas desde 1936 hasta hoy ha sido proteger a las madres trabajadoras de la mayoría pobre. Estoy segura de que algunas de las mujeres que ahora se suman a la propuesta “generista queer” –creyendo ser así más “modernas”, más de “vanguardia” que sus antecesoras en la lucha— no tienen la menor idea de que con la reescritura de los textos legales para borrar el vocablo mujeres y sustituirlo por el vocablo género cederíamos la exclusividad de los derechos que hemos adquirido en razón de nuestro sexo y que en adelante deberíamos compartir con todos aquellos hombres que, según el Principio de Yogyakarta de marzo 2007, se identifican con el género femenino. Dice el Principio que debemos entender que, en lugar de hablar de identidad sexual, es decir, identidad por razones de sexo, habría que hablar de “identidad de género”, que se refiere
A la vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente profundamente, la cual podría corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo (que podría involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios médicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que la misma sea libremente escogida) y otras expresiones de género, incluyendo la vestimenta, el modo de hablar y los modales.
Seamos sinceras, el Principio es un programa de acción muy claro y las feministas fuimos incapaces de ver en 2007 el alcance de lo que se planteaba y que ahora es evidente en el discurso público del “generismo queer”. Igual pasó cuando en Naciones Unidas se impuso el vocablo género para sustituir al vocablo sexo en sus documentos, porque –se nos explicó– género era un vocablo más “potable” que el vocablo “sexo” al que se referían las feministas empeñadas, como seguimos estando, en denunciar que la secular discriminación de las mujeres se funda en la pertenencia a un sexo que tiene sobre sus hombros la carga de parir y sostener con su trabajo invisible el lugar donde está su familia.
No son los derechos de la comunidad LGTIBQ+ los que discutimos las feministas, incluidos los y las feministas de esa comunidad. Lo que se discute es que para la conquista de sus derechos inalienables se pretenda subsumirlos en los ya conquistados por las mujeres que, “borradas bajo el vocablo género” tendrían que compartirlos con todos los hombres que se sientan o perciban como mujeres, sin más evidencia que su palabra, como se proponía en Yogyakarta el 2007, en leyes aprobadas en Chile y Argentina y que se pretende imponer en España con la llamada Ley Trans, con el costo de la fractura de la unidad de las feministas españolas, que este 2022 marcharon por separado por primera vez. Una se pregunta enfrentarnos no era una consecuencia calculada desde 2007.
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Fotografía: Tribuna feminista