Por: Engracia Martín Valdunciel. 12/07/2022
Feminismo o barbarie es el título de una obra (muy recomendable) de la feminista y analista de ficción audiovisual Pilar Aguilar Carrasco que nos permite reflexionar sobre la capacidad civilizatoria del feminismo. Hablamos de una potente teoría crítica que examina las relaciones de poder que subyacen al patriarcado y, al mismo tiempo, un movimiento político con capacidad de desestabilizar las bases de su dominio y de ampliar, por tanto, el espacio democrático. Desde sus orígenes el feminismo ha generado poderosas categorías con una capacidad explicativa considerable. Esta es una tarea fundamental porque, como apunta la maestra Celia Amorós, conceptualizar es politizar. Disponer de conceptos que expliquen la realidad, que muestren cómo funcionan los dispositivos de poder que jerarquizan a las mujeres es imprescindible para tomar conciencia tanto de nuestra subalternidad como de nuestra capacidad como sujeto político colectivo para exigir justas reivindicaciones.
Nos gustaría traer aquí nociones que ponen de manifiesto la dimensión política de la racionalidad feminista: patriarcados de coacción y patriarcados de consentimiento, dos categorías que debemos a la filósofa Alicia Puleo. El primero es aquel que despliega la coacción para reforzar la jerarquización femenina, para invisibilizar a las mujeres y las niñas con el fin de que no existan como sujetos. La violencia de estos patriarcados se evidencia de forma magistral en montajes fotográficos de la artista yemení Boushra Yahya Almutawakel. Reconocemos la geografía en la que estos patriarcados coactivos son hegemónicos actualmente.
Los patriarcados de consentimiento, por el contrario, administran la agresividad a través de formas más difusas pero no menos brutales: los grandes medios de comunicación son las instancias que transmiten roles y estereotipos sexuales que justifican y reproducen la cosificación de las mujeres trasladando el mismo mensaje: las mujeres no son sujetos, son sexo al servicio de los varones. Identificamos esos patriarcados en el mundo occidental, en sociedades que se califican a sí mismas de igualitarias. La maquinaria propagandística, la moda, el cine o, por supuesto, el relato pornográfico son algunos de los canales que utiliza el segundo.
Lo que ponen de manifiesto tanto los conceptos como las imágenes, aparentemente dispares, es la habilidad camaleónica del patriarcado para reproducirse en contextos autoritarios o liberales, su coincidencia para seguir deshumanizando a las mujeres por diferentes medios. En un caso, ocultándolas, haciéndolas desaparecer, literalmente, de la esfera pública. En el otro, desnudándolas, troceando su cuerpo, despojándolas de su individualidad, de su ser sujeto.
En los patriarcados coactivos se envían órdenes; el segundo, aupado por el capitalismo de las emociones, ahorma conciencias para modular subjetividades (consentidas) conforme roles sexuales patriarcales. En ambos casos se busca la deshumanización, un proceso que forma parte de las estrategias de los sistemas de poder para legitimar el abuso y la violencia sobre quienes se ejerce. En el patriarcado la cosificación es conditio sine qua non para que el mercado de la explotación sexual de mujeres y niñas, incluyendo su variante filmada (pornografía), los llamados “vientres de alquiler”, las doctrinas que cuestionan la subordinación de las mujeres en función del sexo, las diferentes formas de explotación y silenciamiento del colectivo femenino… sean percibidas como realidades “normales”.
Cuando lo hacen, las sociedades formalmente igualitarias señalan, de forma harto insuficiente, y artera, la violencia de los primeros. Sin embargo, el feminismo impugna la crueldad de los dos poniendo de manifiesto la ilegitimidad de ambos, porque ambos escamotean dignidad y derechos al 50% de la población. Por eso el feminismo sigue siendo una herramienta imprescindible de transformación social. Feminismo o barbarie
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Fotografía: el taquígrafo