Por: Beatriz Stolowicz. 24/03/2022
Me parece importante que aquí se discuta el tema de la deuda, que parece estar fuera de la temática habitual de los análisis políticos. Que suele aparecer como un asunto técnico de economistas especializados en finanzas internacionales. La atención al tema de la deuda fue fuerte en los años 80, como causa de bancarrotas nacionales y empresariales, que empujó a las dictaduras cívico-militares a transitar a regímenes representativos. Después dejó de ser un tema de debate nacional, que sólo aparecía como indicadores macro de balanza financiera.
Y, de hecho, es un tema ajeno para la mayoría de la gente. No sólo la deuda pública. También parece serle ajeno el endeudamiento de los hogares, que la afecta directamente. Y esto es un hecho político. Baste con observar que cuando el senador Ricardo Monreal planteó la iniciativa de obligar a los bancos y financieras a disminuir o eliminar comisiones, no hubo una respuesta social de apoyo. Sólo en 2018, el monto de comisiones cobradas por los bancos en México totalizó 157 mil 100 millones de pesos, unos 7.900 millones de dólares, cifra mayor que los famosos 6 mil millones de dólares de deuda pública en los bonos por el aeropuerto de Texcoco. ¡Despojados de los bolsillos de la gente por los bancos! Sin embargo, no ha resurgido un espíritu barzonista. Me animo a sugerir la hipótesis de que esto muestra el éxito de la operación ideológica para hacer pensar en términos de una ciudadanía patrimonial, que incluso legitima al sector financiero como “amigo” para la “inclusión al mercado” como consumidores. ¡Vaya si será un asunto político!
Cuando las posturas más críticas denuncian el despojo, se piensa fundamentalmente en el extractivismo de base territorial, pero no en el extractivismo financiero. No se capta que, además, están fuertemente entrelazados. Ni que es un asunto político fundamental por la función del Estado para transferir riqueza social al capital financiero, que no es sólo el especulativo, sino en el sentido de Lenin de articulación de todas las ramas del gran capital. Y que remite a los usos del derecho y desafía al fetichismo jurídico habitual en el pensamiento convencional crítico.
Cuando se invoca el capítulo XXIV del Tomo I de El Capital para explicar desde la llamada acumulación originaria las formas permanentes de acumulación por desposesión, no siempre se recuerda el énfasis de Marx, y del propio Harvey, sobre la deuda pública como uno de sus mecanismos fundamentales. Y resulta que, además, la articulación entre el extractivismo de base territorial y el extractivismo financiero es eje de lo que se ha presentado como el “nuevo desarrollo para superar al neoliberalismo”, o “neodesarrollo posneoliberal”. Gracias a la rebelión en las urnas, lo que parecía lejano, de latitudes más australes hace poco tiempo, tiene que ser una discusión fundamental hoy en nuestro país.
Cuando las posturas más críticas denuncian el despojo, se piensa fundamentalmente en el extractivismo de base territorial, pero no en el extractivismo financiero. No se capta que, además, están fuertemente entrelazados. Ni que es un asunto político fundamental por la función del Estado para transferir riqueza social al capital financiero, que no es sólo el especulativo, sino en el sentido de Lenin de articulación de todas las ramas del gran capital. Y que remite a los usos del derecho y desafía al fetichismo jurídico habitual en el pensamiento convencional crítico.
Tengo la inquietud de andar repitiéndome. Hace unos meses discutí estos asuntos en el Foro Internacional del CELA y en un evento organizado por John Saxe-Fernández en el CEICH cuando vino Éric Toussaint. Si alguno de las o los presentes estuvo allí tendrá que disculparme. Pero esto va muy de prisa, y me parece que nuestros debates andan más lentos.
Creo que es fundamental hacerlo partiendo de los fundamentos del neodesarrollismo dizque posneoliberal. Porque cuando hoy se habla de retomar el desarrollo, aunque discursivamente se invoca al viejo desarrollismo mexicano y latinoamericano, considero que lo que hoy se está impulsando, sobre todo desde el sector hacendario del gobierno, está imbuido de esas formulaciones generadas por los intelectuales y operadores sistémicos desde finales de los años 90 y que lo presentaron como “la alternativa progresista”.
Eran los años de crisis financieras, la de1995 con epicentro en México y la asiática de 1998, que pusieron en riesgo de desvalorización a las inmensas masas dinerarias resultantes de la especulación. Eran años de estallidos sociales, un escenario de gran inestabilidad para los objetivos del gran capital. Se impulsaron cambios tácticos para estabilizar y profundizar su reproducción. La justificación se hizo explotando las falacias que los propios dominantes habían impuesto en la caracterización del neoliberalismo. En los años 70 y 80 impusieron una caracterización del neoliberalismo con tres componentes fundamentales: una política económica específica, la monetarista; Estado “mínimo”; y desatención por lo social. Nunca fue eso, pero es una discusión que ahora no podremos abordar por falta de tiempo. Desde mediados de los noventa, impusieron la caracterización del neoliberalismo sólo como especulación financiera y exclusión del mercado de las grandes mayorías. Con base en esa caracterización, la “alternativa progresista del nuevo desarrollo” sería la que conectara a las finanzas con la economía real, la productiva, y la inclusión al mercado de los excluidos.
Se planteaba la reconfiguración capitalista sobre dos patas. Se buscaba salvar al capital financiero de su desvalorización conectándolo a los circuitos de acumulación mediante el asalto al territorio, con explotación minera, energética, hídrica, con agricultura industrial de monocultivos transgénicos, junto con obras de infraestructura física, de comunicaciones y transportes, que además abaratarían la extracción de esos productos. Inversiones de más lenta rotación pero de ganancias seguras porque serían aseguradas por el Estado. El Plan Puebla Panamá y la IIRSA fueron los diseños institucionales interestatales para ese asalto al territorio. He aquí el despojo extractivista más ampliamente cuestionado.
La otra pata es el papel del Estado para asegurar las ganancias. Decían esos estrategas que los capitales no invertían productivamente porque tenían que hacerlo de ganancias retenidas, que por ello se iban a la especulación. El Estado tenía que “animarlos” a invertir. Con seguridad jurídica, compartiendo riesgos, y allegándole ahorro, como los de los fondos de pensiones. Decían que las privatizaciones características del neoliberalismo, tan cuestionadas por luchas y estallidos sociales, habían sido mal hechas y ya no atraían a los capitales debido a que todo el riesgo recaía en los privados y el Estado se desentendía por completo. La nueva estrategia para “superar al neoliberalismo” sería la de “posprivatización”, en la que el Estado asumiría riesgos financiando esas nuevas formas de concesión pero sin perder la titularidad jurídica de los bienes y servicios, que al finalizar los contratos revertirían al Estado. Los contratos serían por tiempos muy largos, de hasta medio siglo renovable, para dar seguridad jurídica. Fueron planteadas como medidas contra-cíclicas, pero ¿de qué ciclo hablan a lo largo de 100 años? Estas son las asociaciones público-privadas que se impulsan con leyes ad hoc en la primera mitad de los años 2000, siendo Brasil el primero en formalizar la ley de Parcerias Público Privadas en 2004, con Lula.
Con las asociaciones público-privadas, el Estado no es sólo un facilitador institucional, sino que al capital financiero transmutado en capital productivo le proporciona ganancias extraordinarias con financiamiento público. Cuando decimos financiamiento público, es fundamental tener claro quién financia al Estado: alrededor de un 60 por ciento de la recaudación proviene del impuesto al trabajo de los asalariados, mal llamado “renta”, y de los impuestos indirectos como el IVA que pagan los asalariados y demás consumidores pobres, que no deducen impuestos. Con el financiamiento público al capital se transfiere fondo de consumo de los que viven de su trabajo para el fondo de acumulación del capital.
Con el estallido de la crisis en 2007-2008, se acelera la aprobación de leyes de asociación o participación público-privada en todos los países, y se da una vuelta de tuerca más. Debido a acciones masivas de no-pago y condonación de deudas de los microcréditos usureros en India, Bosnia-Herzegovina, Turquía y Nicaragua, la protección a la “industria de las microfinanzas” se ejecuta sustituyendo el crédito por el débito. Conste que el impulso a los microcréditos como la panacea para salir de la pobreza había sido estrategia oficial incluso de la ONU. Todo marchaba bien mientras pagaban, aunque fuera contratando uno o varios microcréditos para pagar otro. Cuando dejaron de pagar, y llevaron casi a la quiebra a grandes fondos financieros, se los consideró demasiado riesgosos. La nueva estrategia basada en la bancarización y el débito fue bautizada como Inclusión Financiera. Desde 2007 se crean leyes ad hoc, y para 2014 todos los países de la región las tienen. Como veremos, es otra forma de asociación público-privada que garantiza y financia las ganancias del capital. Ambos son la base de un extractivismo financiero del que casi no se habla, y por lo tanto mucho menos se cuantifica. Voy a comentarlos someramente.
Con las asociaciones público-privadas, el Estado no es sólo un facilitador institucional, sino que al capital financiero transmutado en capital productivo le proporciona ganancias extraordinarias con financiamiento público. Cuando decimos financiamiento público, es fundamental tener claro quién financia al Estado: alrededor de un 60 por ciento de la recaudación proviene del impuesto al trabajo de los asalariados, mal llamado “renta”, y de los impuestos indirectos como el IVA que pagan los asalariados y demás consumidores pobres, que no deducen impuestos. Con el financiamiento público al capital se transfiere fondo de consumo de los que viven de su trabajo para el fondo de acumulación del capital.
Todas las leyes de APP siguen modelos jurídicos internacionales elaborados en los centros del capitalismo. Contemplan distintos esquemas de concesión, incluso sin licitaciones o adjudicación directa. La figura de “propuestas no solicitadas” permite que la iniciativa de proyectos venga de los privados, que definen las líneas del “desarrollo”. Los contratos, de larguísima duración, no se rigen por el derecho público sino por el derecho privado, con amplios márgenes de discrecionalidad en sus contenidos, incluso para definir la resolución de controversias. Además del mayoritario financiamiento público inicial, el Estado garantiza un nivel de ganancias al privado a lo largo del contrato, de hasta un siglo, bajo la figura de “contraprestaciones”. El Estado se obliga a dar garantías al privado, sean monetarias o con títulos y acciones de bienes públicos. El concesionario puede tercerizar la ejecución de las obras, de modo que el Estado se obliga con quien no negoció el contrato. La inversión del privado suele estar apalancada a fondos financieros. Como acreedores, los financistas tienen derecho a vigilar e intervenir en el cumplimiento del contrato y las penalizaciones, aunque no participaron en la negociación. El Estado les tiene que asegurar que el crédito se pagará, mediante fondos de garantía, asumiendo el pago si el concesionario no cumple y mediante seguros contra devaluaciones. El financiamiento del Estado debe estar asegurado en las leyes de presupuesto de egresos de carácter plurianual, a lo largo del tiempo. En unos casos el Estado tendrá que contratar deuda para cumplir; y donde hay reglas fiscales con techos de déficit fiscal, tendrá que destinar recursos programados para gasto social, por ejemplo, o tendrá que aumentar la recaudación impositiva. No al capital, desde luego, porque hay que “animarlo” a invertir, sino con fondo de consumo de los que viven de su trabajo, que se transfiere al fondo de acumulación del capital. Este entreguismo inédito es convertido en Estado de derecho, que obliga al Estado más allá de posibles cambios de signo político de los gobiernos. Y los funcionarios públicos que cumplan puntillosamente con la entreguista ley, si no obtienen beneficios para sí no pueden ser acusados de corruptos. Si les suena conocido en el asunto del nuevo aeropuerto, todavía no hemos visto nada. Las APP se extienden a todo tipo de servicios públicos, como salud, educación, cárceles, servicios de seguridad, ciencia y tecnología, etcétera. Desde 2005 empezaron a aprobarse leyes de APP en los estados, también en el ex Distrito Federal. Y la ley federal, aprobada en 2012 antes del cambio de gobierno, sigue vigente. Que, además, por los artículos 67, 76 y 84 permite expropiaciones expeditas que no pueden ser atacadas con juicios de amparo, haciendo todavía más evidente la conexión entre los dos tipos de extractivismo. No he tenido tiempo para ver en el Presupuesto de Egresos de 2019 cómo aparecen estos compromisos de largo plazo. Y no he visto que otros analistas nos informen al respecto.
Lo más grave, quizá, es que el financiamiento de los que viven de su trabajo a la acumulación de la oligarquía financiera tiene un alto grado de legitimidad social. Para muchos, acceder a un plástico bancario es un signo de “igualación social”. Y esto se refuerza con la operación hegemónica radical de la llamada Educación Financiera, que es parte fundamental de la estrategia. Incluida en el currículo escolar oficial desde la primaria, para que desde chiquitos se vea al banco como el “mejor amigo”.
Pasemos ahora a la mentada Inclusión Financiera, presentada como un maravilloso instrumento de inclusión de los pobres, para que puedan acceder a servicios financieros, créditos y seguros con los cuales convertirse en exitosos emprendedores. En México es impulsada desde 2008 con Calderón, y en 2012 está incluida en el programa de gobierno de Peña. Mediante ley, el Estado ejecuta la bancarización de todo el fondo de consumo de los que viven de su trabajo: del trabajo actual con la bancarización forzosa de las nóminas pública y privada; del trabajo pasado mediante la bancarización de jubilaciones y pensiones; del trabajo futuro con la de los seguros de desempleo; el que se produce en el exterior mediante la de las remesas; el fondo de consumo a partir de transferencias monetarias gubernamentales de todos los programas sociales, incluidas las becas a estudiantes pobres y de clase media, bancarización que muy pronto ¡abarcará a adolescentes desde 15 años! También el pago de impuestos y servicios, que es fondo de consumo, es bancarizado. Estas inmensas cantidades de dinero pasan al fondo de acumulación y ganancias del capital financiero antes de que llegue a las manos de sus titulares como ingreso y de que entre en la esfera de la circulación en el consumo de bienes y servicios. Para sus titulares es una desposesión temporal, pero por la que el banco no les paga interés activo como prestamistas ni alícuotas de ganancia como inversores, porque de hecho, éso son. ¿Cuál es el monto de ganancias que el capital financiero obtiene por usarlo por horas o por días antes de que sean retirados mediante tarjetas de débito o mediante acceso telefónico? Pero, además, el Estado les paga a los bancos el gasto de operación. Hace algunos años, por cada cuenta bancaria y emisión de tarjeta el Estado pagaba casi 5 dólares, y por cada retiro en sucursal 2.5 dólares; pagado también con fondo de consumo de los asalariados y consumidores pobres. Y ganan muchísimo las empresas tecnológicas y telefónicas que venden el soporte de operación. Pero, dicen sus promotores, la Inclusión Financiera no es completa si no resulta en venta de servicios financieros, como créditos y seguros. Financiados con el dinero de quienes los contratan, y por los que sí les cobran intereses. Yo no he visto cálculos de economistas de cuánto significa todo esto, si tan sólo los fondos de pensiones alcanzan a 3 billones de pesos; pero vemos las cifras declaradas por la banca de sus ganancias libres, que en 2012 eran de 6,670 millones de dólares y en 2015 se habían duplicado a 12 mil millones de dólares. Banorte se convirtió en el segundo grupo financiero del país gracias a las transferencias del Estado, que en 2018 son de cerca de 200 mil millones de pesos, 46% más que en 2017. De 2017 a 2018, Banorte declara un aumento de sus utilidades netas de 27 por ciento.
El 8 de enero pasado, el nuevo gobierno lanzó el Programa de Impulso al Sector Financiero con la banca privada para la Inclusión Financiera, que es una forma de asociación público-privada. Con especial invitación al Banco Azteca, del Grupo Salinas, que fue creado en 2002 a partir de los usureros microcréditos de “abonos chiquitos” en sus tiendas Elektra, y que para 2014 tiene ya 4 mil sucursales en México, Perú, Guatemala, Honduras, El Salvador, Panamá y Brasil.
Lo más grave, quizá, es que este financiamiento de los que viven de su trabajo a la acumulación de la oligarquía financiera tiene un alto grado de legitimidad social. Para muchos, acceder a un plástico bancario es un signo de “igualación social”. Y esto se refuerza con la operación hegemónica radical de la llamada Educación Financiera, que es parte fundamental de la estrategia. Incluida en el currículo escolar oficial desde la primaria, para que desde chiquitos se vea al banco como el “mejor amigo”. Son instituciones internacionales, entre ellas la OCDE, las que elaboran los programas curriculares y sus formas de ejecución en cada país, incluso para sortear resistencias de maestros. Y ahora ofrece su colaboración para la nueva reforma educativa. La conducción pedagógica está a cargo de los bancos centrales. Y el objetivo explícito, según dicen, es “llegar a una generación completa en amplia escala”; es decir, desde la cuna y a largo plazo. En México, la Educación Financiera opera desde 2009, dirigida primero a los beneficiarios del Programa Oportunidades; que transformado con Peña en Prospera, impone la educación financiera como condicionamiento para acceder al programa. En 2010 se incluye en los libros de texto, y en 2014 la SEP la incluye oficialmente en el currículo oficial. La evaluación del programa se mide por las prácticas financieras de los educandos y sus familias, lo que denominan “alfabetización financiera”. Yo no he visto que esto haya sido materia de discusión sobre la reforma educativa peñista, no obstante que algunos dirigentes de la CNTE interpusieron amparos contra la bancarización de su nómina. En 2012 se crea el Child and Youth Finance International Movement, al que está vinculado Bansefi, que cada año organiza la Semana Mundial del Dinero, en la segunda semana de marzo, en las que México participa desde entonces. Y que con sus redes académicas promueve “la economía del comportamiento”. Con gran pena comento que tiene un Grupo de Trabajo de la UNAM, que realizó en 2013 un seminario con la participación del Director de esta Facultad y el director de la Facultad de Economía. Construcción hegemónica en serio. No debería sorprender, por lo tanto, que hoy no haya un espíritu barzonista.
Es muy positivo que, el pasado 20 de enero, la Secretaria del Bienestar Ma. Luisa Albores dijera que existe la intención de que la distribución bancarizada de los programas sociales se llegue a hacer en 6 meses sólo por Bansefi, banca pública, en perspectiva de crear el Banco del Bienestar. Esto significaría una menor transferencia de riqueza social al capital financiero o, como dice el presidente López Obrador, que haya menos “negocios hechos al amparo del poder público”. Bueno, es contradictorio con el apoyo simultáneo a la banca privada y la adopción de la Inclusión Financiera.
O que las asociaciones público-privadas no sean cuestionadas en su esencia como patrimonialismo estatal convertido en Estado de derecho, sino sólo como casos de malos contratos como producto del “influyentismo”, parafraseando al presidente. La “separación del poder económico y del poder político” que él propugna, reduciría el carácter neoligárquico del Estado mexicano. Pero la existencia de mediaciones o de un personal del aparato estatal reclutado en sectores medios no es condición suficiente para que las concepciones del desarrollo en curso no refuercen el poder económico del gran capital, sus brutales efectos de desigualdad pese a los programas sociales, y su fuerza política real aunque sus representantes partidarios habituales hayan perdido las elecciones. Y lo público del Estado no se limita a la titularidad jurídica de sus bienes y servicios, sino a que el contenido de su acción sea sinónimo de amplias mayorías, terriblemente explotadas y despojadas por el capital. Es tiempo de echar mano en serio de la dialéctica y de análisis muy profundos, que todavía no son suficientes. Pero que tengamos que analizar contradicciones ya es motivo de celebración, porque hasta hace un par de meses no las había. Muchas gracias.
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Fotografía: Mxfractal