Por: CHRISTIAN SORACE, NICHOLAS LOUBERE. 09/01/2023
El 26 de noviembre, tras un incendio mortífero en un bloque de pisos en la capital de la región autónoma uigur de Sinkiang, en las calles y campus de todo el país se produjeron manifestaciones que exigían el fin de la política restrictiva de covid cero (Davidson y Yu 2022). Como era previsible, la derecha libertaria y las y los antimascarillas y antivacunas no tardaron nada en aplaudir las manifestaciones como vindicación de sus propias protestas durante la pandemia en contra de cualquier forma de intervención biopolítica del Estado. Por ejemplo, Charlie Kirk, líder de la ultraconservadora Turning Point USA, tuiteó que “China se parece de pronto mucho a Canadá”, estableciendo un paralelismo entre las protestas chinas y el llamado Convoy de la Libertad de los camioneros que protestaron contra la vacunación obligatoria a comienzos de 2022 (Williams y Paperny 2022).
Aunque dudamos si ofrecer a la extrema derecha (que ya no se puede calificar de marginal) una plataforma adicional ‒a riesgo de normalizarla por el mero hecho de mencionarla‒, estas narrativas comparten una atmósfera de resignación ante la inevitabilidad de la naturaleza endémica de la covid, como si la pandemia y todo el sufrimiento que ha causado hubieran estado predestinados y fueran inevitables. Esta normalización de la muerte por covid ‒convirtiéndola en una parte inseparable de la vida misma‒ representa una justificación a posteriori de los efectos desastrosos de la pandemia en buena parte de Occidente, en particular la negativa a intentar eliminar el virus a comienzos de 2020. Establece asimismo una comprensión falsamente binaria de las posibilidades pandémicas: o bien una necropolítica nihilista (según el modelo aquí no pasa nada), o bien una espiral interminable de vigilancia autoritaria cada vez más intensa.
La internalización de un falso enfoque binario en las narrativas occidentales comporta el riesgo de malinterpretar las protestas populares en China creyendo que el rechazo por parte de las y los manifestantes de la biopolítica autoritaria de covid cero encierra un apoyo tácito a la necropolítica de Estados Unidos. Al mismo tiempo, este tipo de pensamiento binario limita gravemente nuestra capacidad de comprensión de las lecciones globales de la pandemia en un momento en que entramos en una era de crisis colectivas.
Polos pandémicos
Unas muertes horribles y evitables a causa de las restricciones por la pandemia han catalizado las protestas recientes en China. El incendio de Urumqi, en el que murieron por lo menos diez personas en un bloque de pisos sometido a cuarentena prolongada, no fue sino el último suceso de toda una serie. En septiembre, un autobús colisionó y mató a 27 personas en Guiyang, provincia de Guizhou, camino de un centro de confinamiento a primeras horas de la mañana (Thomas y Abdul Jalil 2022); según ciertas informaciones, un número desconocido de personas han muerto después de que les denegaran el tratamiento médico de enfermedades no relacionadas con la covid (Human Rights Watch 2022); por no mencionar la incidencia de suicidios durante largos periodos de confinamiento (Yang 2022).
En el caso de la tragedia de Urumqi, se ha informado de que los bomberos llegaron al lugar en menos de media hora, pero tardaron casi tres horas en abrirse paso entre las vallas y rejas y cordones de seguridad instalados para asegurar el confinamiento y los coches aparcados cuyas baterías estaban agotadas (Shepherd y Kuo 2022). Siguiendo una larga tradición de duelo y protesta política en China, las manifestaciones fueron fruto de la indignación ante aquellas muertes trágicas, irracionales y evitables.
Estos acontecimientos han contribuido mucho a desarmar la narrativa del éxito frente a la pandemia que tanto se ha esforzado en propagar el Partido-Estado chino (Repnikova 2020; Zhang 2020). Con su política de covid cero, el Partido Comunista Chino (PCC) ha intentado posicionarse en el polo opuesto al de Occidente en general y de EE UU en particular: el de un Estado biopolítico que “despliega sus técnicas de gobernanza en nombre de la defensa de la vida frente a las amenazas externas (L.G. 2022), que representa un tecnocratismo centralizado claramente diferenciado de la política revolucionaria de clase de la época de Mao.
Hasta la aparición de la variante Omicron, mucho más contagiosa, el gobierno chino movilizó con éxito a la población, al Estado y la economía en un esfuerzo concertado por suprimir la transmisión mediante el uso de tecnologías de vigilancia de nuevo cuño, encaminadas a asegurar la localización, el seguimiento y la contención sistemáticas de la población. En nombre de la salud de la sociedad, el Partido-Estado puso en pie un aparato inmunitario sofisticado que dependía tanto de la docilidad de la población como de la coerción; el resultado fue un bajo nivel de transmisión, una escasa incidencia de la enfermedad y un bajo número de muertes a causa del virus.
Por el contrario, en EE UU ha habido más de un millón de muertes a causa de la covid-19, muchas de las cuales “se produjeron en 2020, antes de que hubiera vacunas disponibles” (Simmons-Duffin y Nakajima 2022). El 27 de noviembre de 2022, EE UU calcula que se producen 330,4 muertes por covid-19 al día (The New York Times 2022). En su reciente libro sobre la pandemia, What World is This? [¿Qué mundo es este?], Judith Butler (2022) sostiene que la normalización de las muertes debidas a la covid-19 implica la aceptación de que cierto porcentaje de la población es desechable, o de una sociedad en la que “la muerte masiva de sujetos más sumisos desempeña un papel fundamental en el mantenimiento del bienestar social y el orden público” (Lincoln 2021: 46).
El hecho de que EE UU es una cultura necropolítica es innegable (uno de los autores escribe desde su casa en Colorado Springs, donde hace una semana un pistolero asesinó a cinco personas en un club nocturno queer). No hay suficiente duelo en el mundo para abarcar las muertes por covid-19 en EE UU, la violencia con armas de fuego (en particular la normalización de los tiroteos en escuelas), la brutalidad policial, las sobredosis y los suicidios. No es exagerado decir que la aceptación de una muerte cruel, carente de sentido y evitable y de una enfermedad debilitante ‒particularmente en los segmentos más pobres, racializados y médicamente vulnerables de la población‒ se ha convertido en un rasgo clave de la cultura estadounidense contemporánea.
La capitulación de Donald Trump en mayo de 2020, cuando dijo que “habrá más muertes” (Wilkie 2020), parece representar, de hecho, la antítesis del compromiso de China de “primero la gente, primero la vida”. Superficialmente, este enfoque binario necropolítico/biopolítico podría parecer una respuesta simple, basada en sistemas ideológicos contrapuestos: en EE UU y otros muchos países occidentales primó la reapertura de la economía y la reanudación de una normalidad aparente sobre las vidas y la salud de mucha gente, mientras que China se ha mostrado dispuesta a asumir perjuicios económicos para proteger las vidas de su población.
Por una vez, esta comparación sirvió para reforzar las narrativas que legitiman al PCC. La biopolítica tecnocrática china considera supuestamente que la vida es sacrosanta ‒en palabras de Xi Jinping: “La gente solo tiene una vida. Hemos de protegerla” (Bram 2022)‒, frente a la necropolítica de la inevitabilidad de EE UU, donde la aceptación de la muerte irracional se conceptualiza como un requisito de la vida, la libertad y la prosperidad humana.
Sin embargo, este aparente planteamiento binario de biopolítica frente a necropolítica queda desmentido cuando nos damos cuenta de que el PCC valora por encima de todo su propia legitimación, que durante la pandemia ha girado alrededor de la percepción de que valora la vida humana. La subsiguiente implementación burocrática de la política de covid cero implica que las estadísticas de casos y la contención ‒o sea, el logro percibido del Estado‒ importan más que las vidas reales que se están preservando.
Cuando la gente sufre visiblemente o muere a causa del régimen pandémico del PCC, comienza a revelarse la lógica biopolítica. Ninguna escena captura esta contradicción de manera más visceral y dolorosa que las personas quemadas vivas mientras estaban confinadas dentro de sus propios apartamentos, mientras el vecindario contempla y registra sus voces moribundas que piden socorro. No hay nada intrínsecamente malo en un compromiso biopolítico de preservar la vida en una pandemia (esta es justamente la posición que defendemos sin recurrir a una biopolítica autoritaria); el problema es que la máxima prioridad del PCC es su propia legitimidad, siendo la supresión del virus el escenario de las narrativas legitimadoras durante la pandemia. En este sentido, la bioseguridad encarnada en la respuesta china a la covid-19 no iba tanto de “asegurar la vida colectiva frente al riesgo” (Lincoln 2021: 46), como de asegurar la vida del Partido.
Vida, libertad y legitimidad del Partido
Por consiguiente, contraponer una visión edulcorada de la respuesta china a la pandemia a la funesta gestión estadounidense de la catástrofe implica adoptar un falso enfoque binario. Para los apologetas de China, la narrativa prácticamente se escribe por sí misma: las respuestas iniciales de China fueron populares y salvaron vidas. La respuesta estadounidense fue una pira funeraria nacional, que sigue ardiendo en los márgenes de la atención del país. Todo esto es cierto, pero no es más que una visión parcial. Lo que se omite en esta narrativa es la creciente sensación por parte de las y los manifestantes chinos de que sus vidas están atrapadas dentro del aparato de legitimación del Partido-Estado, cuya validez científica y necesidad biomédica parece cada vez más improbable. El Partido-Estado se ha aferrado a la política de covid cero porque en ello le va su legitimidad, y la reputación de Xi Jinping en particular. Esto puede ilustrarse claramente situando la pandemia en el contexto de la gestión de otras catástrofes por parte del PCC.
Por ejemplo, tras el terremoto de Sichuan en 2008, el PCC insistió en que las muertes se debieron a una “catástrofe natural” y no a un “fallo humano”. Si es una catástrofe natural, el Partido aparece como el salvador; un fallo humano, por otro lado, plantea la cuestión de la responsabilidad y apunta a cuestiones sistémicas más amplias. La legitimación del Partido gira en torno a esta distinción (Sorace 2017, 2018, 2020 y 2021).
Lo mismo se aplica a la pandemia. Lo único que se interpone entre la población china y el virus es el PCC, con sus cuarentenas, sus holgados trajes blancos, el rastreo digital y los instrumentos de vigilancia coercitiva cada vez más sofisticados que hacen que todo esto sea posible. Las manifestaciones de estos días comportan la desintegración de esta narrativa. La gente empieza a preguntarse si la política de covid cero del PCC sirve para proteger sus vidas ‒cuando las pruebas demuestran lo contrario‒ o su propia legitimidad. En el plano de la inscripción simbólica, la política de covid cero de China ha pasado de golpe de ser una infraestructura biomédica positiva a un aparato de contención y asfixia (literal y metafóricamente).
Nuestro análisis no predice que el PCC será incapaz de reafirmar el control discursivo sobre la versión pública de la narrativa. Se trata de un poderoso Estado discursivo, excepcionalmente dotado para metabolizar crisis en triunfos (Sorace 2017). Una de las diferencias cruciales entre el terremoto de Sichuan y la situación actual es que el terremoto fue un fenómeno limitado en el tiempo y en el espacio ‒circunscrito a una única región y un breve periodo‒, mientras que la pandemia es una crisis nacional en curso que no tiene una fecha fija de caducidad.
Aunque la gente en China ha tenido diferentes experiencias durante la pandemia en función de su clase, etnia, género y otras categorías destacadas (Butler 2022; Friedman 2022; Karl 2022), ha podido identificarse con las experiencias de otros sectores, y la actual ola de protestas incluso ha favorecido temporalmente la solidaridad entre las etnias han y uigur (Millward 2022). Es más, es una cuestión global y mediatizada, de ahí que las comparaciones con una Copa del Mundo sin mascarillas podría exacerbar hasta cierto punto el sentimiento de excepcionalidad negativa.
Los planteamientos binarios EE UU-China suelen quedar atrapados en un eterno retorno a la guerra fría o en otredades orientalistas, y este que comentamos no es diferente. En función del punto que se mira en el espejo, el reflejo muestra una biopolítica estatalista frente a una necropolítica antiestatal o un control totalitario frente a la libertad, y la extrema derecha conspiradora combina los gobiernos chino y estadounidense como las dos caras del mismo autoritarismo médico. En vez de ello, nosotros pensamos que EE UU y China ofrecen dos modelos contrapuestos de gobernanza pandémica, ninguno de los cuales promueve la prosperidad humana. Como escribió el sindicalista transnacional Tobita Chow (2022) en un tuit reciente: “Los nihilismos rivales de los gobiernos de EE UU y China en materia de política anticovid no son las únicas opciones.”
Malinterpretación de las protestas
Así, mientras que la gente que se manifiesta en China lo hace contra la gobernanza autoritartia de la pandemia a que ha estado sometida, sería malinterpretar profundamente las protestas si se concluye que está demandando la necropolítica nihilista de EE UU y otros países occidentales. Por decirlo lo más inequívocamente posible: las protestas en China y las de los antimascarillas y antivacunas en EE UU, Canadá y Europa no son lo mismo. Las protestas occidentales contra las mascarillas y las vacunas son un rechazo de nuestra interdependencia compartida, como dice la politóloga Elisabeth Anker. Según Anker, ‘[l]os guerreros COVID practican la libertad de exponer a otras personas a la muerte, y de hecho a librarse de ellas” (2022: 9), donde ellas representan básicamente a todas las personas que se hallan fuera de su burbuja particular.
La afirmación de la libertad individual como derecho a exponer a otras personas al perjuicio y amparar una fantasía de invulnerabilidad e indiferencia frente a las extrañas no es una definición universal ni deseable de la libertad. Las demandas de libertad de las manifestantes chinas son polívocas y están sobredeterminadas simbólicamente por el contexto en que se inscriben. Vale la pena señalar asimismo que en las manifestaciones estudiantiles se ha cantado (al igual que se hizo en 1989) la Internacional, demostrando que los valores socialistas no son monopolio de regímenes nominalmente socialistas.
Mientras que algunas demandas se nutren claramente de agravios políticos más amplios, como por ejemplo los llamamientos a la dimisión de Xi Jinping y del PCC, en lo tocante a la respuesta a la pandemia no se reclama la completa abdicación del Estado, permitiendo al virus diezmar a la población, sino más bien un reequilibrio biopolítico razonable. Por ejemplo, los llamamientos a acabar con las continuas pruebas PCR y los traslados a instalaciones de confinamiento centralizadas son razonables y pragmáticos; no equivalen a un rechazo de plano de todas las medidas biopolíticas encaminadas a evitar la transmisión desbocada del virus. Todo esto quiere decir que las invocaciones de la libertad no pueden abstraerse de su contexto, especialmente si se pretende formar una especie de pseudosolidaridad frívola de antiestatalismo reaccionario. El compromiso de izquierda con la solidaridad transnacional que preconizamos comporta como mínimo una política de reconocimiento mutuo, de escucha y traslación contextual.
Tampoco debe confundirse con la solidaridad estatalista preconizada por apologetas que se dicen de izquierda de regímenes de capitalismo de Estado no occidentales, como es el caso del intelectural público Vijay Prashad, quien el 28 de noviembre publicó un autorretrato en Instagram en que muestra un papel blanco con la expresión “ Zero Covid”, poniendo claramente de manifiesto su apoyo al PCC y burlándose de la gente que mostraba una hoja de papel en blanco en las manifestaciones. La Z escrita en negrita introduce de paso, en plan provocador, el apoyo a Rusia.
La incoherencia ideológica de sus posiciones se basa en una visión infantil del antiimperialismo, en la que todos los enemigos de EE UU ofrecen realmente alternativas deseables en virtud de su oposición. Esta posición es profundamente insensible a las operaciones coloniales y carcelarias (y en el caso de la invasión rusa de Ucrania, incluso a los crímenes de guerra) cometidas por los aliados preferentes de Prashad (que sin duda son Estados, más que personas). Con semejantes amigos en la izquierda, ¿quién necesita enemigos?
Es importante salir del lodazal binario que tanto gusta a personas como Vijay Prashad y Charlie Kirk. Si solo nos centramos en China frente a EE UU, omitimos el hecho de que muchos países de todo el mundo trataron de suprimir el virus y proteger a las poblaciones vulnerables a base de medidas colectivas basadas en la solidaridad, logrando mantener las libertades individuales al tiempo que frenaron la propagación masiva de la enfermedad y la muerte. Permanecer dentro del horizonte limitado de los propios Estados-nación es parte del problema.
Hacia una biopolítica positiva
Aspiramos a que la izquierda adopte un nuevo lenguaje, la articulación de una biopolítica de escala planetaria (Bratton 2021) que sea capaz de inventar nuevas formas políticas que aborden nuestro ser en común (Nancy 2022). Como señala Benjamin Bratton: “[P]retender que no debiera existir el biopoder y que las opciones relativas a lo que vive y lo que no vive pueden evitarse porque son difíciles e inquietantes es en última instancia una manera de permitir que el biopoder pueda ejercerse sin rendir cuentas” (2021: 5). La visión positiva de la biopolítica como esfuerzo colectivo basado en la solidaridad contrasta sin duda fuertemente tanto con la necropolítica nihilista, encarnada en los cadáveres que desbordaron los tanatorios en EE UU, como con las nefastas realidades políticas de acumulación capitalista, estabilidad política, patriarcado neoconfuciano, chovinismo han y encarcelamientos masivos que ofrece hoy el Estado chino.
Existen otros linajes, apellidos y debates (Sorace et al. 2019). Existen lenguajes que todavía no hemos aprendido a hablar o escuchar. Sería también un lenguaje de duelo, que tratara de responder a la pregunta inquietante de Judith Butler: “¿Alguien de nosotras sabe cómo nombrar lo que hemos perdido?” No solo hemos perdido seres queridos, sino también la capacidad de imaginar un mundo en que todas y todos prosperemos. No estamos seguros de cómo avanzar, pero al menos confiamos en que el camino no nos lleva a un mundo en el que EE UU o China definan las condiciones de nuestra existencia.
02/12/2022
Traducción: viento sur
Christian Sorace es profesor adjunto de Ciencias Políticas en la Universidad de Colorado. Nicholas Loubere es profesor adjunto en el Estudio de la China Moderna del Centro de Estudios del Este y Sudeste Asiáticos, Universidad de Lund.
Referencias:
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Fotografía: Viento sur