Por: Ale Kur. 16/10/2024
En la Argentina de Milei, mientras el discurso de la ultraderecha se consolida, sectores crecientes del peronismo están respondiendo con una narrativa «antiprogresista». Frente al vendaval reaccionario, la tarea es la opuesta: reafirmar los valores del progresismo y reivindicar su identidad.
El punto de partida para esta reflexión es el regreso, en la Argentina y en el mundo, de las identidades político-ideológicas. Si en la década del 90 se había decretado el fin de los grandes relatos y en el imaginario social la política había quedado reducida a un actividad casi puramente técnica, los últimos años trajeron un cambio notorio.
Un primer momento de esta transformación ocurrió cuando, desde principios de los años 2000 —y sobre todo a partir de la crisis mundial de 2008—, el consenso neoliberal-globalizado comenzó a encontrar fuertes cuestionamientos por izquierda. Fue el caso de las rebeliones y los gobiernos progresistas que las sucedieron en América Latina, de las experiencias de Occupy Wall Street en Estados Unidos, de los movimientos de indignados y de la irrupción de formaciones y figuras de la nueva izquierda como Bernie Sanders en Estados Unidos, Jeremy Corbyn en el Reino Unido, Podemos en España, etc.
Pero a esta primera oleada de cuestionamientos por izquierda le siguió, sobre todo a partir de 2015 (con la experiencia bisagra del Brexit), un nuevo embate desde la lejana derecha, que intentó una impugnación reaccionaria del statu quo. Estas corrientes construyeron un relato profundamente ideológico, buscando desarticular todos y cada uno de los consensos progresistas y democráticos que se habían logrado construir a lo largo de décadas.
Esta nueva derecha responde a la misma crisis de legitimidad del sistema político-social disparada por la crisis global, pero lo hace precisamente para evitar que esta derive en una salida perjudicial para los intereses de las clases dominantes. Para ello se plantea una «batalla cultural» en todos los terrenos, buscando reafirmar valores profundamente individualistas, conservadores, elitistas y excluyentes.
El «antiprogresismo» en Argentina
En Argentina, Javier Milei logró instalar no solo su propia figura, sino todo un sello ideológico: el «liberalismo libertario». Este relato logró reunir y movilizar a un núcleo muy sólido de militantes y simpatizantes, que a su vez consiguieron atraer a amplias capas de la población descontentas con la situación (sobre las que la derecha venía ejerciendo influencia hace años a través del bombardeo político-mediático-judicial). Si bien solo una pequeña porción del 56% que obtuvo el actual presidente argentino en la segunda vuelta puede considerarse un voto «liberal-libertario» convencido, está claro que la construcción de un discurso y una identidad político-ideológica jugó un importante rol en el crecimiento meteórico de Milei.
Este embate ideológico de signo derechista puso al campo popular a la defensiva y generó también un efecto secundario muy nocivo: el surgimiento de un discurso antiprogresista al interior de los propios sectores contrarios a Milei. La figura más mediática de este discurso es la de Guillermo Moreno (secretario de Comercio Interior durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner), pero la misma línea se replica en todo tipo de actores políticos.
Según el portal Cenital, la propia expresidenta Cristina Fernández habría afirmado que «el peronismo no es progresista» en una reunión en el Instituto Patria. En este caso, aunque no se trate de una posición novedosa (recordemos, por ejemplo, la ubicación que CFK sostenía con respecto al derecho al aborto en los años previos a la Marea Verde), el timing del planteo en el marco de los debates que atraviesan hoy al campo popular otorgan a estas afirmaciones un peso político particular.
El regreso de la «marca peronista»
Otro fenómeno muy ligado a lo anterior es lo que un artículo publicado hace pocas semanas en Tiempo Argentino denomina «el retorno del peronismo como marca electoral». Allí se señala que la identidad peronista volvió a ser la definición central de muchos actores políticos, desplazando inclusive a la identidad kirchnerista:
Ante la pregunta de cuál es la identidad partidaria o ideológica con la que se siente más representado o cercano, el 25% responde peronista, 14% PRO o macrista, 12% libertario, 8% radical, 5% izquierda y solo 4% kirchnerista; 3% dice otra y 30% declara que no se siente cercano a ninguna (…) Estos resultados significan un cambio respecto de estudios similares realizados seis o siete años atrás. (…) En 2017, casi 20% respondía kirchnerista y menos de 10% decía peronista.
Este regreso de la identidad peronista constituye un sello de época muy visible en las redes sociales y en los nuevos canales de streaming. Podemos observar que allí coinciden tanto el nuevo «peronismo conservador» estilo Moreno (empeñado en el relanzamiento del «peronismo de Perón» y de la vieja doctrina peronista) con sectores más progresistas (como los del canal «Gelatina»). Dentro de esta misma tónica podemos ubicar también una reciente intervención mediática de Juan Grabois en la que, debatiendo con las posiciones de Cristina Kirchner, sostuvo que la doctrina de Perón no era capitalista sino una tercera posición más orientada hacia el socialismo.
Relanzar el progresismo
La instalación del sello «liberal-libertario» y el regreso de la «marca peronista» señalan que la Argentina entró de lleno en una etapa de reafirmación de identidades político-ideológicas en la que los elementos doctrinarios, ideológicos y hasta teóricos son puestos nuevamente sobre la mesa. En sí mismo, este es un hecho positivo y necesario. Pero también entraña un peligro: que las voces progresistas no formen parte de ese debate y queden sepultadas, especialmente en el marco de un clima de época marcado por el «antiprogresismo».
Esta cuestión es independiente de cualquier definición de táctica política que los sectores identificados con el progresismo decidan adoptar. Sea por fuera o por dentro de espacios de unidad con corrientes kirchneristas y peronistas, el gran riesgo de no dar la batalla por una identidad progresista propia es el de la disolución político-ideológica
En esta línea, existen tres grandes banderas político-ideológicas que es necesario defender y que requieren, precisamente, seguir sosteniendo una identidad progresista que las englobe y reafirme en el debate nacional (identidad que, por otra parte, tiene un importante sustento internacional, con referencias como la Internacional Progresista fundada por Bernie Sanders y Varoufakis o los movimientos europeos como el Nuevo Frente Popular francés).
1) Los valores humanistas. En una época en la que la crueldad y la deshumanización del otro son celebradas, reafirmar una perspectiva centrada en los derechos humanos es una cuestión de principios. Esto implica el desarrollo de una visión internacionalista, antimperialista, anticolonial, antirracista, feminista y antipatriarcal, antibélica, ambientalista y profundamente democrática. Y significa, también, entablar una batalla sin cuartel contra las fuerzas de la extrema derecha que son hoy el mayor peligro, tanto en América Latina como en Europa, Estados Unidos y gran parte del mundo.
No se puede, en nombre de un «nacionalismo antiglobalista», apoyar o siquiera minimizar el riesgo que implica el avance de los partidos xenófobos y fascistoides: la principal tarea es derrotarlos en todos los flancos. Tampoco se puede tirar por la borda a las minorías y diversidades (de género, étnico-nacionales, etc.) en nombre de supuestos «temas más importantes», porque nada es más importante que el derecho de cada persona a existir.
2) El cuestionamiento al capitalismo. Este es también un debate explícito con las fuerzas del campo popular que, reivindicando la «justicia social» y la soberanía nacional, plantean que el capitalismo es el mejor sistema posible. Pero la historia del capitalismo demuestra una y otra vez que, más allá de su rol en el desarrollo de las fuerzas productivas, es un sistema que genera inherentemente exclusión, destrucción y una profunda desigualdad en la distribución de la riqueza y el poder.
Esto no significa que debamos tener una visión ingenua o utópica: no se puede pasar por alto que los intentos de superar el capitalismo fracasaron, que la enorme mayoría de las personas en el mundo no consideran que un cambio sistémico sea posible o deseable, y que ningún país puede sostener un nivel de vida digno en aislamiento de la economía global (como lamentablemente demuestran los bloqueos de Cuba y Venezuela, en situaciones de profunda pobreza). Está claro que debemos reflexionar y debatir qué tipo de medidas económicas y sociales son posibles y convenientes en el mundo actual, especialmente en países subdesarrollados como los de América Latina.
Pero nada de esto significa embellecer al capitalismo: de lo que se trata es de buscar siempre salidas lo más colectivas, solidarias e inclusivas posible. Mientras el núcleo fuerte de los valores y las concepciones capitalistas siga incontestado, más difícil será que encontremos una solución a los problemas que el propio sistema genera.
3) La democratización en todos los ámbitos. Sobre la importancia de la democracia en el régimen político no es necesario agregar mucho, dado que es un punto compartido por todo el campo popular. Pero la democracia por la que debemos pelear es una aún más profunda, que también incluya las relaciones de fuerza entre los de abajo y los de arriba y, más en general, de todos los ámbitos en donde se expresen los intereses y puntos de vista de los sectores populares.
Esto quiere decir varias cosas. En primer lugar, la necesidad de construir poder popular: fortalecer y expandir los sindicatos, las organizaciones de la economía popular, del movimiento de mujeres, estudiantiles, de derechos humanos, barriales, etc. Sin la intervención activa de los de abajo, sin su impulso, su protagonismo y su iniciativa, no hay forma alguna de torcer el brazo a los poderosos. Lejos de jugar un rol de contención (como el que muchas veces juegan algunas dirigencias), de lo que se trata aquí es de impulsar y desarrollar su participación e involucramiento político.
En segundo lugar, es muy importante la democratización del conjunto de las organizaciones sindicales, sociales y político-electorales del campo popular. En todos esos ámbitos, los representantes deben ser elegibles por el voto, se debe impulsar el pluralismo político-ideológico, la libertad de expresión y crítica y la participación activa de la bases. Las organizaciones verticalistas, la lógica de acuerdos «por arriba» y el monolitismo son una traba para el desarrollo de una democracia verdadera.
Un último punto (aunque no menos importante) está relacionado con el perfil de las candidaturas del campo popular. Nuestros representantes en las elecciones deben ser figuras honestas e intachables, coherentes en su trayectoria y con los planteos del movimiento, que se parezcan lo más posible a las bases a las que pretenden representar. Estos puntos no solo son importantes en sí mismos, sino también por sus efectos electorales: en tiempos de «rebelión contra la casta» es necesario construir un perfil diferenciado de las viejas figuras de la política tradicional para volver a ganar el respeto (y, con él, el voto) de los sectores populares.
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