Por: Lara Roth.* 05/12/2024.
A veinte años de haberse publicado este poemario (Anónimo Drama, 2004), el primer libro de Arturo Álvar, su resonancia se constata en esta nueva edición, publicada por La Tinta del Silencio. Lara Roth desde San Francisco escribe esta misiva sobre Obituario, a propósito de su presentación este viernes 6 de diciembre en el Complejo Cultural Los Pinos, a las 19:00 horas.
Hace un par de años me encontraba en la caótica urbe de San Francisco, en el famoso bar-casa de los poetas Beats; fundado por el divertido visionario y libertador de poetas, Lawrence Ferlinghetti (1919-2021), quien nombró a este sagrado lugar Vesuvio, en honor al volcán de sus míticas tierras y a su lava que logró petrificar tantas vidas, dejando retratada en piedra, cual boceto, el instante de la muerte de una ciudad entera.
Encontrándome sola, acodada en la barra de aquel bar, bebiendo un generoso Jack Kerouac ―trago con ron, tequila, naranja y jugo de arándano―, me percaté de un par de fotografías pegadas en un muro, con personas retratadas, en el cual colgaba un letrero que con mayúsculas decía: “Obituario”.
Las fotos se complementaban con breves anuncios sobre los clientes del bar que habían muerto en los últimos días, incluso meses; hasta donde algunos hombres de aquella preclara barra me alcanzaron a explicar, algunos de ellos habían fallecido por sobredosis, una pasadita de tragos o de plano por tristezas. Tenían esta bella costumbre de avisar a los compañeros de borrachera sobre la intempestiva ausencia de alguno de los camaradas, a lo que seguía otro ritual, no menos extraño: una “marcha fúnebre”.
Aquella procesión consistía en vestirse de luto con otros vesubianos, acompañados por un conjunto de trompetas y percusiones, para acudir, en ese mismo día, a cada uno de los bares donde el recién finado disfrutaba beber y encontrar en esto una espléndida manera de despedirse.
Es verdad que a los poetas nos gusta bastante comprender la muerte, conocer en carne propia los ciclos que inician y también los que terminan; porque uno vive de morir varias veces…
He aquí la primera aproximación que compartiré sobre Obituario, escrito por el ingenioso poeta Arturo Álvar y publicado por la editorial La Tinta del Silencio, con la raíz etimológica del título por delante, que proviene del latín óbito:
La palabra es un cultismo procedente del latín obitus ―fallecimiento de una persona―. Asimismo, es el sustantivo verbal de obire ―ir a darse un encontronazo frontal― compuesto del prefijo ob (enfrente, en contra) y el verbo ire (ir).
Los obituarios, entonces, más allá de advertirnos como meras noticias sobre la defunción de alguien, describen el lapso de ese instante de la muerte, el tránsito del acaecer; cuando nuestras almas enfrentan, frágiles, las pasmosas verdades y sus transformaciones.
Quiero decir que un obituario encara, como crisálida recién abandonada, los desafiantes ojos de la falena; aquellos plasmados en sus alas con las que vuelve, recién consumada su metamorfosis, para mirar su antigua piel.
En la voz poética que habita en los versos de Obituario ―cuya inscripción abarca un considerable periodo de veinte años― resuena el eco de quien se dirige hacia un encuentro definitivo. Ante sus propias limitaciones, se abandona a la metáfora ―quién sabe si le asegure otra vida― abrazándose con la tormenta. Desde ahí nos habla el poeta, que se limpia las heridas con sus propias cicatrices:
Marino padecer la espuma, estrago
de su quebranto, escamas iracundas
sediento animal, coloca su lengua
a la espera de diluvios:
cendren todo lo que su sangre arrastra
y exaspera, de las recientes costras
que serán sus cicatrices.
Obituario de Arturo Álvar se convierte en un sincero terreno de ejercicio poético profundo, es un mapa de observación ante ese instante que se arraiga en palabras lúdicas, melódicas y de una agalla inquietante para atravesar lo que más duele. Su tradición honra las reverberaciones de José Gorostiza (1901-1973), recordándonos sus Canciones para cantar en las barcas (1925):
Tegumento velo inmóvil
cáliz de bálsamo entumido
lo tomo con fervor en un respiro
no sentiré más tu amargo espíritu
himen en el alma que se rompe.
(Fragmento de “Ceremonia en el ocaso”)
Pero también nos conduce a Paul Valéry (1871-1945) y los pertrechos retóricos provistos de su El cementerio marino (1920):
Llevo el pecho acantilado
por una caída de mil pies
sobre una huella que carcome
monolitos de otro origen.
Venir hasta el lugar
que me sembró de pronto
y no secar a esta piel
limada por desagües
que envejezco poseído.
(Fragmento del poema “Vendrá la marea”)
Disfrutando de su templada desmesura, cada verso que anida este admirable obituario es parte de un tesoro de experiencias acumuladas con abisal franqueza y como nos atestigua el poeta: “Cada palabra viene de la sangre, herida que recorre el contorno de la muerte”, lo que nos devuelve a la intensidad versística de un Rubén Bonifaz Nuño (1923-2003):
Mis huesos tienen que ser de otro
me colmo a mí mismo de catástrofes
el agua en la garganta
cae de picada y atrapa una sirena.
Nazco de mi quietud y salgo de su piel
las escamas por dentro son de seda.
(Segundo fragmento del poema “Vendrá la marea”)
Celebrar sin ambages, a tumba abierta, la fuerza impetuosa de este poemario, donde Álvar nos comparte su rúbrica de lava ―cismado en la rauda fotografía del antes y el después― implica asirse a una mano robustecida por los antros vesubianos y descender, insondables, al entierro decisivo, con la maravillosa plasticidad del lenguaje, hasta el lugar donde se depositan nuestras “idas en contra”. Ahí, querido Arturo, nos tomaremos nuestro próximo Jack Kerouac.
* Lara Roth: Estudió Lengua y Literatura Italiana en la UNAM con una investigación que versa sobre el cine mudo; posteriormente cursó una Maestría en Arte Moderno y Contemporáneo en Casa Lamm. Es escritora y traductora para distintas editoriales, y ha compartido su poesía en lugares como Oakland, Madrid y Dublín. Es una afortunada mujer nómada a la que le gusta respirar el caos de la vida bohemia.
Fotografía: cortesía de Arturo Álvar