Por: Eduardo Lago. El País. 14/02/2017
El uso de esta lengua, hablada por 40 millones de personas, no para de crecer. Es dudoso que Trump logre invertir esa tendencia.
Entre los 308 millones de estadounidenses censados, hay 57 millones de latinos, de los que 40 son hispanohablantes. El resto tiene un conocimiento desigual, aunque patente, de nuestro idioma. Estos datos de conjunto ponen de relieve una constante histórica: la capacidad de resistencia del español frente a un entorno institucional que, como sucede ahora, le ha sido a veces hostil. Las leyes encaminadas a erradicar la educación bilingüe han acabado sistemáticamente en fracaso, porque el uso del habla depende del pueblo y no se puede legislar.
En un vídeo de 1960 que se puede encontrar fácilmente en YouTube y que visto hoy resulta entrañable, Jacqueline Kennedy se dirige en español a los hispanos, pidiéndoles el voto para su marido, entonces senador. No es un caso aislado. En el más de medio siglo transcurrido desde entonces, las intervenciones en español han tenido lugar con cierta regularidad en el entorno presidencial, independientemente del partido que ocupara el poder. Todo el mundo recuerda los esfuerzos de George W. Bush por congraciarse con los hispanos en nuestro idioma. Obama juzgó importante que la página presidencial hiciera justicia a la realidad bilingüe de EE UU, integrando al español en su diseño, por puro sentido de la realidad. El español no es lo único que ha desaparecido de la web presidencial también lo han hecho las alusiones a Cuba, al cambio climático, o al tratado nuclear con Irán, entre otras cosas.
Negar la importancia del español en aquel país es un disparate equiparable a negar el cambio climático, cosa que por lo demás la nueva Administración hace con total impunidad. El peso histórico, político, social, económico y cultural del español en el país norteamericano es un hecho incuestionable, sólo que los hechos no cuentan para una agenda que ignora de manera sistemática la realidad.
Por lo que se refiere a la fuerza demográfica de las comunidades latinas de EE UU, Gabriel García Márquez resumió lapidariamente la situación hace años cuando afirmó: “No somos nosotros quienes vinimos a Estados Unidos. Fueron los Estados Unidos quienes vinieron a nosotros”. ¿Y cómo lo hicieron? Mediante una simple operación de compraventa. En 1848, tras un conflicto bélico fulminante, México cedía la mitad de su territorio a su vecino del norte por 15 millones de dólares en virtud del Tratado de Guadalupe-Hidalgo. De la noche a la mañana una ingente masa de población hispanohablante pasó a formar parte del territorio del Norte, no sin que la toponimia se erigiera en testigo mudo del atropello. En Las sergas de Esplandián (1510), novela de caballerías de Garci Rodríguez de Montalvo, California es una isla habitada por mujeres negras súbditos de la reina Calafia. Nombres como Los Ángeles, San Francisco, Nevada, Colorado entre otros muchos, cada uno con su propia historia, son parte del corolario. Si la geografía es inequívoca, no cabe decir lo mismo de la historia, que los anglosajones siempre han contado mal, priorizando la visión de un movimiento expansivo horizontal de costa a costa, en dirección oeste.
La visión hispánica, centrada en el examen de un eje vertical Sur-Norte, ha sido resaltada por investigadores como el profesor Fernández Armesto, en Nuestra América (el título, como es sabido, procede de Martí), pero es sistemáticamente ignorada. Más datos. California, que a veces acaricia el sueño de la independencia es, además del Estado más rico de la unión, un territorio preeminentemente hispanohablante. En Miami se puede prescindir por completo del inglés (eco quizá de otro dato revelador: el primer texto literario sobre lo que hoy es territorio estadounidense es una descripción en español de Florida escrita por Cabeza de Vaca en 1542). Un hecho importante que conviene resaltar es que, en contra de lo que se suele afirmar, invocando estadísticas imprecisas, el uso del español no decrece de una generación a otra de manera lineal, porque lo contrarresta el constante flujo de nuevos inmigrantes. Otros idiomas, como el yiddish, en tiempos muy extendido en lugares como Nueva York, han desaparecido sin dejar huella: el español, por el contrario, no ha dejado nunca de crecer, tendencia que se propone interrumpir la nueva Administración. En la cambiante historia de las relaciones de los hispanohablantes de Estados Unidos con su lengua materna se pasó del complejo de inferioridad a una fase de afirmación y orgullo. Ahora hay un elemento adicional: el miedo. Hablar en español en público puede ser peligroso ante la amenaza de una ola masiva de deportaciones.
Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2017/02/02/actualidad/1486040114_650460.html
Fotografía: GLENN KOENIG