Por: Antonio Villalpando Acuña. Nexos. 04/08/2017
Respuesta a Juan Ramón de la Fuente
Esta es una respuesta al editorial “Populismo: opción para excluidos”, escrita por el Dr. Juan Ramón de la Fuente y publicada por el periódico El Universal con fecha 24 de julio de 2017.
Estimado Doctor,
Después de leer algunas veces su editorial, que me parece bastante acertada en muchas aseveraciones, creo relevante rebatir algunas de las ideas que usted plantea en ella, pues da la impresión de que usted minimiza intencionalmente la frustración de los seguidores del populismo, y no enteramente en ánimo condescendiente, sino para exculpar al centrismo tecnócrata que predomina en varias democracias modernas, y cuyas acciones y omisiones explican el malestar de esas personas a las que usted caracteriza como individuos despojados de la “razón ilustrada”. Ya le digo porqué.
Aquella beligerancia que usted adjudica a los partidarios del “populismo” acaso se puede diferenciar de la violencia que ha sido ejercida contra ellos por su forma. No nos encontramos, al menos en este punto de la historia, en medio de una pugna entre un sector progresista e ilustrado por un lado, y por el otro, unos “rezagados” con los que usted pretende ser condescendiente.
No. Aquellas familias e individuos que no pueden acceder a servicios de salud o educación de calidad, que viven al día o que al llegar a la tercera edad van a sobrevivir con el salario mínimo no “se quedaron atrás” en un modelo exitoso de desarrollo liderado por el liberalismo; menos aún, se puede culpar al fin de las ideologías de su “rezago”. Los millones de mexicanos y ciudadanos de varios países del mundo que no pueden acceder al creciente número de servicios que podemos adquirir los más privilegiados no “están rezagados”; han sido sistemática e intencionalmente excluidos por un estado de cosas que está completamente imbuido de ideología.
Esta afirmación sería materia conspiranóica en el mundo ideal desde el que usted escribe, aquel en el que los agentes del Estado han servido imparcialmente a los intereses de todos los ciudadanos en función de sus plataformas políticas, y sólo han fallado en crear mecanismos para incluirlos por mero descuido ideológico. ¡Vaya! Lo que quiero decir es que a esa visión usted olvidó anteponerle un “en teoría”.
No, Doctor: la incapacidad de muchos Estados para generar políticas públicas que permitan participar a las mayorías del crecimiento económico y del desarrollo tecnológico no se debe a un error de procedimiento –a performative error—, a la falta de preparación o a la muerte de ninguna ideología. Dicho lato: no es incapacidad, es reticencia.
Ahí donde deberían estar las políticas de inclusión y redistribución hay otras con las que, dada la naturaleza escasa de los recursos, no pueden coexistir. Estas otras políticas, como las cuantiosas exenciones fiscales a grandes conglomerados económicos, los subsidios regresivos, los estímulos fiscales concurrentes e, incluso, el manejo del mercado cambiario y del tipo de interés, ocupan el lugar preponderante en la agenda de las democracias liberales, el que además está muy por encima de las políticas que podrían beneficiar a trabajadores, personas sin empleo y a las familias e individuos que sufren de pobreza crónica, intergeneracional.
No se trata, pues, de un error de estimación ni de cálculo. Tampoco vivimos las consecuencias de la muerte de las ideologías, sino más bien, los estragos sociales de llevar una ideología hasta sus últimas consecuencias. Y esa ideología es el liberalismo, ese que usted asocia con conceptos tan propagandísticos como anticuados, como es el caso de “razón ilustrada”.
Confieso que por un momento me sentí atrapado en los libros de texto de la educación básica, aquellos en los que se ensalzaba acríticamente el Siglo de las Luces. Se me ocurrió que podría estar leyendo un ejercicio peripatético, una especie de arenga para asociar los peligros del pensamiento doctrinario religioso con el populista. No obstante, con una lectura cuidadosa me percaté de que su propuesta en verdad es “reivindicar los derechos individuales”. Si el populismo nos quiere regresar al siglo XX (dirían algunos), usted nos quiere regresar al siglo XVIII.
No es una novedad, y no me lo tome a mal –yo sé que usted es médico, no politólogo—, que la democracia no puede coexistir con el capitalismo sin contrapesos. No es sólo un dicho poético de Yanis Varoufakis, o una diatriba de cualquier populista intolerante. En materia de gobernabilidad, desde el siglo XX es sabido que los capitalistas buscarán imponer sus intereses y su agenda ejerciendo toda la tracción que puedan sobre el Estado, incluso si ello erosiona las condiciones de vida de quienes viven de su mano de obra. Hay muchas actualizaciones de esta misma fábula sosamente tildada de “marxista”, desde el texto de la Ley Sherman de 1890 hasta la tragedia de los comunes de Garret Hardin –y su posterior complejización a manos de la genial Elinor Ostrom—. No es malo que los capitalistas persigan sus intereses: es completamente legítimo. Pero definitivamente los males del liberalismo no se curan con más liberalismo.
Hoy sabemos –y no me lo compre a mí; pregúnteselo a Angus Deaton o a Thomas Piketty— que las clases económicamente más prósperas han capturado importantes secciones del Estado para promover el crecimiento de su riqueza a costa del estancamiento económico de una porción mayoritaria de la humanidad. No a propósito o con maldad absoluta, pero sí como “externalidad negativa”.
Así que, estimado Doctor, no es necesario ser condescendiente con el malestar de los populistas. La hostilidad de éstos nace sí, del malestar masivo, pero que no es consecuencia fortuita de un vacío ideológico o de un descuido de una clase gobernante bien intencionada, como usted quisiera verlo. La hostilidad de los populistas es una respuesta a la frescura con la que una clase económicamente boyante ha azuzado a los agentes del Estado para capturar porciones cada vez mayores de los recursos públicos, algo que no puede ser percibido de otra forma que no sea como una actitud abiertamente hostil. Y eso que todavía no hablamos de corrupción.
Como última acotación, esa actitud intolerante de los populistas también se origina en los incesantes intentos de reivindicar una agenda “centrista” como la solución a los problemas de grandes mayorías. Es sumamente molesto para alguien que anhela un cambio profundo que le quieran vender una solución como el “macronismo”, otro mito posmoderno que promete resolver las injusticias con la vieja fórmula de crear un señuelo de libertad social para distraer a la mayoría de la aplicación de políticas económicas totalmente regresivas, como la reducción constante de la tasa marginal impositiva a grandes empresas. Lo digo por si quiere usted competir por el horrible mote del “Macron mexicano”.
En resumen:
1. El liberalismo tuvo su oportunidad ya hace algo de tiempo. Hace 200 años, más o menos.
2. El encono de los populistas no sólo es legítimo; saben contra quién y porqué están enojados. No son seres apolíticos despojados de raciocinio.
3. La política siempre ha versado sobre emociones; creer que es un fenómeno contemporáneo, es ingenuo. Eso será tema de otra discusión.
Antonio Villalpando Acuña es sociólogo y próximamente economista y maestro en políticas públicas.
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Fotografía: nexos