Por: Javier Caballero Galván. Iberoamérica Social. 26/02/2018
El espacio es mucho más potente de lo que creemos y sabemos; los estudios antropológicos y arqueológicos nos proveen de muchos ejemplos que nos permiten concluir que tanto la arquitectura como la ciudad no sólo han sido estructuras en las que se reproduce la vida, sino que son los vehículos que hacen posible las relaciones sociales.
Habitamos un planeta lleno de ciudades, y tal vez, en la más distópica de las prospectivas, pronto habitaremos una ciudad planetaria. Las cifras del crecimiento urbano son totalmente escandalosas. Para 2015, había ya más de 550 ciudades con más de un millón de habitantes y se piensa que éstas absorberán todo el crecimiento demográfico para el 2050 (Davis, 2006). Hoy podemos afirmar con o sin orgullo, que, por primera vez en la historia de la civilización, más de la mitad de la humanidad vive en ciudades.
Esto significa que la mayoría de nosotrxs yace rodeado de aquello que decidimos llamar arquitectura y que -querámoslo o no- forma parte de lo que somos y hacemos. Introducir el giro decolonial en este contexto me parece algo fundamental, pues el espacio urbano no puede reducirse a un mero hábitat; se trata más bien, de un territorio que muta con la interacción social y con la dinámica de la densa trama de significaciones que los grupos humanos espacializan por fuerza. Un territorio en disputa perenne que reproduce las relaciones de poder que simultáneamente lo realizan. En este sentido, la resistencia a la imposición espacial que ha desarrollado la modernidad capitalista/patriarcal, nos obliga a cuestionar el sentido y razón de lo que significa habitar el espacio urbano. Develar pues, los mecanismos de colonialidad implícitos en el espacio, es una tarea pendiente que debe comenzar revisando las categorías de análisis urbano-arquitectónico que por el momento forman parte de la imposición epistémica moderna.
Como ejemplo de ello, pensemos en los pueblos originarios sudamericanos, los cuales a través de la reutilización del nombre Abya Yala -nominación que los Kuna utilizaban para referirse a la extensión territorial que los colonizadores denominaron América- deciden nombrarse y reafirmarse desde su propia especificidad, es decir, atribuirse existencia sin pasar por las formas de auto-significación impuestas. Esta afirmación existencial construida desde la nominación del territorio me parece trascendental, justo porque se trata de un proceso identitario de ratificación existencial vinculado al espacio; algo que el mismo colonialismo europeo intuyó cuando decidió aniquilar las formas de vida que consideró “salvajes” porque formaban parte de la mismidad que les legitimaba “civilizarlos” (Dussel, 2000).
La resistencia espacial planteada por estos pueblos me parece una prueba irrefutable de la pertinencia de revisar bajo la lupa de la decolonialidad, todo el andamiaje teórico que ha sustentado la producción arquitectónica desde el Renacimiento italiano. Este ensayo dividido en cinco partes pretende contribuir con ello.
Parte I: El espacio primero
Para la mayoría de nosotros, la arquitectura y la ciudad son materialidades inocuas que sirven únicamente como escenario de la vida; estructuras que sostienen y manifiestan la riqueza de nuestro universo material, pero que no intervienen directamente en nuestras vidas. De hecho, las entendemos como expresiones fijas que están ahí para darle forma al mapa mental que todxs tenemos -tanto de la espacialidad compartida como de la propia- y que utilizamos para desplazarnos, encontrarnos y sabernos.
Como sabemos, el objeto arquitectónico hace tiempo que está fetichizado, es decir, que tanto para lxs especialistas como para lxs usuarixs lo relevante es el objeto, no lo que esta materialidad significa, produce o detona. Las revistas, publicaciones e investigaciones académicas se concentran exclusivamente en éste soslayando su complejidad trialéctica1, y, por tanto, atendiendo únicamente a sus propiedades materiales y a sus características técnicas. En ocasiones, esta fetichización se combate a través de la contextualización, es decir, tomando en cuenta el entorno político, social y económico que domina una época y una geografía dentro del análisis socio-espacial. Sin embargo, tanto la primera como la segunda forma de análisis mantienen al objeto arquitectónico suspendido en la unidireccionalidad de la expresión, esto es, como si se tratara de un producto exclusivo del ingenio y la creatividad personal; como una materialización producto del pensamiento social. Pero en ningún caso, la arquitectura logra entenderse como la realización de la vida social o como una estructura espacial que produce significados. A cambio, tenemos un modelo abstracto con innumerables variantes al que sólo tienen acceso las minorías enriquecidas a partir de la extracción del trabajo ajeno, y que configuran un régimen de poder que invisibiliza e inferioriza la producción espacial de las mayorías.
A partir de ello, es relativamente sencillo pensar que tanto la arquitectura como el urbanismo son saberes coloniales que tienen como objetivo ratificar el poder de ciertos grupos y validar sus valores, pensamientos y comportamientos. No lo negaremos e incluso lo reafirmaremos, pero es importante observar que en este enunciado vuelve a hacerse presente la unidireccionalidad que suspende la trialéctica espacial. En todo caso, habremos de añadir, que esta materialidad produce o genera la axiología de la clase dominante, desarticulando la visión tradicional -colonial- de los estudios y análisis arquitectónicos.
El espacio es mucho más potente de lo que creemos y sabemos; los estudios antropológicos y arqueológicos nos proveen de muchos ejemplos que nos permiten concluir que tanto la arquitectura como la ciudad no sólo han sido estructuras en las que se reproduce la vida, sino que son los vehículos que hacen posible las relaciones sociales. Esto significa que la forma del espacio no es una representación o metáfora del modo en que decidimos organizar y dotar de sentido al mundo, sino que es la forma en que lo realizamos; en otras palabras, el espacio no espejea las significaciones culturales, sino que las ejecuta y las materializa. Así que, tomando prestada de Bourdieu la definición de habitus, afirmaremos que el espacio y sus producciones son estructuras estructuradas estructurantes que conforman el hecho y la acción humana.
¿Por qué entonces pensamos la arquitectura como materia estática? ¿Qué es lo que hizo que el circuito de la trialéctica espacial se detuviera, y que el objeto arquitectónico y la ciudad, dejaran de entenderse como parte intrínseca de las relaciones sociales? Bien podemos estar de acuerdo en que los estudios de antropología o de sociología urbana -incluyendo desde luego al urbanismo- han centrado sus análisis en la dinámica social dentro de contextos espaciales específicos, pero en su mayoría, dichas investigaciones mantienen la espacialidad congelada o la tratan como mero escenario que poco tiene que ver con la reproducción social.
Así que una respuesta parcial a estas interrogantes nos lleva a pensar que gran parte de la intrascendencia, fetichización e inocuidad en la concepción, percepción y experimentación de las producciones espaciales, forman parte de una estrategia política que tendrá su comienzo con el proyecto colonial de la modernidad capitalista. Y ello tiene fuerza porque desde el Renacimiento, podemos observar este radical cambio de discurso: una vez que el arte del espacio fue extirpado de la acción colectiva y sintetizado en la mente de un artista capaz de imaginar por sí mismo todos los componentes de un edificio, pronto se comenzó a justificar que las edificaciones eran una producción exclusiva de éste, una creación material producto de su racionalidad individual. En efecto, la unidireccionalidad productiva, esto es, el hecho que señala que el/la artista es el único responsable de la existencia material de su propia producción, quedará cerrada sin la posibilidad de comprender la configuración espacial como un circuito de reproducción social…
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Fotografía: Iberoamérica Social