Por: Nueva Revolución. 16/06/2018
Llegamos al mundo sin desarrollar, pequeños e indefensos.
En general, aquellos que nos crían hacen todo lo posible por transmitirnos lo que saben de la vida y los valores que ellos han llegado a adquirir durante los años en los que han ido caminando por sus propias existencias.
En los países desarrollados, además, la sociedad ha creado un sistema educativo en el que nos incluyen desde bien pequeños, supuestamente para dotarnos de los conocimientos académicos que nos van a hacer falta para desarrollar con un cierto éxito social nuestra vida de adultos.
Y así, poco a poco, nos vamos haciendo mayores hasta que muchos de nosotros, tenemos hijos que llegan al mundo, pequeños e indefensos y a los que intentamos enseñarles lo que nosotros hemos aprendido durante nuestro viaje.
Y con esto, se cierra el círculo de la vida… ¡Pero se cierra terriblemente mal!
Nos pasamos la vida escondiendo la sensación de fracaso, somos como avestruces que han decidido que aquello que no vemos, aquello de lo que no hablamos y aquello en lo que no pensamos, ¡no existe!
La realidad es que llegamos a la vida de adultos sin entender prácticamente nada de nada. No sabemos qué hacemos en este planeta y tampoco sabemos cuál es nuestra finalidad como seres humanos, así que nos limitamos a ir sobreviviendo como podemos y a gestionar nuestras emociones para que no nos paralicen del todo y terminemos siendo devorados en la jungla esta en la que hemos convertido nuestra existencia con otros seres humanos.
Y cuando tenemos hijos, les enseñamos ese concepto del “tirar para adelante” a ellos para que sigan avanzando como puedan a lo largo de sus vidas con la única compañía de unas pocas herramientas de desarrollo personal muy bastamente talladas y en general, muy poco prácticas.
Los seres humanos nos hemos transmitido la sensación de ceguera emocional de una generación a otra con tal intensidad que realmente muchos nuestros congéneres, ya están naciendo ciegos.
Ciegos para ver a su alrededor, ciegos para cuestionar lo que les han enseñado sus padres y abuelos, y lo que es peor, ciegos para mirar dentro de ellos mismos y entender que las ansiedades, miedos o inseguridades no son más que alarmas que la vida nos ha puesto dentro para recordarnos que tenemos que revisar nuestra existencia cada vez que saltan.
Venimos a este mundo a amar y nos empeñamos en vivir odiando.
Venimos a este mundo a crecer y nos encerramos en un “yo” estático que se mantiene absurdamente inalterable durante décadas y décadas de nuestras vidas ahogando dentro todo lo que deberíamos ser mientras, nosotros, encabezonados lo defendemos con uñas y dientes de cualquier cambio aunque con ello estemos matando a la persona que estábamos destinados a llegar a ser.
Venimos a este mundo a ser felices y a disfrutar pero nos asustamos tanto que en una permanente anticipación de las desgracias que están por llegar, nos auto saboteamos nuestra felicidad.
Venimos a este mundo con la certeza de que vamos a morir. Y ese conocimiento debería ser el mayor aliciente para celebrar con una enorme intensidad la vida. Pero como no sabemos vivir, terminamos aterrados intentando negar la muerte y desgarrando nuestra existencia en una carrera absurda por aparentar que podemos dominar el paso del tiempo.
Tengo problemas de aprendizaje y me cuesta manejar los números. Pero no necesito saber de estadística para haberme convencido de que la probabilidad de que estemos aquí por casualidad es cero. Estamos por algo y para algo.
Quien, quienes o aquello que haya sido capaz de crear este Universo tan complejo y a todos los que estamos dentro, no nos dejó sin un manual de instrucciones.
Lo tenemos, está dentro de nosotros y dentro de los demás.
Estamos empeñados en no querer verlo, pero está ahí, y cuando realmente nos decidimos a leerlo, hay una fuerza que nos va trayendo sus páginas justo en el momento exacto en el que estamos preparados para entender su contenido.
Yo, le llamo magia. Y me da igual lo que digan, yo sé que existe.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ.
Fotografía: Nueva Revolución