Por: Javier Caballero Galván. Iberoamérica Social. 02/08/2018
En apariencia, la estética arquitectónica y la política no tienen nada que ver, sin embargo, nos encontramos ante una falsa escisión que es más una estrategia de control y regulación social, que una animadversión tácita. Su banalización posmoderna a través de la “estetización” del espacio, profundizará una fractura que naturaliza el orden social contemporáneo.
El presente artículo, descompuesto esta vez en cuatro partes, pretende inscribirse en la serie de reflexiones de lo que Walter Mignolo ha denominado estética decolonial. Nuestra idea es concentrarnos en el ámbito arquitectónico para ir descubriendo cómo se formó su paradigma estético, y de qué forma, en la ciudad contemporánea, opera como transmisor de la hegemonía cultural eurocéntrica. Desde luego, pretendemos hacer énfasis en la resiliencia de las que denominaremos colonias liminares, es decir, los espacios urbanos marginales donde las formas de vida no terminan por incorporarse a la lógica de la ciudad como espacio de consumo. Estas, han resistido a este proceso desde su origen a través de lo que Foucault llamó heterotopías, y que de alguna manera han conformado -y continúan haciéndolo- la estructura de la vida social en estos espacios de exclusión. En la última parte analizaremos las re-existencias espaciales, que suponemos también pueden ser fundamentales en la constitución de la estética decolonial.
Pensamos que, a través de estas ideas -las cuales son en realidad hipótesis más que afirmaciones categóricas- podamos contribuir a forjar una verdadera teoría arquitectónica pluriversal y transcultural, alejándonos de la enorme pretensión dominante de excluir, negar y reconocer sólo en la línea de “lo vernáculo”, a todas las producciones espaciales que no se ajustan a los cánones que siguen enseñándose en las universidades del mundo occidental. Por lo tanto, el llamado es a desactivar esta matriz de dominio epistemológico que impide a la mayoría de las personas y comunidades reconocer su espacialidad como una estructura identitaria fundamental para su desarrollo y como una fuente de empoderamiento colectivo.
Cada parte lleva un título específico, pero pretendemos que todas se incluyan bajo el nombre: “Hacia una estética arquitectónica decolonial: heterotopías y re-existencias espaciales”.
La forma en que entendemos hoy lo que a través de los siglos se ha llamado arquitectura, no es sino reflejo fiel del pensamiento hegemónico de las clases medias urbanas que respondieron a la crisis del metalenguaje unificado que significó el Estilo Internacional1. Desde los años setenta, la “(…) heterogeneidad de comunidades urbanas y culturas del gusto” (Harvey, 2012:102) exigieron un lenguaje diferenciado para contrarrestar la estandarización que en el mundo occidental proporcionaba el Estado benefactor. La diferencia que propugnaban, y que nada tendría que ver con la descaracterización que se imponía en las sociedades periféricas, era aquella que podía garantizarles el capital simbólico necesario para detentar el estatus, el confort y la capacidad de consumo que tanto difundía y demandaba la clase dominante.
Lxs arquitectxs y diseñadorxs urbanos llamados posmodernxs, rápidamente acudieron al llamado que la industria cultural hacía, y comenzaron a diseñar edificios y espacios que evidenciaran las ambiciones personalizadas de sus consumidores. Este proceso -es importante enfatizarlo- fue acompañado y soportado por la implementación de las políticas neoliberales que retiraron al Estado de la construcción de vivienda y de obra pública, lo cual dio oportunidad a que los desarrolladores inmobiliarios pudieran especular con el valor de la tierra y del uso del suelo. Lo que hoy se conoce como gentrificación no es más que parte de este cambio profundo que indirectamente le permitió al sistema capitalista no sólo mantener su hegemonía, sino curiosamente su propia existencia.
La consecuente invasión urbana hecha por un tipo de arquitectura que bien podríamos definir como escenográfica, no sólo generó la “estetización” de la forma de vida urbana, sino que motivó la despolitización del arte, del diseño urbano y fundamentalmente de la arquitectura. Si durante las primeras décadas posteriores a la Revolución Mexicana los arquitectos mexicanos se volcaron hacia la producción de una arquitectura de vocación social, a principios del siglo XXI el interés se centraría en cultivar el estilo y la personalidad, la subjetividad y la abstracción como referentes artísticos unívocos y completamente indiferentes al conflicto social. Esta actitud que David Harvey (2012) explicará como parte de la condición posmoderna, producirá una esquizofrenia edilicia2) que terminará por develar el apartheid urbano que hoy transitamos.
Los códigos y símbolos de la distinción social, que finalmente fueron los impulsores de este proceso de “estetización”, irán pronunciando una fractura socioespacial que el posmodernismo arquitectónico se ha negado a reconocer; una escisión que también el diseño urbano intentará soslayar y mantener al margen apelando a la influencia política diferenciada y al poder del mercado (Harvey, 2012):
“Jencks reconoce, por ejemplo, que el posmodernismo en la arquitectura y el diseño urbano tiende a estar descaradamente orientado hacia el mercado porque ese es el lenguaje primordial de comunicación en nuestra sociedad. Pese a que la integración al mercado implica claramente el peligro de servir más a los ricos y al consumidor privado que a los pobres y a las necesidades públicas, en definitiva se trata de una situación -sostiene Jencks- que no está al alcance del arquitecto modificar.” (pg. 96)
Desde nuestra perspectiva, la obsesión por la decoración, el embellecimiento y la creación de “ambientes” tiene la intención política de naturalizar la desigualdad, de dejar claro qué tipo de personas tienen acceso a los lugares y espacios diseñados, y quiénes tienen que desarrollarse en ambientes degradados e invalidados desde el canon hegemónico. La repetición extrema de tal diferenciación, desde luego ha naturalizado la estructura de clases capitalista e invisibilizado el segregacionismo espacial que habitamos.
Así que tan sólo en apariencia, la estética arquitectónica y la política no tienen nada que ver, e incluso se les trata como si fueran campos disciplinares tan bien diferenciados y tan diferentes entre sí, que no existiera posibilidad alguna de aproximarlos. Desde luego no podemos dejar al margen la razón académica, según la cual, la estética arquitectónica pertenece a una esfera metafísica para la que la realidad material es tan sólo un reflejo, sin querer percatarse que los procesos materiales son los que finalmente la determinan; en cambio lo político opera siempre en sentido inverso: parte de las practicas sociales para convertirse posteriormente en material epistémico…
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Fotografía: Iberoamérica Social