Por: Luis Armando González. 12/01/2023
En los ordenamientos democráticos –ya sea que estén bien o poco consolidados— el tema del uso de la fuerza (y de la dosis de violencia que ello pueda conllevar) es, por lo general, algo controvertido. Casi que se da por establecido que, en una democracia, el uso de la fuerza no está permitido, porque se considera que, justamente, se trata de un régimen político en el cual –si de verdad es tal— la fuerza y la violencia han sido anuladas, pues los acuerdos dialogados, el consenso y la cooperación ocupan su lugar. Cuesta entender que, en realidad, un ordenamiento democrático lo que hace es atenuar el uso de la fuerza, pero no lo extingue por completo. Y no sólo eso: lo modera, encauza y concentra en instancias estatales específicas que, a su vez, están (deben estar) sometidas a múltiples controles institucionales y sociales, para evitar que se desboquen y den lugar a arbitrariedades. Robespierre no tenía ningún problema al respecto, como se colige de estas líneas:
“Cuando se trata de la salvación de la patria, el testimonio de todo el universo no puede suplir la prueba testimonial, ni la misma evidencia puede suplir la prueba literal. La lentitud de los juicios equivale a la impunidad; la incertidumbre de la pena estimula a todos los culpables. Y todavía se lamentan de la severidad de la justicia: ¡se lamentan por la detención de los enemigos de la República! Buscan ejemplos en la historia de los tiranos porque no quieren cogerlos de la de los pueblos, ni extraerlos del genio de la libertad amenazada. En Roma, cuando el cónsul descubrió la conjura y la ahogó al instante con la muerte de los cómplices de Catilina, fue acusado de haber violado las formas; ¿y sabéis quién le acusó? El ambicioso César, que quería aumentar su partido con la horda de los conjurados, con Pisón, con Clodio y con todos los perversos ciudadanos, los cuales temían la virtud de un verdadero romano y la severidad de las leyes. Castigad a los opresores de la humanidad: ¡esto es clemencia! Perdonarles sería barbarie. El rigor de los tiranos tiene como fundamento solamente el rigor: el del gobierno republicano tiene, por el contrario, el bienestar. Así pues, ¡ay de aquel que ose dirigir contra el pueblo el terror que sólo debe dirigirse contra sus enemigos! ¡Ay de aquel que —confundiendo los errores inevitables de la virtud cívica con los errores calculados de la perfidia o con los atentados de los conspiradores— olvida al peligroso intrigante para perseguir al ciudadano pacífico! ¡Perezca el infame que osa abusar del sagrado nombre de la libertad, o de las terribles armas que ésta le ha confiado para llevar el luto o la muerte al corazón de los patriotas! Es indudable que semejante abuso ha tenido lugar. Sin duda alguna, ha sido exagerado por la aristocracia; y, sin embargo, aunque en toda la República sólo existiera un hombre virtuoso perseguido por los enemigos de la libertad, el gobierno tendría el deber de buscarlo con solicitud y de vengarlo clamorosamente”[1].
Lejos estamos de esta violencia sin clemencia contra los “enemigos de la República”. Su control institucional y social es clave para el funcionamiento normal de la democracia. Esta vive de la crítica, el debate y los acuerdos tomados sin coacciones o miedos por quienes participan directamente en las dinámicas políticas. También aquel control es clave para una convivencia social libre de amenazas y coacciones arbitrarias provenientes del poder político, especialmente del ámbito del que dependen los aparatos coactivos del Estado. Y cuando esas amenazas y coacciones provienen de sectores no estatales –por ejemplo, de grupos criminales—, corresponde al poder político la decisión de hacer el uso de la fuerza respectivo, en el marco de determinados controles legales e institucionales, para asegurar una convivencia social pacífica y libre.
Es decir, una democracia puede requerir del uso de fuerza para protegerse. No obstante, no se trata de cualquier uso de la fuerza, sino de uno estrictamente regulado y controlado por los mismos procedimientos democráticos. Pareciera tratarse de un círculo vicioso que, en una democracia, amarra el ejercicio de la fuerza (y de la coacción) estatal incluso contra aquellos que atentan en contra de los cimientos del propio ordenamiento democrático. A lo mejor se trata de un círculo virtuoso que, pese a la gravedad de los desafíos antidemocráticos que se tengan que enfrentar, impide que las espirales de violencia tomen el mando en la convivencia social y política.
De todos modos, lo que aquí se quiere anotar es que la democracia no está reñida con el uso de la fuerza y la violencia. Una democracia amenazada puede ser (debería ser) defendida con las dosis de fuerza y violencia que se requieran para su salvaguarda, pero sin que ello conduzca idolatrías respecto de aquéllas. Fue el tema que ocupó, durante la segunda guerra mundial, a los principales líderes de las potencias occidentales durante la segunda guerra mundial; es un asunto que ocupó a los dirigentes políticos, a los intelectuales y a los medios de comunicación de occidente después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.
Y así como es legítimo usar la fuerza para defender a la democracia, también lo es para conquistarla. En efecto, son abundantes las experiencias históricas en las que se hace patente que sólo se ha llegado ordenamientos democráticos luego de extenuantes jornadas de lucha social popular en absoluto pacíficas. En estas experiencias es claro que la democracia no es un regalo, sino algo costoso en términos de sacrificios individuales y colectivos. Quizás sea un exceso decir que la violencia es la partera de la democracia –copiando la idea de Marx, según el cual la violencia es la partera de la historia—, pero sin una dosis de ella –variable según los contextos— muchas democracias no habrían visto la luz. También dosis excesivas de fuerza y violencia –de dentro y de fuera de ellas— han ahogado proyectos democráticos que se consideran firmes.
En fin, democracia y fuerza (y violencia) no se excluyen, sino que pueden coexistir de formas variadas. Es un error suponer que la primera, si es firme, anula a la segunda. La fuerza puede ser necesaria, aunque suene paradójico, para defender la democracia, pero para ello debe estar siempre bajo un control social institucional que la limite y modere. Los demócratas deberían ser conscientes de que el recurso a la fuerza, para defender a la democracia, no les está vedado; los enemigos de la democracia deberían ser conscientes de que la fuerza y la violencia no son de su exclusividad. La inconsciencia en ambos lados termina por debilitar a los primeros y fortalecer a los segundos.
San Salvador, 10 de enero de 2023
[1] Robespierre, “Sobre los principios de la moral política”. Texto de discurso pronunciado el 18 Pluvioso, año II (5 de febrero de 1794). https://www.marxists.org/espanol/tematica/cienpol/robespierre/moralpolitica.htm
Fotografía: Fundación para el Progreso