Por: Miguel León. DISPARAMAG. 28/02/2020
Esta es la segunda entrega de una serie de tres artículos originalmente escritos como un solo texto que ha sido dividido para facilitar su lectura. La primera parte intentaba demostrar que la cuestión organizativa es uno de los principales problemas a los que se enfrenta hoy en día cualquier proyecto revolucionario.
Decía en el artículo anterior que, teniendo en cuenta que se enfrenta al Estado como instancia garante del orden establecido, el modelo de organización revolucionaria que necesitamos caracterizar ha de cumplir una serie de condiciones: necesita ser autónomo, necesita ser duradero y necesita ser fuerte. En realidad, la fuerza de dicha organización será resultado de una combinación de autonomía y durabilidad, de modo que esos últimos son los dos requisitos básicos. La forma-partido y la forma-grupúsculo son dos formas fallidas de conseguir dicha combinación. Las presento ahora como modelos conceptuales que parten de la realidad actual y que deben servir para describirla; este matiz es importante, porque queda fuera de mi planteamiento una consideración histórica sobre la evolución de los partidos políticos, aunque tampoco me negaré a abrirla si alguien lo propone. Además, aclaro que entiendo que en las organizaciones políticas realmente existentes encontramos rasgos de ambas, aunque al mismo tiempo también creo que en última instancia podemos siempre decir de cualquier organización dada si es más cercana a un modelo o al otro.
En una primera aproximación, se puede decir que la forma-grupúsculo se caracteriza por la identificación de sus miembros con una determinada ortodoxia. También se le podría atribuir el empleo de un discurso formalmente “radical” y materialmente vacío: recurre a un repertorio de términos ideológicamente marcados que, incluso si en algún momento fueron conceptos y pudieron servir para identificar la raíz de los problemas y orientar la acción política, han quedado reducidos a la condición de consignas y operan como meras señas de identidad. Como los postulados comunes que explican la razón de ser de la organización son ideológicamente muy restringidos, el número de personas que se identifica con ellos es pequeño. Ese convencimiento ideológico es el punto de partida que garantiza una posición autónoma. La sintonía ideológica y la práctica política común se refuerzan mutuamente constituyendo una entidad políticamente homogénea. Es necesario aclarar que por homogeneidad entiendo una propiedad de aquellos grupos en los que cualquiera de sus integrantes puede, llegar el caso, hablar en nombre del colectivo y representarlo; cuanto mayor es la sintonía ideológica de partida, y cuanto más pequeño es el grupo, mayor es la homogeneidad política constituida, porque la probabilidad de que la práctica política común involucre igualmente a todos los miembros es muy alta. Ahora bien: estas organizaciones no existen en el vacío, sino que surgen en condiciones históricas y sociales específicas, y por tanto están expuestas a giros políticos inesperados, que pueden ser de calado.
¿Qué ocurre entonces? Cuando un giro político sustantivo se produce, estos grupos tienen que recurrir a su caja de herramientas ideológica para interpretarlo y reevaluar posiciones; ese esfuerzo es a la vez individual y colectivo, y no tiene por qué ser fructífero ni sencillo. Cuanto mayor sea el dogmatismo de partida, y cuanto más limitado sea el repertorio de herramientas de análisis disponible, más difícil será adaptarse a situaciones novedosas, y en todo caso nada garantiza que, individualmente, todos los miembros del grupo lleguen a las mismas conclusiones. El resultado es que la sintonía ideológica de partida se resquebraja y la homogeneidad se debilita seriamente. Como la forma-grupúsculo es pequeña, y como su principio fundacional es la sintonía ideológica, no solamente no prevén que este tipo de quiebras se puedan producir sino que además carecen de los instrumentos adecuados para afrontarlas. La práctica política cotidiana que constituye la organización no se basa en procedimientos sino ante todo en la formación de vínculos personales y entramados afectivos. Las relaciones afectivas no producen necesariamente entornos horizontales; de hecho, no solo pueden producir importantes desigualdades en términos de poder sino que, además, dichas desigualdades son muy difíciles de detectar, explicitar y corregir.
Como la sintonía ideológica se asume como un presupuesto, tampoco suelen existir espacios de debate y formación que merezcan tal nombre, ya que más bien suelen funcionar como espacios de difusión de doctrina y autoafirmación. Esto significa dos cosas: por un lado, que la capacidad para hacer una buena identificación de metas es limitada, y los resultados no solo serán cuantitativamente pequeños sino cualitativamente pobres; por otro, que cuando se produce un desacuerdo realmente profundo normalmente no existen mecanismos que amortigüen el impacto. Los desacuerdos ideológicos se traducen en conflictos personales e incluso en enemistades furibundas, y el grupo se divide o incluso colapsa. Si el lector busca ejemplos, no tiene más que pensar en el tipo de disgregaciones políticas que se han producido al hilo de los desacuerdos sobre la Primavera Árabe (especialmente el caso sirio) o, después, sobre la propia emergencia de Podemos.
El elemento sustantivo de la forma-partido es la asunción de la neutralidad de la burocracia como herramienta. La forma-partido se puede constituir, en términos lógicos, por oposición a la forma-grupúsculo: los vínculos personales y las tramas afectivas persisten, porque somos humanos y no podemos prescindir de ellos, pero son mitigados y reconducidos a través de procedimientos impersonales aceptados por todos los integrantes. Eso permite que personas que no se conocen, e incluso que personalmente no se aguantan, cooperen juntas políticamente en el marco de una estructura cuya mediación es igualmente aceptada. No está mal, en principio, que se den las condiciones para poder diferenciar amistad personal de amistad política, porque si bien ambas tienden a coincidir está claro que no son la misma cosa. Tampoco tienen nada que ver, visto a la inversa, las enemistades personales con las políticas, aunque sin lugar a dudas hay determinados rasgos personales que pueden hacer que alguien no solamente sea antipático sino además antagónico.
Ahora bien, una de las implicaciones que tiene la asunción de la burocracia como herramienta neutral es la preponderancia de los procedimientos electivos, que suponen (e imponen) entornos de racionalidad instrumental. Otra implicación relevante es la aceptación de las relaciones de mando y obediencia como expresiones naturales de una forma más “refinada” de organización colectiva. La combinación de ambas implicaciones supone el establecimiento de jerarquías burocratizadas en las que la inercia heredada del pasado e instalada en los niveles superiores tiende a imponerse, mediante sus poderes de castigo y recompensa, sobre los eventuales impulsos renovadores provenientes de la base. Los castigos y las recompensas suelen tener expresiones materiales, es decir que aparecen como incrementos o disminuciones de la capacidad de acceso a los recursos de los que dispone la organización, pero pueden operar solo a un nivel simbólico, en términos de reconocimiento o rechazo y por tanto de ascenso o descenso en la escala burocrática.
Hablando en términos lógicos, porque desde un punto de vista histórico la cuestión se plantearía de otra manera, la dinámica burocrática no puede ser entendida al margen de la lógica económica capitalista y del dominio ideológico que le es inherente. Una organización burocráticamente organizada es una entidad reconocida jurídicamente por el Estado y titular, como sujeto jurídico, de una serie de derechos de enorme relevancia en el campo económico y fiscal: desde la capacidad para vincular la membresía al pago de una cuota, hasta el enorme abanico de recursos económicos (en dinero y bajo otras formas) que las distintas administraciones públicas ponen a disposición de las organizaciones de la sociedad civil. Al mismo tiempo, por otro lado, una organización de cualquier tipo necesariamente incurre en gastos económicos que deberán ser cubiertos empleando recursos proporcionados por sus miembros; cuando se establece un sistema regular de recaudación de cuotas aparecen exigencias, legales (control fiscal) y prácticas (gestión de cuentas), tanto más imperiosas cuanto mayor es el tamaño de la organización, que conducen por otro camino a la necesidad de obtener un reconocimiento jurídico y cumplir con determinados criterios técnico-organizativos (algunos quizás sean objetivamente necesarios, otros -los más- están impuestos por la legislación sobre asociaciones y partidos políticos).
En principio, nada habría que objetar a que el Estado incentive, posibilite y supervise el sostenimiento económico de las organizaciones de la sociedad civil, pero ese gesto de apariencia altruista tiene un reverso preocupante: las organizaciones así constituidas que deciden hacer uso de los derechos de los que son titulares dejan de ser meras herramientas de mediación entre personas y se convierten también, como anticipaba antes, en gestoras de recursos económicos. Llega a ocurrir, incluso, que las funciones se invierten, de modo que las personas que concurren en una organización entran en contacto (indirecto) las unas con las otras simplemente porque las vincula su interés por los recursos económicos que cada una de ellas, desde su posición de poder dentro de la estructura burocrática, puede proporcionar a las demás.
Un elemento adicional que hay que tomar en consideración es la existencia de facciones. Éstas son en gran medida el resultado de la inevitable pervivencia de las tramas afectivas en el seno de una organización burocráticamente racionalizada, pero no se deben exclusivamente a eso. Si fueran simplemente resultado de filias y fobias personales, también hablaríamos de facciones al interior de la forma-grupúsculo. Desde luego es posible argumentar que no lo hacemos porque en la forma-grupúsculo surgen divisiones “faccionales” solamente cuando está en crisis, es decir, cuando ha perdido una parte de la fuerte homogeneidad que presenta en condiciones ideales, pero frente a esa apreciación se puede objetar que hay grupúsculos que están en crisis permanente y sin embargo no terminan de disgregarse. Por consiguiente, y aunque sea sólo resultado de una intuición, parece correcto decir que las facciones son algo propio de los partidos, y que son resultado de una relación compleja entre mecanismos burocráticos y tramas afectivas:
Por un lado las facciones son disfuncionales porque amenazan la unidad de la organización. Por otro, sin embargo, ayudan a los individuos a permanecer integrados, en la medida en que los afectos suplen las carencias de los mecanismos burocráticos y refuerzan sus virtudes. Las facciones no se constituyen solo de acuerdo con filias y fobias afectivas, aunque se alimenten notablemente de ellas; también se organizan en torno a intereses materiales comunes y operan como mecanismos eficaces de distribución de recursos que, en ausencia de facciones, tendrían que ser asignados siguiendo criterios de planificación difíciles de objetivar. Por último, más allá de las facciones particulares, aunque también puede ocurrir en su seno, la forma-partido gana solidez si las contradicciones internas de la burocracia las resuelve no solo la pervivencia de tramas afectivas sino también el vínculo emocional, un tanto más difuso, los miembros de la organización con un líder carismático.
La forma-partido garantiza, en comparación con la forma-grupúsculo, una notable durabilidad. Esa durabilidad se basa precisamente en la existencia de una mediación burocrática que amortigua y reconduce los conflictos interpersonales, y en la configuración de intereses materiales comunes que pesan más que las desavenencias (ideológicas o afectivas). El precio que hay que pagar para que la organización burocrática se mantenga en el tiempo aparenta ser una mera cesión discursiva, tácticamente justificada: una organización burocrática detenta tantos más recursos cuanto mayor es su tamaño, y como la distribución de recursos se produce en un marco competitivo más o menos regulado, dicho crecimiento debe ser relevante y rápido, por lo que es la organización la que debe adaptarse al “mercado”. Esa adaptación supone dos cosas. Por un lado, evitar la restricción ideológica, recurriendo a técnicas de marketing político que priman la indefinición y la ambigüedad. Por otro, seguir las reglas del juego que delimitan el campo de competencia, cosa que en nuestros sistemas parlamentarios pasa por procedimientos constantes de transacción que son presentados como cesiones a corto plazo cuyo fin es preparar el terreno para logros en el futuro. La defensa de una posición política autónoma queda reducida a una cuestión de principios. Principios que o bien aparecen como absolutos, en la medida en que se enuncian abstractamente, o bien son crecientemente relativos, en la medida en que se manifiestan concretamente bajo el influjo de las relaciones de fuerza existentes en las instituciones.
En la forma-partido se toma en consideración el hecho de que la homogeneidad política no viene simplemente dada sino que se construye cotidianamente. Sin embargo, la sintonía ideológica sigue siendo un presupuesto, por más diluido o ambiguo que sea el principio ideológico pretendidamente común. Por este motivo la forma-partido tampoco se dota de espacios de formación y debate serios, sino que como la forma-grupúsculo va a primar la doctrina y la autoafirmación; solo se prestará atención a la formación de los cuadros técnicos sobre los que recaiga la responsabilidad del funcionamiento de la propia estructura burocrática (campañas electorales, procedimientos administrativos, etc.).
A la luz de la explicación precedente, queda claro que ambas formas organizativas comparten una misma concepción, errónea, de la ideología: la comprenden como el resultado de prácticas simbólico-discursivas desconectadas del resto de actos cotidianos, estén directamente conectados o no con la militancia política. Sin embargo, la ideología en realidad se compone a partir del reflejo simbólico-discursivo que produce cada acción que realizamos, de modo que en nuestra ideología pesan mucho más nuestros comportamientos diarios en casa, en el barrio, en el trabajo o en nuestra organización política que nuestras hermosas declaraciones de intenciones.
La cuestión del modelo organizativo es, y así vuelo a la idea con la que arranqué, uno de los grandes problemas políticos que estamos llamados a resolver, evitando cometer de nuevo el error de considerarlo una cuestión meramente técnica o de confianza en las buenas intenciones de los otros. De la forma-partido hemos de aprender que la homogeneidad política no es esencialmente un punto de partida sino sobre todo un efecto de la práctica política sostenida en el tiempo y apoyada en procedimientos y mecanismos que pueden ir en contra de lo que nos sugieren nuestras intuiciones afectivas. De la forma-grupúsculo, en cambio, debemos recuperar la visión de largo plazo, el crecimiento sosegado y el aprecio por la autonomía. De las experiencias pasadas debemos recuperar los aciertos parciales, que los ha habido sin duda, y sobre todo aprender de los errores, siendo probablemente el mayor de todos haber presupuesto que los medios de los que podemos hacer uso para intentar alcanzar nuestros fines son neutrales. Dentro de esos medios cuya neutralidad hemos supuesto entran tanto fórmulas organizativas como recursos tecnológicos, instituciones, canales de comunicación, conocimientos especializados, etc. Está por ver qué somos capaces de construir desde la convicción de que es necesario un equilibrio, consciente y periódicamente supervisado, entre mando y horizontalidad, entre impersonalidad y complicidad personal, entre elección y otras formas de designación.
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Fotografía: DISPARAMAG.