Por: Daniel Sugasti. LIT-CI. 28/03/2020
Los efectos de la pandemia del nuevo coronavirus (COVID-19) está desnudando importantes verdades que pueden transformarse en valiosas lecciones para la clase trabajadora y los demás sectores oprimidos. Lecciones que, a su tiempo y en la medida que las circunstancias lo permitan, deberán convertirse en respuestas políticas materializadas en acciones concretas.
“Estamos en el mismo barco”, repiten los gobernantes y los grandes medios de prensa capitalistas. Si esto es cierto –porque el virus puede infectar a cualquiera–, la imagen más apropiada no es la de un equipo de remo, en el que todos suman esfuerzos para generar impulso en un único sentido, sino la del Titanic hundiéndose, con botes salvavidas únicamente para los “de primera clase”, para los ricos y poderosos. Porque en ningún país hay –ni habrá–camas de terapia intensiva ni respiradores para toda la población con riesgo de morir.
“Estamos verdaderamente en guerra”, afirmó el presidente Trump el pasado domingo 22. En contra de propagación y la letalidad de este virus, sin duda. Pero la dirección de esta guerra (la burguesía) no enfrenta el enemigo como debería ni lo hace directamente. Lo hace desde la comodidad de sus mansiones y con la certeza de que, si llegara a caer enferma, será atendida de la mejor manera.
Además de las recomendaciones de reforzar los hábitos de higiene, la única medida que aparentemente está surtiendo algún efecto, el aislamiento social o cuarentena, es imposible para la mayor parte de la clase trabajadora si no viene acompañada de otras disposiciones que creen condiciones para garantizarla efectivamente.
El “quédate en tu casa” –que muchos gobiernos aún no han decretado o lo hicieron a medias para evitar disminuir los lucros de sus burguesías– es una consigna inaplicable para millones de trabajadores y trabajadoras alrededor del mundo, que se deparan con la terrible disyuntiva de verse obligados a salir para trabajar, exponiéndose al contagio del virus, o morir de hambre.
Como siempre ocurrió en la sociedad de clases, en esta doble crisis sanitaria y económica –donde la una retroalimenta a la otra–, las clases propietarias harán todo lo que esté a su alcance para que las pérdidas y los muertos recaigan o provengan de la clase trabajadora. Tenemos aquí una primera lección. Si bien es necesario tomar medidas individuales y organizarse para contrarrestar la propagación del virus, no se debe perder de vista que existe otra guerra en curso, paralela a la que impone la lucha contra el COVID-19: el conflicto en contra del sistema capitalista, en todas sus manifestaciones, que siempre demostró que le importa un comino la vida de la clase trabajadora. Entonces, la lucha es por partida doble: contra el virus y contra la burguesía[1]. O ellos, o nosotros.
Mucho se insiste sobre las diferencias en el porcentaje de letalidad por franjas etarias. Pero se evita alertar sobre las diferencias de clase y su relación con la mortalidad, que aparentemente aún no ha mostrado su faceta más letal. La pandemia afectará de manera muy diferente según las condiciones materiales de cada individuo, de cada familia. No es lo mismo tener más de sesenta años y necesitar de un respirador en una unidad de terapia intensiva cuando se es rico que cuando se es pobre. Es verdad que el virus puede contaminar a cualquier ser humano, sin distinguir clases sociales. Pero los Estados capitalistas, con sus gobiernos y regímenes, sí hacen esta distinción a la hora de implementar medidas que nos afectan directamente.
Después de China, el epicentro parece haberse desplazado al continente europeo, donde existen poderosos países imperialistas con recursos incomparablemente superiores a los de los países semicoloniales. Con todo, estamos presenciando una curva ascendente de contagios y un tendal de muertos, especialmente en Italia y en el Estado español. Cuando escribimos estas líneas, los muertos en esos países sobrepasan los 6.000 y 2.200, respectivamente.
Pero si consideramos la política sistemática de destrucción de los servicios públicos de salud de ambos Estados, dictada por el recetario neoliberal, no es difícil entender esta situación espantosa. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), las camas para cuidados intensivos en Italia se redujeron a la mitad en los últimos 25 años: de 575 lugares por 100.000 habitantes a 275 actualmente. Otro tanto ha pasado en el Estado español. Se sabe que el sistema de salud pública español ha sufrido sucesivos recortes presupuestarios, precarización laboral y está azotado por una creciente privatización, proceso que dio un salto luego de la crisis de 2008-2009. Esto explica, entre otros elementos, que la letalidad del nuevo coronavirus, cuyo promedio general es de 3,8%, en el Estado español llegue a 6% y en Italia se sitúe en 9,2%. El nuevo virus infectó una economía y un sistema de salud que ya estaban “inmunodeprimidos”, por la acción deliberada de los gobiernos capitalistas de turno.
Si esta es la situación en una parte de Europa, la situación en EEUU, la potencia imperialista hegemónica, no es más alentadora. Con más de 30.000 infectados, se convirtió en el tercer país en número de casos. Hasta ahora murieron 400 personas. Y están dadas todas las condiciones para que la crisis sanitaria empeore. El principal problema es que en EEUU no existe un sistema público de salud propiamente dicho. Más de 27 millones de personas en el país no tienen seguro médico, un número que creció durante el mandato de Donald Trump. Una consulta con un médico para alguien sin seguro cuesta cientos de dólares. Otras decenas de millones se encuadran bajo la categoría de “seguro insuficiente”, puesto que cuentan con un plan básico que a menudo solo cubre una fracción del costo de cualquier consulta o tratamiento. De hecho, la clase trabajadora de EEUU, sobre todo los inmigrantes indocumentados y sectores más pobres, tienen más miedo de ir al médico, por sus consecuencias económicas, que de contraer el coronavirus u otra enfermedad.
Pero si esta es la realidad en países imperialistas, ¿qué podemos esperar en países semicoloniales, como los de África o Latinoamérica? Pues bien, especialistas son categóricos en el momento de afirmar que en África las consecuencias serían apocalípticas. En Latinoamérica, la pandemia todavía no llegó a los niveles de China o Europa, pero comienza a causar estragos en un escenario estructural mucho peor que el de los países europeos: miseria; desempleo puro y duro; empleos informales o precarizados; miseria rural; hacinamiento y pésimas condiciones de habitación en las ciudades, cuando se cuenta con un techo, son parte de la realidad del subcontinente. Los próximos meses desnudarán toda la precariedad existente y acumulada durante décadas.
La verdad es que el coronavirus llueve sobre mojado en Latinoamérica y el Caribe. De sus 629 millones de habitantes, 30% es considerada pobre y 10,7% sobrevive en la extrema pobreza. En 2014, se registraron 70 millones de indigentes en la región. Todos son datos de Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Los países con peores tasas de indigencia son Honduras (45,6%), Nicaragua (29,5%) y Guatemala (29,1%). En Haití, 60% de su población es pobre y 24% es considerado pobre extremo (1,24 dólar por día).
Según la OIT, la informalidad laboral en Latinoamérica alcanzó 53%, afectando unos 140 millones de trabajadores en 2018. Por otra parte, a pesar de contar con las mayores reservas de agua dulce en el mundo, alrededor de un tercio de la población latinoamericana y caribeña carece de un servicio de agua potable para beber. En cuanto al servicio de saneamiento básico, se estima que 70% de los hogares no tiene acceso a un manejo adecuado de excrementos[2]. Los países con el menor acceso al agua potable de América Latina son: Haití, República Dominicana, Nicaragua, Ecuador, Perú y Bolivia[3].
En nuestros días, más del 75% de los habitantes de América Latina y el Caribe reside en zonas urbanas. De hecho, esta es la segunda región más urbanizada del planeta. El problema son las degradantes condiciones de habitación. Según el BID, existe un déficit de viviendas en la región que ronda 6%, sin contar que 94% de las «casas» no son de buena calidad. Sólo en Brasil, estamos hablando de una carencia de 7,78 millones de casas, según datos de 2017[4].
Favelas o «villas miseria» en Brasil
Por otra parte, la pobreza extrema impide que millones accedan a los productos de higiene tan elementales como el jabón. En medio de esta crisis, esto es criminal: ¿cómo prevenir el contagio del COVID-19 y otras enfermedades no solo sin posibilidades reales de aislamiento social, sino además teniendo que malvivir en casas precarias, hacinadas, sin acceso a agua potable y jabón, sin saneamiento básico? ¿No es esto una condena de muerte para millones de personas?
Con una recesión mundial casi cierta –del que el COVID-19 actúa como uno de los detonantes –, los gobiernos capitalistas no están preocupados con salvar las vidas de las personas sino apresurados para salvar los lucros de las grandes empresas y bancos. Esta es una receta bien conocida: cuando estalló la crisis de 2008-2009, el gobierno de EEUU inyectó 700 mil millones de dólares de dinero público a bancos y empresas. La Unión Europea hizo lo propio destinando 200 mil millones de euros solo para salvar el sistema bancario, al costo de condenar a millones de trabajadores al desempleo, el frio, el desahucio, la muerte. Ahora, el FMI pronostica una recesión “tan mala o peor” que aquella que sobrevino al crack de 2008.
La pregunta, ahora, es la misma: ¿quién pagará la cuenta de esta nueva recesión? Esto está por verse. Será definido en el terreno de la lucha de clases, que podrá adquirir nuevas formas.
Por el momento, la OIT estima que, como mínimo, se perderán 25 millones de empleos. En EEUU, el ministro de Economía, Steven Mnuchin, informó al Congreso que teme que la desocupación crecerá 20%, prácticamente más del doble de lo que recibió Trump cuando asumió el gobierno. Según la CEPAL, Latinoamérica sufrirá una contracción de -1,8% del PIB, que podría generar una suba del desempleo en diez puntos porcentuales. Solo en Brasil, antes de la circulación del COVID-19, existían casi 13 millones de desempleados.
Los gobiernos latinoamericanos están en la misma línea de Trump y la Unión Europea: salvar bancos y empresas. Es más, aprovechan el clima caótico para profundizar sus agendas ultraliberales y apresurar contrarreformas que liquiden derechos históricos de la clase trabajadora.
En Brasil, por ejemplo, el gobierno de extrema derecha de Jair Bolsonaro no solo autorizó una flexibilización todavía mayor de las leyes laborales, autorizando la reducción de la jornada y de salarios por la mitad[5], como llegó a proponer la suspensión lisa y llana de los contratos de trabajo, sin goce de sueldo, durante cuatro meses[6]. Su ministro de economía, el rabioso neoliberal Paulo Guedes, anunció un primer paquete económico equivalente a 2,2% del PIB “para la economía nacional”, es decir, para rescatar grandes empresas, como el comercio, turismo, aviación comercial, etc. Se habla incluso de la posibilidad de una «ayuda» de 1,2 billón (trilhão) de reales para el mercado financiero salidos del Banco Central. Para hacerse una idea, en 2008, el rescate de los bancos brasileños consumió 117 mil millones de reales. El problema es que 90% de esos recursos serán repagados por los propios contribuyentes, pues no pasan de tibios aplazamientos del pago de algunos tributos, cierta facilidad para obtener créditos, adelantamiento de beneficios adquiridos, etc. Solo 0,2% de ese monto será utilizado directamente para socorrer a los hogares, aunque siempre bajo la forma de un asistencialismo inmediatista: el programa Bolsa Família sería ampliado en 0,1% y el otro 0,1% reforzará la salud pública. Esto es coherente con la criminal minimización de Bolsonaro de esta crisis sanitaria, que califica como una “histeria” sin razón, que puede generar una crisis humanitaria catastrófica en Brasil. Por otra parte, el ministro de Economía argentino, Martín Guzmán, anunció una serie de ayudas que totaliza un valor de 2,2% del PIB. De ese valor, 1,63% del PIB será destinado a créditos públicos, principalmente para empresas y otros sectores; solamente 0,6 servirá para reforzar la infraestructura pública y aumentar el asistencialismo social[7].
Sebastián Piñera, que enfrenta a sangre y fuego una revolución en Chile, anunció un paquete de plan económico de 11,7 millones de dólares, esto es, 4.7% del PIB, destinando en buena medida para salvar al empresariado. Vale recordar que en Chile no existe un sistema de salud público, puesto que todo ha sido privatizado durante los últimos 40 años de neoliberalismo[8].
Vivimos momentos de enorme incertidumbre en todos los terrenos. El 23 de marzo, la pandemia sumó más de 300 mil casos, con 100 mil nuevos en los cuatro días anteriores. Es posible que, en algún momento durante los próximos meses, la curva de contagios del COVID-19 comience a aplanarse. Pero los efectos de la crisis económica y social serán más profundos y duraderos. En otras palabras, si no les paramos los pies a los gobiernos, esta crisis sanitaria mundial se traducirá en una tragedia humanitaria que dejará más pobres que muertos por el nuevo virus.
Una última reflexión. La crisis desatada por la pandemia de COVID-19 demuestra la completa incapacidad del sistema capitalista para enfrentar los problemas de la inmensa mayoría de la población mundial. Las imágenes de los camiones militares italianos transportando cadáveres de personas que posiblemente hubieran podido sobrevivir de haber existido más respiradores y recursos públicos para atenderlos, es, entre muchas otras, una prueba macabra de la bancarrota de este modo de producción y organización social.
El capitalismo no solo es incapaz. El capitalismo mata. Esto debe quedar nítido en la conciencia de los trabajadores.
La incapacidad es tanta que no pocos predicadores de la superioridad de la “mano invisible” del “libre mercado” súbitamente comenzaron a pedir socorro a los “cofres públicos”. El Estado, para los capitalistas, debe ser “mínimo” para atender las necesidades del proletariado y el pueblo pobre, y “máximo” cuando se trata minimizar el riesgo de reducir sus ganancias.
La conclusión de lo anterior es que solo medidas anticapitalistas podrán hacer frente a esta pandemia y a la posible recesión que se avecina.
Es necesaria una lucha unificada de toda la clase trabajadora para que el costo de la crisis sea pagado por sus creadores, los capitalistas. No pagaremos los platos rotos.
Es momento de exigir testes gratuitos y cuarentena efectiva para proteger la vida de todas y todos. Esto implica defender los empleos y las conquistas de nuestra clase. Exigir medidas como la prohibición de los despidos y la reducción de los salarios; que el Estado garantice los salarios atacando intereses de los empresarios. Hay que luchar para garantizar un salario digno para los trabajadores informales y para los autónomos, para aquellos que sobreviven de lo que los altibajos del día a día.
Hay que luchar para garantizar productos de higiene, alcohol, máscaras, guantes, y todo lo necesario para la protección de las familias, sobre todo de las más pobres. Garantizar lo indispensable para la protección del personal de blanco, que está en la línea de frente contra esta pandemia. Hay que suspender el cobro de servicios básicos (alquileres, electricidad, agua, gas, etc.) e impuestos para las familias trabajadoras.
Hay que luchar para garantizar, en suma, sistemas de salud públicas, gratuitas, universales y de calidad. Hay que luchar para concretar inversiones pesadas en investigación científica.
Para alcanzar estos objetivos, que definirán la vida o la muerte de millones, no existe otra salida que no implique atacar los intereses, el lucro de los grandes capitalistas.
Un programa socialista supone confiscar y nacionalizar todos los hospitales y empresas farmacéuticas en manos privadas; confiscar y nacionalizar todos los laboratorios y empresas que producen testes, respiradores y equipos médicos en general; confiscar y nacionalizar hoteles, espacios de ocio y cualquier infraestructura que pueda servir como locales de atención a los enfermos y/o abrigo para los indigentes.
Dirán que esto es imposible, que no hay dinero. Los socialistas y la clase trabajadora responderemos que eso es mentira.
Expropiando a la burguesía, socializando los medios de producción y reorganizando la economía mundial al servicio de la vida y de la satisfacción de las necesidades de la inmensa mayoría de la humanidad, bajo el control democrático de la clase trabajadora, habrá recursos de sobra. Como pocas veces en la historia, la encrucijada entre socialismo o barbarie está planteada de manera tan dramática.
En los países semicoloniales, como los de Latinoamérica, dejar de pagar las deudas externas, es otra medida absolutamente indispensable para financiar un plan de emergencia para salvar la vida de nuestra clase, no la de los bancos.
El problema nunca fueron los recursos materiales, sino al servicio de qué clase están dispuestos.
No es momento de medias tintas. O ellos, o nosotros.
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Fotografía: LIT-CI.