Por: Jaime Vindel. ctxt. 20/08/2020
En su libro La convivencialidad (1973), Ivan Illich proponía como contra-metáfora de las sociedades postindustriales la imagen de la bicicleta. La bicicleta no solo representaba una forma tecnológica que, por la ausencia de consumos energéticos exosomáticos (esto es, externos al cuerpo humano), podía materializar los sueños de una sociedad post-fosilista. La verdadera fuerza utópica de la bicicleta residía en el modo en que invertía el tránsito desde el instrumento a la máquina que había caracterizado el desarrollo de la modernidad industrial. Si en el primer caso el ser humano ejercía un dominio sobre el uso de los instrumentos, en el segundo eran las máquinas quienes sometían la voluntad de la especie. Las bicicletas nos proveen de una instrumentalidad compatible con la necesidad de desplazarnos. Illich sugería así la posibilidad de volver a tomar el control sobre la relación con la tecnología. Al contrario de lo que solemos suponer, bajo esta mirada, la modernidad industrial se configura antes como una época tecnocéntrica que propiamente antropocéntrica.
El modelo de la bicicleta de Illich atacaba las bases del industrialismo en dos sentidos concretos. En primer lugar, identificaba un umbral de velocidad de la vida que no debía ser traspasado. La paradoja del aceleracionismo industrial consiste en que la abolición del espacio por el tiempo, facilitada por el desarrollo de los transportes desde la aplicación de la máquina de vapor a las locomotoras, ha tenido el efecto de reducir los tiempos libres disponibles. Illich echaba cuentas: si sumáramos las horas que un usuario medio ocupa en el cuidado de su coche privado, así como los tiempos de trabajo destinados a la compra y mantenimiento de ese bien, le saldría mejor simplemente caminar. A lo que habría que sumar que la velocidad de la vida no es funcional al ocio, sino al productivismo. La falta de tiempo, ya experimentada por los obreros fabriles del siglo XIX, sometidos a la dictadura de la industria fósil, se prolonga hoy en el multi-tasking y el 24/7 de los trabajadores culturales. Por lo tanto, en Illich la reivindicación de la bicicleta no solo tenía un componente ecológico (destinado a disminuir la energía exosomática empleada en el transporte), sino que además poseía un componente existencial: más allá de un límite, la aceleración tecnológica únicamente genera alienación.
En segundo lugar, la propia estructura de la bicicleta contaba con la ventaja de resultar enormemente más simple que las máquinas fósiles. Como sugería Illich en otro de sus ensayos (Energía y equidad. Los límites sociales de la velocidad, también de 1973), parece existir una relación directa entre el gigantismo de la megamáquina industrial, los requerimientos energéticos de la modernidad avanzada, la complejidad organizativa y burocrática de la esfera institucional, la opacidad del funcionamiento interno de las estructuras del Estado y la desigualdad social. Por decirlo de manera sintética: la megamáquina moderna se asemeja más a un Titanic, con su compartimentación por clases y con una sala de calderas a modo de caja negra oculta a nuestra mirada, que a la sencillez del mecanismo de una bicicleta. A lo que habría que añadir que los medios de transporte industriales (del vehículo particular al tren de alta velocidad) implican una serie de infraestructuras (carreteras, autopistas, equipamientos, etc.) que multiplican exponencialmente las dinámicas extractivas de materiales y energía, y que son decisivas para consolidar materialmente la articulación de las economías capitalistas y las formas políticas de dominación en las diversas áreas geográficas del mundo.
Pues bien, quizás ha llegado el momento de aplicar esa crítica convivencial a las instituciones del mundo del arte y la cultura. Vivimos en un país en el que la proliferación de museos de arte contemporáneo se ha extendido en paralelo a una red de infraestructuras que facilitan el desplazamiento de la población y el flujo de las mercancías. Es posible comprobar que cada museo de arte con frecuencia posee su autopista, su aeropuerto y, en ocasiones, su línea de AVE correspondientes. Dragados es uno de los principales agentes culturales de la nación. Las empresas constructoras también suelen llevarse su buen mordisco de dinero público con la edificación de museos y otros equipamientos culturales. En ocasiones, tales equipamientos, como sucede con los hospitales público-privados de la comunidad de Madrid, permanecen sumamente infrautilizados. Alguno de esos museos tiene incluso que cerrar espacios para reducir el consumo energético ante las políticas de recortes impuestas por las diferentes administraciones. En verdad, esto sucede porque esas instalaciones no respondieron a un plan predefinido que sondeara los requerimientos culturales y las necesidades del tejido artístico de las áreas o ciudades en que se ubicaban. Lo importante era la foto de portada, la fachada distintiva para el catálogo turístico de turno, exprimir a fondo el jugo del efecto Guggenheim.
¿En qué consistiría una redimensión de la escala de los museos y las instituciones culturales que pueblan nuestra geografía? ¿Cómo se acoplarían a las perspectivas decrecentistas que diversas voces están reclamando para el futuro post-pandemia? ¿Cuál sería la bicicleta convivencial que podría inspirar otro umbral de velocidad para la vida cultural? ¿Qué dimensiones y funciones hacen que un museo sea difícilmente conciliable con ese ideal de la convivencialidad? Estas son algunas de las preguntas que deberíamos formularnos. Un ajuste convivencial de los museos de arte contemporáneo es probablemente incompatible con el sistema del arte global. Pensemos simplemente en la movilización completa de la existencia que afecta a sus agentes (el número de vuelos que toman) o en los consumos energéticos implicados por los préstamos destinados a exposiciones temporales. Es razonable que a nivel nacional nos podamos permitir un Museo Reina Sofía (que no tendría por qué estar localizado en Madrid). Pero el resto de museos deberían aspirar a ser, a lo sumo y a mucha honra, museos de barrio. En lugar de tener como referente a los centros simbólicos del arte contemporáneo, merecería la pena que se reinventaran desde otros modelos situados y próximos de institucionalidad. Convendría que el bienalismo deje paso a las bibliotecas públicas como fuente de inspiración de nuestros gestores culturales. Es posible que un museo ecosocial haya de reducir la política de cesión de obras al préstamo intermuseos en el ámbito estatal. Para lo demás, sería conveniente tirar de réplicas, fotocopias o digitalizaciones, revitalizando el viejo sueño socializador del arte conceptual.
Esta mutación situada del museo no solamente favorecería una articulación más precisa con el territorio y la captación de nuevos públicos, sino que permitiría relajar la presión laboral que experimentan numerosos trabajadores de esas instituciones. Sometidos al aceleracionismo cultural, muchos de ellos se han visto inmersos en una dinámica frenética, solventando con cada vez menos recursos (económicos, logísticos, temporales y humanos) los requerimientos implicados por un número creciente de tareas. La precariedad del trabajo en las instituciones culturales suele ser directamente proporcional a sus ambiciones de internacionalización. Este hecho, que a menudo genera una dinámica de desconexión de la cultura y el arte contemporáneos con los diversos territorios (con los que a menudo los museos mantienen una relación paternalista), también se reconoce en las versiones críticas de la institucionalidad artística contemporánea. Si los museos que promocionan la crítica institucional en sus salas se aplicaran a sí mismos esa crítica (por ejemplo, en relación a la situación laboral de sus trabajadores precarios), su imagen pública quedaría bastante dañada.
Esos museos críticos han incentivado, por muy buenos y valiosos motivos, la necesidad de repensar desde lo común las contradicciones que asolan en nuestros días el estatuto de lo público, a menudo capturado por las dinámicas del neoliberalismo. Sospecho que en breve las discusiones sobre el New Deal (y el New Deal verde), que atraviesan el debate político en relación a la salida de la pandemia, también se trasladarán al mundo de la cultura. Sin embargo, si esa reflexión sobre lo común (o, según sugiero aquí, sobre lo convivencial) no se ve acompañada de un desmontaje estructural e infraestructural de las instituciones culturales, el abismo entre sus discursos y sus prácticas, ya evidente en la actualidad, puede hacerse insostenible con el paso del tiempo, particularmente ante la profundización y sucesión de las crisis económicas, laborales, sociales, ecológicas y energéticas que se avecinan. Lo “convivencial” como nueva forma de concebir los ecosistemas culturales y el “decrecimiento” como política de reducción de la esfera material de la economía no pueden convertirse en nuevos significantes vacíos que circulen en el mercado conceptual del mundo del arte y la cultura. Deben entrañar transformaciones profundas de las instituciones y el trabajo culturales. Es incluso probable que, si nos tomamos en serio sus implicaciones, el concepto mismo de institución cultural sufra una mutación radical, pues reforzarán una relación más horizontal con la esfera pública, una democratización de las estructuras del museo que no sea meramente enunciativa.
Sin duda, el aspecto más endeble de la reflexión de Illich era su propuesta política. Illich invocaba el momento de la Gran Crisis o el Gran Colapso como aquel que permitirá reconstruir las sociedades desde sus cimientos. Hace apenas unos días, en una entrevista con Marcelo Expósito en CTXT, Manuel Borja-Villel también parecía depositar sus esperanzas en que el parón provocado por la crisis del coronavirus favoreciera un reseteo de la actividad de los museos. Siendo esto deseable, ese propósito enfrenta algunas contradicciones y límites. En primer lugar, una reforma ecosocial consistente en convertir el museo en un hospital de cuidados es difícil de conciliar con la matriz fósil de las infraestructuras culturales actuales, tributarias de modelos urbanísticos especulativos absolutamente insostenibles en términos ecológicos. En segundo lugar, tras la experiencia del siglo XX sabemos que las inercias adquiridas persisten más allá de los grandes acontecimientos; que incluso cuando se trata de revoluciones socio-políticas (y no de eventos catastróficos sobrevenidos), una de las tareas principales de la imaginación institucional consiste en reconstruir la sociedad desde sus ruinas. Nunca se empieza de cero.
Al igual que sucede en torno al calentamiento global, a esta reconversión ecosocial de las instituciones culturales también llegamos tarde. Quizás lo máximo a lo que podamos aspirar es a desviar el Titanic para que el choque con el iceberg genere el menor daño posible. Y mientras tanto fletar botes salvavidas que nos provean de prototipos institucionales alternativos. Que esta utopía sea más modesta que la incentivada por la imaginación política del siglo XX no significa que nos juguemos menos en el envite. Es justamente al contrario: nos va la vida en ello. Literalmente. Lo que se abre ante nosotras es una oportunidad para idear nuevos sentidos convivenciales para el museo por venir, que asuman tanto los límites intrínsecos a las inercias que acabo de subrayar, como el hecho evidente (pero a menudo olvidado) de que esas transformaciones podrán ser tanto más profundas si acompañan a procesos socio-políticos que desborden con mucho las esferas del arte y la cultura.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: ctxt.