Por: Luis Armando González.10/01/2021
En las sociedades actuales, definidas como sociedades del conocimiento, la tecnología juega un papel determinante en las posibilidades desarrollo social, cultural y económico. Naturalmente que hacer una apuesta estratégica por la tecnología supone entrar de lleno en el mundo de la ciencia. Hoy por hoy, ciencia y tecnología van de la mano, de tal suerte que sin un cultivo a fondo de la primera no hay manera ni de apropiarse debidamente de los procedimientos y la pericia que dan vida a la segunda, ni mucho menos de aportar innovaciones tecnológicas significativas. En la actualidad, las ciencias naturales son un pilar de la tecnología, especialmente la física en sus diferentes ramas, desde la mecánica, pasando por la termodinámica, hasta llegar –en el presente— a la física de las partículas elementales o física cuántica. También la biología –con sus varias disciplinas, especialmente la genética y la biología molecular— es una ciencia que da soporte a tecnologías de punta, tanto en al área médica como en la alimentación y la protección del medio ambiente. Para el caso, las conquistas de la biotecnología son parte de la cotidianidad de millones de personas en el mundo.
Hacer de la ciencia el eje fundamental –no único, obviamente— de la educación constituye un desafío ineludible. Ello exige luchar frontalmente contra prejuicios conservadores y míticos que desestiman el valor e importancia de la ciencia, pero también contra visiones distorsionadas de esta última que han arraigado en algunas academias, y que son perniciosas para su correcta asimilación y avance. En esta última categoría, entre los muchos prejuicios nocivos que conviene destacar está el que desprecia la teorización científica, so pretexto de que hacer ciencia consiste en “observar” la realidad o, dicho con pretensiones presuntamente más exquisitas, que hacer ciencia consiste recolectar datos de manera amplia y sistemática, para desde ellos elaborar –inductivamente— leyes generales emanadas de una colección amplia de casos particulares.
En el extremo del anticientificismo están los que propagan argumentos en los que insisten en que la ciencia es imperialista, eurocéntrica, manipuladora y colonizadora. Si se hurga en esos planteamientos, lo que hay es mucha retórica (y frases infladas), pero su efecto envolvente no debe tomarse a la ligera. Y en medio están quienes se conforman con decir que la ciencia y sus elaboraciones conceptuales y empíricas tienen igual importancia, ni más ni menos, que elaboraciones de otra procedencia, por ejemplo, religiosas o artísticas. Es decir, que da igual cuál de todas se escoja, pues todas son válidas en la misma medida.
Como resultado de todo ello, no se le da a la ciencia la importancia que tiene; tampoco se cultiva el razonamiento, la lógica argumentativa, el domino conceptual y la formulación de hipótesis innovadoras que inviten a búsquedas experimentales relevantes. En el caso del inductivismo, se cultiva la búsqueda obsesiva de datos, lo mismo que el dominio de las herramientas más sofisticadas para su procesamiento. Y, al final, lo que se consigue es un abandono no sólo de la disciplina teórica, sino de la creatividad conceptual y la pericia empírica.
La pereza teórica es un enemigo mortal de la ciencia, y eso es lo que se logra con las modas positivistas y empiristas que se abanderan desde academias dedicadas a la recolección de datos –orientada, no por horizontes teóricos rigurosos, sino por prejuicios ideológicos, poco serios desde criterios científicos. Quienes que creen que la ciencia consiste en la búsqueda de datos sin ton ni son olvidan la enseñanza kantiana –una entre cientos— de que es imposible ver algo claro si antes no se sabe hacia dónde se debe mirar. Y ese “hacía dónde” lo establecen precisamente las teorías científicas.
Otro prejuicio que hay que atacar es el que sostiene que en la recolección y procesamiento de datos –que se concibe erróneamente como lo propio de la ciencia— deben utilizarse las herramientas matemáticas y estadísticas más sofisticadas, y que sólo quien domina esas herramientas puede ser calificado como un científico. En los límites más perniciosos, la creación de modelos matemáticos no sólo se convierte en un fin en sí mismo, sino que se olvida lo más importante: su conexión con la realidad, para ayudar a explicarla. No es inusual que más de alguno de estos expertos se precie de lo inaccesible que es su saber para la gente común. Con visiones como esas, se crea una mitología académica en torno quienes dominan técnicamente procedimientos matemáticos y estadísticos, mitología que no sólo hace de esos procedimientos algo misterioso y para los cuales se requieren “talentos superiores”, sino que genera barreras innecesarias entre niños y jóvenes –lo mismo que entre adultos en la misma academia— en virtud de la posesión y no posesión de capacidades en esas áreas del conocimiento.
Por supuesto que la sofisticación matemática y estadística es importante. Son herramientas científicas imprescindibles en distintas ramas de la ciencia natural y la ciencia social. Pero son herramientas que sólo sirven a la ciencia si ayudan a explicar mejor la realidad natural y social, es decir, si ayudan a entender cómo funcionan las cosas, cuáles son los mecanismos que explican su comportamiento, cómo se relacionan entre sí, cómo se transforman, cómo evolucionan, cómo se complejizan o se degradan.
Por ser esos los temas que ocupan a la ciencia es que esta se imbrica con la tecnología, que consiste justamente en artefactos creados para alterar, completar o mejorar los procesos naturales y sociales. Y para algunos autores –como Mario Bunge—, es la tecnología la que media en las relaciones entre la ciencia y la realidad socio-natural. Pero, también, la ciencia y la tecnología se imbrican y potencian mutuamente. En palabras de Bunge:
“La tecnología no es meramente el resultado de aplicar el conocimiento científico existente a los casos prácticos: la tecnología viva es, esencialmente, el enfoque científico de los problemas prácticos, es decir, el tratamiento de estos problemas sobre un fondo de conocimiento científico y con ayuda del método científico. Por eso la tecnología, sea de las cosas nuevas o de los hombres, es fuente de conocimientos nuevos.
La conexión de la ciencia con la tecnología no es por consiguiente asimétrica. Todo avance tecnológico plantea problemas científicos cuya solución puede consistir en la invención de nuevas teorías o de nuevas técnicas de investigación que conduzcan a un conocimiento más adecuado y a un mejor dominio del asunto. La ciencia y la tecnología constituyen un ciclo de sistemas interactuantes que se alimentan el uno al otro. El científico torna inteligible lo que hace el técnico y éste provee a la ciencia de instrumentos y de comprobaciones; y lo que es igualmente importante el técnico no cesa de formular preguntas al científico añadiendo así un motor externo al motor interno del progreso científico. La continuación de la vida sobre la Tierra depende del ciclo de carbono: los animales se alimentan de plantas, las que a su vez obtienen su carbono de lo que exhalan los animales. Análogamente la continuación de la civilización moderna depende, en gran medida del ciclo del conocimiento: la tecnología moderna come ciencia, y la ciencia moderna depende a su vez del equipo y del estímulo que le provee una industria altamente tecnificada”[1].
La ciencia es experimentación, claro está, pero es también teorización. Sin hipótesis no hay búsqueda fructífera de datos, sino una búsqueda ciega. Y las hipótesis sólo tienen sentido en el marco de los campos teóricos de las distintas disciplinas científicas. Esos campos teóricos expresan, precisamente, la explicación científica de la realidad, sostenida por un andamiaje de pruebas que son los que hacen del saber científico algo no definitivo, pero sí confiable.
La ciencia es investigación. Y toda investigación es siempre una acción sobre la realidad socio-natural. Pero no hay investigación sin pensamiento, sin reflexión y sin guía teórica. Sostener lo contrario es apostar por un empirismo ingenuo hace tiempo superado, pero que permea lamentablemente algunos manuales de investigación en los cuales se afirma que la investigación científica comienza con la observación de los fenómenos. En fin, para hacer y hablar de ciencia hay que conocer lo que hacen y dicen los científicos; y se hace investigación investigando, no siguiendo recetas que indican un ABC inexistente en el mundo real de la investigación científica.
“Descartes y Bacon –dice Steven Weinberg— son sólo dos de los filósofos que a lo largo de los siglos intentaron formular reglas para la investigación científica, algo que nunca funciona. Aprendemos a practicar la ciencia no imponiendo reglas acerca de cómo practicarla, sino a partir de la experiencia de trabajar en ella, impulsados por la satisfacción que obtenemos cuando nuestros métodos consiguen explicar algo”. [2]
¿Investigar para qué? Para conocer la realidad natural y social, pero también para transformarla en función de las necesidades humanas. Hacer habitable el mundo para los seres humanos: ese es el ethos de la ciencia moderna, desde sus primeros albores en el Renacimiento. Precisamente, en virtud de ese ethos es que la ciencia terminó vinculándose a la tecnología de manera tan íntima, creativa y productiva. No obstante, como anota Weinberg, “la búsqueda de conocimiento de valor práctico puede servir como correctivo para la especulación descontrolada, pero comprender el mundo posee un valor en sí mismo, conduzca o no a algo útil”[3].
Asimismo, vivimos en una época de cambios tecnológicos constantes. Estos cambios son dinamizados por una doble articulación: por un lado, la de la ciencia con la tecnología; y por otro, la de la tecnología con la economía. Es imposible comprender los aparatos productivos modernos –y que han dado lugar a las denominaciones más variadas, tales como “capitalismo tardío”, “neocapitalismo”, “tecnoeconomía”, “capitalismo postindustrial”, “neoimperialismo”, “sociedad del conocimiento”— sin tomar en cuenta el papel decisivo de la tecnología (y sus cambios incesantes) en su dinámica. Hay quienes explican la fortaleza del capitalismo de mercado (no exento de crisis, contracciones y recesiones) a partir de esta imbricación entre ciencia, tecnología y economía. Distintos autores han abordado esa imbricación, tan contradictoria y llena de vaivenes. En un trabajo de enorme envergadura histórica y analítica, Theotonio dos Santos, apuntó lo siguiente a propósito de la globalización:
“El fundamento de esa globalización está en la revolución científico técnica, cuyo progreso está ligado al apoyo económico de los Estados nacionales, ya sea a través del financiamiento directo de las investigaciones en sus laboratorios y centros de investigación en universidades o empresas, ya sea a través de subvenciones y renuncias fiscales que resultan sumamente importantes en el sector militar, en la industria espacial, y en otros sectores directamente dependientes del gasto fiscal. Al mismo tiempo, hoy se acepta universalmente la necesidad de encontrar medios de planificación del desarrollo científico tecnológico correspondientes a los organismos estales; y toca a los organismos estales, u otros patrocinados por éstos, delinear estrategias de políticas científicas y tecnológicas… Al mismo tiempo, al evolución del sistema empresarial no puede ser vista independientemente de esas tendencias”[4].
Una década antes de este escrito de Theotonio dos Santos, Robert Heilbroner había publicado El capitalismo en el siglo XX, en el cual daba cuenta de la lo que él denominó las “fuerzas subterráneas” de la sociedad de mercado.
“La sociedad de mercado –escribió Heilbroner— está controlada por fuerzas subterráneas con vida propia. El principio de movimiento transmitido por estas fuerzas nos proporciona un tipo especial de dinamismo al que, finalmente, podemos otorgar el título de ‘economía’…. La primera de ellas fue la Revolución Industrial de los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX, provocada por el telar mecánico y la máquina de vapor, junto a las ciudades fabriles y el trabajo infantil masivo; la segunda revolución trajo consigo el ferrocarril y el barco de vapor y la producción en masa de acero y, simultáneamente, una nueva forma inestabilidad económica: los ciclos económicos; una tercera revolución introdujo la electrificación de la existencia y el inicio del consumo semilujoso por parte de la sociedad de masas; una cuarta introdujo el automóvil, que provocó todo tipo de cambios, desde los hábitos sexuales hasta la ubicación de los centros de población; una quinta revolución ha traído la electrónica hasta al momento actual. La lista anterior es, por supuesto, arbitraria. Lo notable en ese dinamismo fue que el cambio se convirtió en norma de la vida cotidiana”[5].
Vivimos en sociedades que cambian permanentemente, de tal suerte que es el cambio, y no la estabilidad, lo que define a las sociedades actuales. Es esa característica lo que ha llevado a Zygmunt Bauman a su concepto de “modernidad líquida”, lo mismo que a entender desde esa categoría las relaciones interpersonales, el amor, la amistad, el miedo y la seguridad[6]. El principio dinamizador de esa “liquidez” radica en la economía y en su soporte científico-técnico. Y, visto desde criterios meramente económicos –y dando por descontados los ciclos contradictorios propios de las economías de mercado, las innovaciones y los cambios tecnológicos son decisivos para el crecimiento económico. Al respecto, en el estudio del BID, titulado Ciencia, tecnología e innovación en América Latina y El Caribe, se puede leer lo siguiente:
“La productividad, es decir, la manera en que se emplean eficientemente los recursos económicos (trabajo, capital físico y capital humano), es el principal factor explicativo de las diferencias internacionales en materia de crecimiento económico y niveles de ingreso (Hall y Jones, 1999). Varios estudios muestran la existencia de un círculo sinérgico en el cual la inversión en I&D, la innovación, la productividad y los ingresos per cápita se refuerzan mutuamente (Cimoli, 2005) y conducen a que los países logren tasas de crecimiento sostenidas a largo plazo. Es más: el potencial de los países en desarrollo para impulsar el progreso depende en gran medida de su capacidad para aprender y absorber los conocimientos provenientes del extranjero, así como para aprovechar las oportunidades que ofrece el cambio estructural para difundir nuevas tecnologías, innovaciones (es decir, nuevas modalidades de producción y nuevos productos) y conocimientos, extendiéndolas a todos los ámbitos de sus economías.
El mejoramiento de la productividad es el desafío más importante v que enfrentan los países de ALC. Un estudio reciente (BID, 2010) comprobó que el bajo crecimiento de la productividad en la región es la causa primordial del escaso desarrollo económico que ésta ha experimentado durante las últimas cuatro décadas.
De hecho, si se superara la brecha de productividad, prácticamente desaparecería la brecha de ingresos per cápita de la región con respecto a Estados Unidos.
Por lo tanto, resulta imprescindible estimular la productividad, la innovación y el conocimiento en ALC. Tanto los formuladores de políticas como los investigadores reconocen que —más allá de la
simple acumulación de capital físico y humano— la innovación es un determinante decisivo para el crecimiento a largo plazo. En efecto, la implementación de adelantos tecnológicos desemboca en el uso más efectivo de recursos productivos. La transformación de nuevas ideas en nuevas soluciones económicas es una fuente de ventajas competitivas sustentables para las empresas, así como de mayores estándares de vida para la población”[7].
Lo anterior permite concluir que vivir al margen de la innovación y los cambios tecnológicos es dar la espalda al futuro. La educación es la puerta de entrada a la innovación tecnológica, pero lo es sólo si en ella se cultiva el conocimiento científico y la investigación que lo sostiene y alimenta. Es en las escuelas que se cultivan los talentos, las habilidades y las destrezas requeridas para una asimilación creativa de las tecnologías ya existentes, pero también para los aportes novedosos en los distintos campos tecnológicos.
De las escuelas salen los especialistas, los innovadores, de cuyas destrezas e inteligencia dependen los avances tecnológicos de la sociedad, que se traducirán en mejoras en la productividad, el crecimiento económico y el bienestar social. Asimismo, la tecnología debe volver a la escuela, para enriquecer los procesos de aprendizaje científicos y técnicos, y para generar desafíos en materia de innovación tecnológica. Es decir, la tecnología, a la vez que se nutre de las conquistas científicas, contribuye a ellas. Y el lugar más idóneo para ese ejercicio de potenciación mutua entre ciencia y tecnología es la escuela, en la cual ambas –pero especialmente la ciencia—deben ocupar un lugar central, pues como nos recuerda Bunge:
“La ciencia es útil en más de una manera. Además de constituir el fundamento de la tecnología, la ciencia es útil en la medida en que se la emplea en la edificación de concepciones del mundo que concuerdan con los hechos, y en la medida en que crea el hábito de adoptar una actitud de libre y valiente examen, en que acostumbra a la gente a poner a prueba sus afirmaciones y a argumentar correctamente. No menor es la utilidad que presta la ciencia como fuente de apasionantes rompecabezas filosóficos, y como modelo de la investigación filosófica. En resumen, la ciencia es valiosa como herramienta para domar la naturaleza y remodelar la sociedad; es valiosa en sí misma, como clave para la inteligencia del mundo y del yo; y es eficaz en el enriquecimiento, la disciplina y la liberación de nuestra mente”[8].
En definitiva, hay un círculo virtuoso que articula a la ciencia, la tecnología y la educación con el crecimiento económico y el bienestar social. Las sociedades y los Estados, que no lo han hecho, deben tomarse en serio la necesidad y urgencia de hacer apuestas estratégicas que pongan en marcha ese círculo virtuoso. Sus científicos e investigadores, los más veteranos y los más jóvenes, deben aportar sus energías, talentos y capacidades, sumando a esa empresa a los cuerpos docentes de todos los niveles educativos, a los técnicos y a los profesionales, de tal suerte que el capital intelectual, científico, técnico y profesional, se ponga a producir en función del bienestar del conjunto de la sociedad.
Santa Tecla, 8 de enero de 2021
[1] M. Bunge, La ciencia. Su método y su filosofía (pp. 22-23). En http://users.dcc.uchile.cl/~cgutierr/cursos/INV/bunge_ciencia.pdf
[2] S. Weinberg, Explicar el mundo. El descubrimiento de la ciencia moderna. Barcelona, Taurus, 2015, p. 221.
[3] Ibíd., p. 210.
[4] Th. dos Santos, Del terror a la esperanza. Auge y decadencia del neoliberalismo. Caracas, Monte Ávila, 2007, pp. 113-114.
[5] R. Heilbroner, El capitalismo en el siglo XXI. Barcelona, Península, 1996, p. 28.
[6] Cfr., Z. Bauman, Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores. Barcelona, Paidós, 2007; Z. Bauman, Modernidad líquida. Buenos Aires, FCE, 2005; Z. Bauman, Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Buenos Aires, FCE, 2005; Z. Bauman, Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores. Barcelona, Paidós, Barcelona, 2007.
[7] En http://www10.iadb.org/intal/intalcdi/PE/2011/08300.pdf
[8] M. Bunge, Ibíd., p. 23.
Fotografía: Lifeder