Por: Michel Suárez. El Cuaderno. 06/11/2020
Michel Suárez escribe contra «esos horribles, infames, ultrajantes y odiosos edificios que llaman ‘centros de enseñanza’», por una educación para la deliberación, el debate, la autogestión y la cooperación.
De un tiempo a esta parte no logro mantener una discusión sin que alguien me acuse antes o después de irme por los cerros de Úbeda ante mi negativa a aportar soluciones. ¿Soluciones a qué? Pues al curso de la civilización, nada menos. Esta postura, a mi juicio simple y elemental prudencia, suele considerarse manifestación de flaqueza. Al parecer, no todos comparten mi convicción de que poner en claro un problema es el primer paso para resolverlo; de hecho, la única forma de hacerlo.
La última acusación de ser un polemista de tres al cuarto me la endilgó un veterano profesor a cuenta de la necesidad de instaurar la mano dura en los centros de educación secundaria. Yo, ingenuamente, le respondí que la disciplina es siempre un recurso lamentable y muy perjudicial, lo que me valió una airada reprimenda y el cartel de buenista. Argumentar que no era disciplina sino sentido de la cooperación y la responsabilidad lo que deberíamos inculcar en los jóvenes tampoco sirvió de mucho.
Rematé su enfado al comentar que regimientos de muchachos inmovilizados en incómodas sillas mientras aguardan el toque de una sirena no me parecía una imagen particularmente sugerente de la educación. La conversación se enrareció aún más cuando defendí la necesidad de forjar ciudadanos que abominasen de un sistema que mitifica el trabajo y ofrece ocupaciones como gerentes de recursos humanos, publicistas, touroperadores, guardias de seguridad, vendedores de teléfonos o cajeros de supermercado.
¡Ay!, ¡quién me mandaría soltar semejante impertinencia! Mi interlocutor montó en cólera: «Pero, ¿qué dices? ¿Acaso no cobran por su trabajo? Y si no trabajan, ¿qué quieres que hagan, que vivan del aire?». Como me temía, en cuanto salió a colación la nómina se acabó el debate. Ya se sabe que no hay mejor argumentario que las cifras del paro. Por muy estúpido, maligno, insensato y contrario al bien común que sea un trabajo nadie se hace preguntas si recibe un cheque a final de mes. Y lo más paradójico: como demostró David Graeber (¡muchas gracias por todo, David!), con frecuencia cuanto más estúpido, maligno, insensato y contrario al bien común es un trabajo mejor pagado está. Pensemos en los banqueros, los mandos militares, los altos burócratas, los asesores financieros o los planificadores de campañas electorales.
Cuando el hombre me miró con una mezcla de furia y estupefacción, supe que había llegado la hora de batirme en retirada. Fue inmediatamente después de que me pidiese todo tipo de explicaciones: ¿qué problema hay con esas profesiones? Según mi utopía, ¿cómo deberíamos organizarnos? ¿Qué tipo de educación proponía un idealista como yo? «¡Seguro que eres uno de esos que los aprobabas a todos por la cara!», concluyó. Estuve a punto de responder que efectivamente soy uno de esos, pero me mordí la lengua para no echar más leña al fuego. ¡Oh! Imagino que ahora también usted se habrá dado cuenta del tipo de persona que soy… Sí, lector, uno de esos: un nivelador del mérito y la pereza que aprueba a los vagos y denigra a los que se esfuerzan. Peor, muchísimo peor: ni siquiera los evaluaría, porque creo que la recompensa del mérito y el esfuerzo reside en ellos mismos.
A esta altura un hombre sensato hubiese cerrado el pico y lo habría dejado estar. Pero no: «Desacreditar la cultura del dinero», solté de pronto, recordando una frase de Simone Weil; «he ahí una de las metas de una educación decente». La ocurrencia me costó cara: al menos otros cinco minutos de discurso furibundo. Permanecí en silencio mientras le escuchaba perorar sobre meter en cintura, enderezar, inculcar respeto y formar profesionales. Exhausto, finalmente se tomó un respiro; como no soy de los que improvisan con facilidad sólo alcancé a balbucear que tanto el sistema educativo como la desalmada sociedad a la que servía merecían desaparecer. Al oír esto, quien arrojó la toalla fue el educador, que dio media vuelta hecho un basilisco y mascullando no sé qué sobre mi estúpido buenismo, poner los pies en el suelo y vivir del aire, uno de sus latiguillos favoritos.
No recuerdo quién afirmó hace mucho que luchar contra un siglo cuerpo a cuerpo es una locura. Tal vez; pero esa lucha es igualmente una exigencia de la razón crítica. No parece que esta convicción mía sea muy popular, porque en cuanto insinúo que es preciso reconocer la extraordinaria idiotez de nuestro siglo me expongo a los mayores escarnios; y lo más sorprendente es que mis censuradores suelen ser personas que tienen más motivos que nadie para ir contra el orden establecido.
Pero volvamos a las alternativas. Si insisto en que lo todo lo existente debe ser cuestionado de raíz sin proponer un modelo acabado de sociedad futura, de inmediato me veo cargando con la cruz de charlatán, fatuo o nihilista. Cuando menciono el desconcertante potencial creador del hombre, su ilimitada capacidad para el bien y el mal, mis acusadores se quedan fríos; no sirve de nada, me advierten, que me refugie en la ductilidad de la naturaleza humana. Y si les conmino a echar un vistazo a la historia reciente para comprobar el monstruoso resultado de las recetas que prometían hombres nuevos, se encogen de hombros.
A veces me pregunto por qué pierdo el tiempo con estas discusiones cuando sé de sobra que seré eliminado de la polémica en cuanto llegue el momento de las soluciones. La cuestión es que, excepto un ministro de Educación, un pedagogo o un amigo de los dogmas, nadie está en condiciones de detallar de antemano la educación que le correspondería a una sociedad, digamos, más justa y libre. Esa tarea sólo puede llevarla a cabo una sociedad que realice el esfuerzo de examinarse con ojos críticos y decida cambiar el rumbo. Además, la pretensión de encerrar el porvenir en fórmulas acabadas pasa por alto el verdadero motor de la historia: la creación humana. Si a aquellos griegos que se reunían en asamblea para elucidar los asuntos de la ciudad alguien les hubiera dicho que debían volver a la tiranía, la monarquía o la oligarquía porque la democracia todavía no se le había ocurrido a nadie, se habrían partido de risa.
En todo caso, aún de forma muy general, admito que es posible esbozar las líneas maestras de una educación que se oponga a sus actuales presupuestos morales y materiales; así pues, contra mi costumbre expondré a continuación algunas medidas tan irrealizables como impostergables. Antes, dos observaciones. La primera: estoy seguro de que no le resultará difícil rebatir mis propuestas con brillantes y manidas objeciones, pero recuerde que esto es un aviso urgente, no un proyecto educativo. La segunda: es posible que este esbozo le parezca delirante, al menos eso espero, pero debo advertirle de que, si aún reconociendo cierto margen de mejora, se cuenta entre quienes aceptan el actual sistema educativo y la sociedad que perpetua, cuanto más se indigne usted menos equivocadas me parecerán mis sugerencias.
He aquí algunas:
I
Movilización de todas las empresas de demolición disponibles para proceder a la destrucción inmediata de esos horribles, infames, ultrajantes y odiosos edificios que llaman centros de enseñanza. Valerse de la piqueta para demoler concienzudamente esas horribles penitenciarías es una exigencia elemental del espíritu, que nunca es indiferente a la forma.
II
Abolición de todo tipo de burocracia y papeleo, informes, memorias, reuniones, claustros y juntas. Suprímanse igualmente los grupos de whatsapp de padres. Habilítese, si fuese el caso, una sala para inspectores. Instálense allí con alguna excusa. Cierre con llave al salir. Tire la llave. Aplíquese el mismo trato a los pedagogos.
III
Nada de uniformes. Abstenerse igualmente de banderas, himnos, cánticos patrióticos y catecismos. ¿Qué necesidad hay de envenenar el alma de los jóvenes? Tomar especial cuidado con el nacionalismo y el patriotismo, frutos de la pasión colectiva e «impulso al crimen y a la mentira infinitamente más poderosos que cualquier pasión individual» (Weil).
IV
Sobre la atmósfera de los centros. La persona, sostiene Simone Weil, tiene necesidades impostergables, entre ellas silencio y espacio. Es preciso que «alrededor de cada persona haya espacio, un grado de libre disposición del tiempo, posibilidades para el tránsito hacia grados de atención cada vez más elevados, soledad, silencio. Igualmente, es preciso que esté en ambiente cálido, para que el desamparo no la constriña a ahogarse en lo colectivo». En consecuencia, mezclar soledad con vida social, de tal manera que el trato con los demás no interfiriera en la necesidad de estar a solas con uno mismo. Crear espacios que propicien este alejamiento temporal y voluntario.
V
Funcionamiento interno: esculpir en el frontispicio la frase de Aristóteles: «Lo propio de un hombre libre es no vivir para otro». Por tanto, abolición de jerarquías (directores, jefes de estudio, etcétera) y toma de decisiones en asamblea por parte de profesores y alumnos. Supresión de la representación (vaya usted a saber qué es eso de que lo representen a uno) y sometimiento de cargos, temporales, revocables y no ejecutivos, a la suerte. También pueden ser rotatorios. Inculcar en lo más profundo del alma que no hay justicia si unos mandan y otros obedecen, si existen dirigentes y dirigidos, si se acepta que unos han nacido para ser líderes y otros carne de cañón.
No ponga esa cara, lector, al fin y al cabo esta no es más que una elemental medida democrática; ¿y acaso no es usted un convencido demócrata? La democracia es un régimen exigente y es preciso que los muchachos aprendan desde la más tierna edad sus rudimentos, esto es: capacidad para la deliberación, el debate y la resolución. La autogestión obligaría a los alumnos a hacerse responsables del buen funcionamiento del centro, del orden, si lo prefiere, y de las relaciones entre ellos. «La mayoría, dice Isócrates, llega a tener costumbres parecidas a aquellas en las que cada uno fue educado». Por tanto, si queremos amantes de la democracia y no electores y asalariados, es necesario aprender los fundamentos desde la más tierna edad.
Recordemos que se (auto)gobierna mejor con costumbres que con decretos, y que «quienes han sido mal criados se atreven a transgredir las leyes por bien redactadas que estén». Si meditásemos profundamente sobre esto no tendríamos que recurrir a medios para castigar «a quienes obran contra la ley», sino centrarnos en preparar a los ciudadanos para que no cometan «ninguna acción digna de castigo».
Puede pensar que lo anterior es una perfecta descripción del caos. No se lo reprocharé. ¿Pero de verdad cree usted que los muchachos no sabrían organizarse solos? Se sorprendería, y mucho, se lo aseguro.
VI
Naturalmente habría un programa; apoyándome de nuevo en Simone Weil propongo el siguiente: «¿Qué es la cultura? Formación de la atención. Participación en los tesoros de espiritualidad y poesía acumulados por la humanidad en el curso de los años. Conocimiento del hombre. Conocimiento concreto del bien y del mal». Con esto será más que suficiente.
VII
El programa anterior puede complementarse con las siguientes recomendaciones de Periandro: «Buena es la quietud; peligrosa la precipitación; torpe la usura; mejor es el gobierno democrático que el tiránico»; «en las prosperidades sé moderado; en las adversidades prudente. Serás siempre el mismo para tus amigos, sean dichosos o desdichados. Cumple con lo que hayas prometido. No publiques las cosas secretas».
VIII
Sobre los métodos educativos:
«Castigo–recompensa.
Sugestión.
Expresión.
Ejemplo.
Acción (organización).
Los dos primeros groseros, casi los únicos en uso», anotó la gran Simone en sus Cahiers.
Suprímanse pues los dos primeros puntos y agréguese cooperativa al último, organización.
IX
Interdicción de ordenadores y toda clase de artefactos y dispositivos electrónicos. Hacer una excepción con el cinematógrafo. «¡Ahí va! ¡Qué burrada!». Se lo advierto, lector: ¡no es una broma! Si es usted un hombre de talante progresista entenderé que deje de leer por aquí. Pero si lo piensa bien no es tan grave; de hecho, si tiene ya una edad es muy probable que en su juventud usted mismo no haya tenido contacto con ordenadores. ¿Digitalizar la educación? Traducida, esta jerga tecnocrática no significa otra cosa que digitalizar el alma. ¿De verdad quiere usted reducir la exuberancia juvenil a un logaritmo? No se preocupe: si así lo desean los jóvenes no perderán el tren de la innovación; durante el resto del día tendrán tiempo de sobra para adentrarse en los misterios de las nuevas tecnologías.
La educación debe ser una cumbre desde donde solicitar ayuda a los clásicos, no una academia de informática. Su función, insisto, es mostrar a los alumnos aquellos tesoros del pasado, que aun estando disponibles a la distancia de un botón, no descubrirán por sí mismos porque el conocimiento de estos tesoros demanda atención. Sirva pues de contrapeso al barullo de las redes sociales y ofrezca a los jóvenes la posibilidad de conocer todo aquello sobre lo que los antiguos reflexionaron con mayor o menor tino. La educación debe ser clásica, analógica, manual, espiritual y, perdón por la cursilería, sentimental. Se tendrá especial cuidado con los empachos de erudición para evitar el riesgo de acabar majaretas como Stuart Mill, a quien su padre hacia leer a los clásicos en latín y griego antes de los diez años. Si después de todo los chicos insisten en ser malos ciudadanos taponándose los oídos con auriculares en presencia de otros o tienen a Paulo Coelho o a Pérez-Reverte por grandes escritores… resignación, mon ami.
X
Sobre el mérito y las calificaciones… ¡Ay! ¿Lo diré? Ni exámenes ni notas. Pero oiga, ¿y el mérito? Ah, sí, claro, el dichoso mérito. «¿Cómo va usted a medir por el mismo rasero a un mangante que a un esforzado?» Esta es una batalla perdida, pero aún así trataré de explicarme. Como dije, pienso que la recompensa del mérito está en él mismo, y como el talento, se admira, pero no se premia. Si una gran capacidad de concentración y de trabajo es fruto de un don, ese don es suficiente retribución; si, por el contrario, responde a la ambición personal, recompensarlo sería revestir el egoísmo con los colores de la virtud. Quien no quiera dar golpe está en su derecho; lo único que se pediría es que no incordie a quienes están enfrascados en algún estudio o actividad. Para conseguirlo existe una variante coercitiva: cerciorarse de que el alumno no hace nada en absoluto. Créame; al cabo de unas horas el más indolente se tornará activo; nada más devastador que la inactividad. Los diseñadores de celdas de aislamiento lo saben perfectamente. Y si, con todo, persiste en holgazanear, continúa estando en su derecho.
Permítame ilustrar mi posición con una pequeña anécdota personal. Hace unos años impartí un seminario en una universidad; aunque aquella era mi primera, y última, experiencia como docente, sabía perfectamente que los alumnos, de primer año, tendrían una única preocupación: aprobar. No me equivoqué; en cuanto puse el pie en el aula, antes incluso de dar las buenas tardes, se agolparon las preguntas sobre los requisitos para quitarse de encima la materia: «¿Hay examen? ¿Los trabajos suben la nota?». Como pude, acallé el murmullo y les conminé a prestar atención. Tras un breve sermón sobre los requerimientos del aprendizaje, abierta disposición a aprender y una gran pasión por el conocimiento, acepté que no todos estuviesen interesados en el seminario y garanticé su libertad para dedicarse a otros menesteres o simplemente a no hacer nada. Entonces les comuniqué que quienes asistiesen habitualmente a clase obtendrían un nueve y medio, y un nueve los que tuviesen mejores cosas de las que ocuparse. Obviamente, pensaron que era una humorada, y no me resultó fácil convencerles de lo contrario. Sólo un muchacho levantó la mano y con toda sinceridad declaró que había escogido la asignatura por pragmatismo, no le interesaba el contenido, y que le vendría muy bien disponer de las cuatro horas seguidas (¡!) del seminario. Le agradecí la franqueza y no lo volví a ver hasta que, el último día de clase, se dejó caer para asegurarse de que no había cambiado de opinión. Guardo el mejor de los recuerdo de aquella experiencia, y por lo que sé, también los alumnos. En gran medida fueron ellos los que llevaron la voz cantante, proponiendo temas y organizando debates que en ocasiones se prolongaban fuera del aula. Que pueda contar con los dedos de una mano las faltas durante todo el semestre es un indicador de su interés. Los únicos sorprendidos por tan fabulosas calificaciones fueron los burócratas de la secretaría, que me pidieron una explicación: «Tuve suerte: son unos alumnos formidables», aclaré, aunque no se quedaron muy conformes. ¿Fue una medida injusta? ¿Injusta en relación a qué? ¿Al expediente académico? Es posible, pero la espada de Damocles del expediente era precisamente lo que deseaba que olvidasen al asegurarles la nota. Contra lo que sostiene Isócrates, no considero injusto estimar igual «a los buenos y a los malos»,ni prefiero «la igualdad que premia y castiga a cada uno según su mérito». Sobre los ociosos, estoy de acuerdo con Stevenson: «no debe interesarnos si son capaces de demostrar el teorema de Pitágoras; hacen algo mejor: demuestran en la práctica el gran Teorema de la vida que merece ser vivida. Por lo tanto, si una persona no puede ser feliz más que estando ociosa, debe estar ociosa. Es un precepto revolucionario».
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Fotografía: El Cuaderno Digital.