Por: Cristian F. Mas. La negra del sur. 23/10/2019
Twiteó Macri, con tino temporal y sin demasiado aspaviento. Sus palabras, a simple vista sencillas, revelan bastante más de lo que muchos desean ver. ¿Cómo interpela su discurso? ¿Qué concepción de la política hay detrás de sus palabras?
A menos de siete días de las elecciones primarias Macri escribe en su cuenta de Twitter: “No se necesitan argumentos, no es necesario dar explicaciones. Es tu autoridad, tu confianza, tu credibilidad, la que tus relaciones valoran para acompañarte en tu decisión”. ¿A quién interpela Macri? Pareciera que, una vez más, a un núcleo duro. A esa parte de la sociedad a la que durante cuatro años le alimentaron los prejuicios y odios inveterados. Esa a la cual supo ofrendar su sacrificio en vidas humanas. Esa parte cuyos valores, vamos a decir, están más allá de todo dato duro de la realidad. El macrismo lo sabe: el macrista está en la sociedad desde antes de que ellos sean gobierno.
La pregunta es: ¿qué ha hecho el macrismo para sumar nuevos votos? Fuera de la alianza con Pichetto, que es una incorporación palaciega, ¿qué ha hecho, cuando todas sus políticas han sido nocivas a los intereses del ciudadano común, que es el que luego vota?
Otra vez acude al miedo, pero no es este el miedo de la campaña del 2015, el cual usó como una suerte de caballo de Troya. Este es un miedo victimizado que denuncia, sin decirlo, una tendencia totalitaria y amenazante en todo el arco opositor. Al miedo amenazante lo sustituye, ahora, un miedo paranoico que va construyendo una realidad a la medida de su ficción. No tiene escrúpulos, y mucho menos vergüenza. ¿Por qué habría de tenerla si a lo que apela el discurso político del macrismo no es al juicio de la razón, sino a algo previo y más profundo que se mueve en el terreno del sentimiento?
Habría que hablar, entonces, de los modos de interpelar y la construcción de sí que hace el candidato en la estructura del discurso.
Alberto Fernández se presenta como un tipo común que pasea al perro, toca la guitarra y da clases en la universidad. El macrismo te tutea, reduce la distancia, pero adquiere el tono de un gurú de las buenas vibras, la típica imagen del gerente con el manual de liderazgo que si ha de recurrir a medidas drásticas como la reducción de personal lo justificará en nombre de la eficiencia, porque para este hay un valor y un objetivo que está más allá de la vida humana.
Digamos: de un tiempo a esta parte lo que se ha perdido es la imagen del político como poseedor de una tékne. Ya no hay políticos profesionales, sino individuos comunes que han decidido dar el salto al campo de lo político, que sigue siendo una esfera distinta a cualquier otra del terreno social. O por lo menos eso es lo que se quiere mostrar: la política puede ser hecha por todos.
Sobre esta imagen del político uno puede rastrear hasta la Ley Sáenz Peña y lo que eso significó para las élites políticas e intelectuales que se repartían de un modo exclusivo el dominio del poder. Sin embargo, en esta versión moderna uno puede dirigirse a los noventa y ver cómo la condición de representante del político no se limitaba al ámbito del derecho, sino que apelaba a una subjetividad. El político era el poder, pero esto por sí sólo lo hacía ver demasiado lejano. El político debía ser, antes que nada, un hombre de a pie, como aquellos que votaban. Entonces debía orientar sus movimientos a la estructura de sentimientos y a la construcción de la imagen de sí hasta lograr la plena identificación. Así podía verse a un Menem campechano, frívolo, entrador, que jugaba al fútbol y andaba en Ferrari. Y era riojano. Era el hombre que llegó, la imagen del espíritu aspiracional que pasaba del deseo a su realización. Era la versión local del american dream.
La debacle del 2001 trajo el nihilismo en los políticos, y fue campo de cultivo de otras formas de hacer política. Junto al aparato tradicional del peronismo apareció, tiempo después, una política que venía de otros ámbitos, que ejecutaba desde su experiencia en lo privado. Reclutaba nombres del pasado, pero ponía al frente caras nuevas reconocidas de otros campos. Así surge Macri, como otro hijo del “que se vayan todos”, el que aparecía haciendo creer que el éxito en la gestión privada o en un club de fútbol le auguraban resultados similares en la administración pública. El PRO era y es un partido netamente porteño, que interpela a un sector determinado de la población, ese que siempre quiere ser y no es, ese que, como hijo de la urbe, siempre transita y nunca está. Su proyección nacional es resultado de alianzas que han sabido reproducir un discurso similar.
Hasta De La Rúa se había tenido a un político de raza, miembro de un partido tradicional, con toda la larga carrera de cargos públicos que anteceden a un hombre de la política hasta que corona su trayectoria con la presidencia. Con Macri fue otra cosa, porque pudo prescindir de todo un camino que para ellos, con su pragmatismo, no habría significado más que una pérdida de tiempo. Llegó a la presidencia estableciendo alianzas con políticos que postergaron toda ideología de partido en favor de un pragmatismo centrado exclusivamente en la construcción de poder.
Mucho tiene que ver su modo de comunicar. Si el Estado hegeliano era el producto de un desarrollo histórico de la razón, la política moderna, sufragio mediante, ha ido más allá, buscando su legitimidad en la expresión de algo más básico, urgente y sentimental. Así el discurso macrista se muestra cercano, tutea, dice, como dicen, “lo que dice la gente” y no teme engrosar los prejuicios, los odios y la soledad del que triunfa o fracasa en esa selva todavía darwinista que para ellos es el espacio urbano.
Por ejemplo: hay modos de interpelar que trazan la dimensión de un territorio. Del “la patria es el otro” que dijo alguna vez Cristina Fernández de Kirchner refiriéndose a un otro cuyo sentido más tiene que ver con la idea de prójimo, de otro que es igual en la vida comunitaria, al “vos” del spot del macrismo porteño (“en todo estás vos”). Y junto al tuteo de quien se ofrece a la confianza la apelación a “vecino” que indica, siempre, una proximidad. Veamos lo siguiente: “vecino” indica cercanía al lugar de residencia, y el Estado, que es quien enuncia, se pone en ese lugar, achicando su dimensión. Traza un territorio más bien pequeño en el que todos se pueden conocer y así saber de sus valores e intereses comunes. Vecino es el que vive junto a la casa de uno. Pero hay que advertirlo. Estar juntos no necesariamente implica estar unidos. Es decir: se puede estar cerca, pero al mismo tiempo lejos y solo con la ambición particular.
El Estado, en su discurso, plantea una horizontalidad, pero esta al mismo tiempo omite la noción de ciudadano. En términos rousseaunianos habría que hacer caso a la idea de ciudadano como miembro participante de la autoridad soberana, que se opone a la particularidad de quien en el contrato social no es otra cosa que súbdito ante la ley. Desde esta perspectiva uno tiene una doble condición, la de soberano y la de súbdito. Es soberano mientras forma parte de una comunidad de derecho, y es súbdito desde su particularidad. La apelación en singular del macrismo, de este modo, omite al soberano e interpela al súbdito, escondiendo con el tono cálido su autoritarismo. De ver es la relación que tienen justicia y ley en el país del Martín Fierro, y la recurrencia constante a vetos y decretos de quien encabeza estos modos de interpelar. Todo esto dicho al margen de ese otro modo de romper con la comunidad, que es el estímulo al individualismo meritócrata del que luego dice haber obtenido todo como resultado de su propio esfuerzo, o que gane quien gane igual debe madrugar.
El político que se presenta como un hombre más se supone que debe compartir los mismos valores e intereses. Reconoce, de esa manera, una idea de bien que es común y hace posible la salud del cuerpo social. Pero es de ver que el macrista, así como se atreve a la proximidad en el trato, exhibe al mismo tiempo su distancia. La distancia es física y espiritual, y hace ver esta realidad: el político no es un hombre común. En el caso particular de Macri y los suyos acaso nunca lo fueron, pero tampoco el político lo es mientras está en ejercicio.
La distancia física se ve en la soledad de los actos patrios, donde suplanta (y de ese modo niega) la presencia del elemento popular por fríos militares que desfilan en estricto orden. Pero esta distancia también es espiritual, porque es un modo de concebir la historia, lo verdadero de la Revolución de 1810 (ya lo había dicho Martínez Estrada: su idea estaba en Buenos Aires, su realidad en el interior), como en plena consonancia con la historiografía liberal. En esto se vislumbra el linaje, el cual se le revela cuando habla en nombre de una verdad. Esto es un clásico nacional, y el que quiera saber algo al respecto puede rastrear el número de Sur inmediato al golpe de la Libertadora, donde las excelsas plumas (algunas de ellas, como la de su directora, escribían con sangre patricia) se constituían como lo que hoy sería, como diría Carrió, “la reserva moral de la nación”. La mentira, cómo no, fue y es el peronismo. Pero también antes lo fueron el Irigoyenismo y, más atrás, Rosas. Es decir, todo aquello que tenga un asomo de popular es puesto de inmediato en el lugar de la ficción y del mal.
Se produce, de esta forma, una moralización del acto político. Ya no se juzgan las decisiones del poder por su eficiencia o su arreglo al interés público, sino por su cercanía a una noción de pureza y de bien que funcionan con la efectividad de una ley universal. Así es como la corrupción se convierte en una protagonista de la agenda y le gana terreno a la pauperización del modo de vida. La realidad es postergada en interés de algo que cobra valor en sí y para así.
También es típico del discurso liberal aquello que cobra valor moral con independencia del bien común. Así es que cuando habla de democracia dice, en realidad, institucionalidad. Cuando dice democracia no piensa, ni por asomo, en igualdades, sino en la vigencia de un poder que adquiere valor en sí prescindiendo, de este modo, de la vida humana como fin último. Se puede decir que de este modo el poder se ubica más allá del cuerpo social y, constituyéndose como valor en sí (a la manera del dios de un estado teocrático), detenta de modo unilateral la soberanía. Rompe de esta forma el viejo pacto social, ignora al ciudadano y recurre a él sólo en busca de legitimidad en un sistema que reduce la democracia al ritual del sufragio.
No hay que caer en la trampa. Los asesores del presidente no pecan de ingenuos. Sin argumentos ni explicaciones se conduce a un estado moral donde hay cosas que existen por encima de todo juicio. El macrismo pretende ser naturaleza, verdad y “reserva moral”. Por eso justifica sus actos en nombre de una efectividad (¿recuerdan el ejemplo del gerente de líneas más arriba?). Viene a depurar, a reparar el daño hecho por quien hizo el mal. Un liberal es relativista sólo cuando le conviene. En el ejercicio del poder (y el discurso es un ejercicio del mismo) puede ser más papista que el Papa.
A esta altura de los acontecimientos al político liberal le toca convivir con el voto del ciudadano. Comprendiendo que el acto del sufragio es lo que dota al poder de legitimidad en la vida social, procura que el ritual se convierta en el acto máximo y supremo de la ciudadanía. Pero reitero: reduce democracia a sufragio, como si luego el cuerpo social, habiendo delegado su poder, se dedicara al sueño de los justos.
Aquél que no reflexiona puede ser moral, pero no ético. Puede ceder a la pasión, y desde los antiguos se sabe que quien hace eso no tiene ni el gobierno de sí mismo. Quien no demanda argumentos ni pide explicaciones, quedándose en la confianza y en la credibilidad, no custodia sus derechos ni su interés. Quien hace eso se enmudece como sujeto de una comunidad. En otras palabras, renuncia a su condición de ciudadano.
Lo que un liberal hoy no puede concebir es que la democracia no sea un estado de cosas, sino un ejercicio constante y dinámico cuya autoridad real siempre es el pueblo. Por eso sus distancias, por eso el juicio maniqueo donde lo popular es lo adverso.
Luego de la Gran Guerra y después del Crack de la Bolsa neoyorquina varios teóricos políticos concluyeron que lo opuesto a la democracia es un Estado liberal. Lo traigo a colación para derribar un mito actual: el macrismo no abomina la política. Al contrario, la adora. Su modo de hacer política, de hecho, es bastante tradicional, por más que cambien los recursos. No la odia. Ama con toda pasión su ejercicio. Sólo que, como buen liberal, no puede separarla de lo más sagrado que puede concebir: la propiedad privada. Quieren la política, pero la quieren para ellos. Usted debe ir a votar y luego, lleno de confianza, renunciar a ella. Le tocará ver qué diablos le depara la suerte viviendo del mismo modo en que lo hacen las hormigas.
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Fotografía: Inspirativa