Por: Mauricio Hdez. Cervantes. 07/06/2022
La cifra oficial de desapariciones forzadas en México llega hasta las 100.000 personas, pero muchos la ponen en duda: los activistas, por ejemplo, la elevan a las 500.000 personas. Es la desgarradora punta del iceberg de una sociedad que vive al amparo de la impunidad, la corrupción política y el crimen organizado.
Hasta hace poco más de un lustro, el Paseo de la Reforma, principal arteria de la capital mexicana, fue un escaparate de la pujanza económica que ostentaba un país que llegó a ser la duodécima economía del mundo. Hoy, sin embargo, se ha convertido en una muestra de los desgarradores ecos de la violencia descontrolada bajo el amparo de la impunidad: en México, mujeres, hombres y niños salen de sus casas y no regresan más, como si fueran devorados por un monstruo silencioso que solo engorda cifras irreales. Así lo recuerdan los datos oficiales: desde 1964, año en que se iniciaron los registros, 100.000 personas han desaparecido. Los activistas, sin embargo, elevan esa cifra hasta las 500.000.
Sobre la mencionada avenida permanece el campamento que desde 2014 exige el esclarecimiento del caso de «Los 43 de Ayotzinapa»: los 43 estudiantes que fueron secuestrados, masacrados y desaparecidos. A pesar de constituir uno de los episodios más oscuros de la historia política reciente de México, ocho años después la falta de culpables y responsables continúa exhibiendo que las líneas que dividen a los sospechosos –policías, militares, miembros del crimen organizado y funcionarios corruptos– siempre se difuminan entre el silencio, la opacidad judicial y, por supuesto, la impunidad.
Unos metros más adelante se encuentra la estatua morada de una niña en honor «a las mujeres que luchan» por defenderse y encontrar a las que salieron un día por la mañana a trabajar y nunca volvieron. También por encontrar a aquellas que aparecen sin vida días, meses o años después, entre la tierra de terrenos sin dueño y sin memoria. Toda esta fastuosa avenida se ha convertido en una suerte de memorial, con un sinfín de rasguños morados en forma de pintadas o carteles que plasman la indignación por cada persona que ha sido (y sigue siendo) arrebatada del mundo de forma anónima. «Mamá, si un día no vuelvo, quémalo todo», reza una manta.
Los activistas elevan la cifra de personas desaparecidas hasta las 500.000
México sigue llorando desde 2020 a Fátima Aldrighetti una niña de siete años que, días después de haber sido raptada a la salida del colegio, fue encontrada desmembrada y con signos de violencia sexual dentro de una bolsa de plástico. No es el único caso mediático: tan solo hace un par de semanas, Cecilia Monzón, reconocida abogada hispanomexicana y activista por los derechos de la mujer, fue asesinada por sicarios. Según las cifras gubernamentales, cada día mueren violentamente 11 mujeres; las activistas, en cambio, afirman que la cifra debe elevarse al menos hasta 15. Y aunque el presidente Andrés Manuel López Obrador asegura que «se está trabajando para encontrar a los responsables», organizaciones como Impunidad Cero aseguran que la probabilidad de que tras un feminicidio o una desaparición el responsable sea denunciado, enjuiciado y sentenciado es casi nula. La impunidad, en México, parece absoluta.
La guerra que el ex presidente Felipe Calderón le declaró al narcotráfico en 2006 –y que también se libra entre los mismos cárteles para hacerse con el poder– no solo ha dejado cientos de miles muertos, sino también un sinfín de desaparecidos. Se trata de niños y jóvenes secuestrados por el crimen organizado para formar parte del ingente aparato criminal que sostiene la narcoviolencia. Forzados a convertirse en sicarios, extorsionadores y narcomenudistas, si desempeñan con éxito su función, escalarán en la lucrativa carrera criminal; si fallan, sin embargo, terminarán en alguna de las más de 4.000 fosas comunes clandestinas del país. El libro Fuego cruzado, escrito por la periodista Marcela Turati, es revelador: «El sufrimiento de otros miles de infantes escapa al inventario de los soldados de la guerra. Como si fueran niños imaginarios, niños que solo ven otros niños. Su desgracia no figura en las estadísticas aunque resulten heridos. Tampoco cuentan las pesadillas de los más de 40.000 huérfanos engendrados por la narcoviolencia. Ni los millares de infantes con pesadillas nocturnas y miedo de asomarse a la calle». Según escribió el periodista Agus Morales en 5W, «la violencia que conoce Turati no emana tan solo de los cárteles […]. Los grupos criminales, las autoridades, las fuerzas de seguridad y el poder económico dibujan un mapa confuso, un baile de máscaras en el que unos y otros pisan y entierran a las víctimas».
Las desapariciones también son violencia de género
Arussi Unda, activista mexicana del colectivo Brujas del mar, fue escogida por la revista TIME y la BBC como una de las 100 personas más influyentes del 2020: fue una de las principales artífices de la convocatoria de la gran manifestación organizada ese año en México. «Las desapariciones y los feminicidios son consecuencia de lo mismo: la violencia descontrolada. Y el Estado es cómplice de ello, por la corrupción y la impunidad», zanja por teléfono.
En la actualidad hay más de 40.000 huérfanos que han sido engendrados por la narcoviolencia
Los casos de mujeres desaparecidas se han disparado durante el último año, y Unda afirma, como tantos otros activistas, que en realidad las desaparecidas «son muchas más». Para ella, igual que para la mayoría de los activistas de su país, las cifras del gobierno sólo son una estimación. «Las autoridades, además, siguen con el discurso de que «si no hay cuerpo, no hay delito», por lo que las cifras son una mentira. ¿Sabes dónde están los cuerpos? En las fosas comunes que aparecen todos los días», defiende.
«Las desapariciones forzadas son indisociables de la cuestión de género», insiste. El perfil de las mujeres que más desaparecen, según explica, responde a jóvenes trabajadoras, madres solteras y chicas con edades entre los 12 y los 27 años. Para ella, la complicidad del Estado en la descontrolada desaparición forzada y violenta de las mujeres en México se debe a la precarización de la situación laboral y a la erradicación de las políticas sociales que protegían de las mujeres. Y añade: «El Estado, por acción u omisión, las empuja hacia condiciones en las que son presas fáciles de los criminales; a veces, directamente las priva de opciones de vida dignas y las orilla hacia las redes de trata. Muchas de las desaparecidas salieron de casa para buscar trabajo y nunca volvieron. ¿Y qué pasa cuando ya no son explotables para las mafias? De nuevo, la repuesta está en las fosas clandestinas», añade.
Grace Fernández, directora de vinculación de la organización Búscame, sostiene una perspectiva que se repite una y otra vez fuera de los círculos gubernamentales: «Efectivamente, hay por lo menos medio millón de desaparecidos en este país. Hay localidades en las que sólo una de cada diez es denunciada; en promedio, en todo el territorio solo una de cada siete». Tal como sostiene, la falta de denuncias no solo se debe a la ignorancia y al desconocimiento de los procedimientos, sino que también hay mucho miedo a las represalias. «Mucha gente tiene miedo a denunciar porque saben que las mismas autoridades pueden estar en connivencia con los criminales. Nadie quiere dejar sus datos a los funcionarios o a las autoridades porque saben que ellos mismos podrían amenazarlos y extorsionarlos. Incluso también hacerlos desaparecer», señala. Y sentencia: «Desafortunadamente, las autoridades trabajan para cubrirse las espaldas los unos a los otros, en vez de hacerlo para atacar frontalmente al crimen organizado y a la corrupción política. Esa es la realidad en un país en el que el miedo a salir de casa sin tener la certeza de poder volver por la noche es una constante».
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Fotografía: Ethic