Por Güris J. Fry. ECO’s Rock. 1 de diciembre de 2018
Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958)
Para efectos de un Romanticismo Cinematográfico, no resulta sorpresivo que una de las obras con mayor alcance en dichas representaciones se ensimisme en las pasiones más internas, e inclusive perversas, de su realizador. El manejo de los valores dentro de una edificación fílmica se deben (o bien deberían) a una personal definición y detalle de los mismos por parte del autor —un auto-compromiso con sus disertaciones y dialectica– y no una imposición de la moral latente de cada generación. De esta manera, claro, podemos conocer los limites a los que nos enfrentamos; el adelantado u atrasado piso por parte de quien firma la carta de intenciones y de quien la ha observado en su tiempo; o bien a años o décadas de distancia. Visto de esta manera, se manifiesta como sobresaliente lo que Hitchcock logra en Vertigo, pues desnuda sus voluntades ante sus más profundos deseos y temores de derrota en una de-construcción deontologica que no sólo hinca el diente en los eslabones más frágiles de la masculinidad, sino en la interacción de una ciudad y sus históricos devenires pecaminosos, tanto que aún hoy resulta fresca y apabullante… para muchos incluso bochornoso.
Centrada en la obsesión, la minucia con que se erigen los personajes, acciones y decorados, nos encamina a la necedad y la urgencia de estos por la obtención de resultados cuya naturaleza se encuentra puramente en la fantasía, en la fogosidad de la impaciencia por personificar y encarnar el frenesí de su erotismo. Si miramos hacía atrás –incluso antes de iniciarse la sucesión de acciones– todos los caracteres tienen una meta y un plan para hacer de esta una realidad; todos con excepción de nuestro principal, Scottie, detective acaecido de sus labores por padecer de acrofobia que después de un inverosímil caso que toma por un incipiente interés físico, encontrará ese su objeto del deseo –faltante durante toda su vida– que habrá de despertarlo y enfrentarlo a la esperanza y la imposibilidad de llevar acabo la expulsión de esa su naciente ansia, de ese mito auto-creado a futuro; de esa libido que al verla perdida le sumirá en una fuerte depresión; disyuntiva que lo llevará a tratar de recrearlo, de fabricarlo bajo sus propios medios y traerlo de vuelta desde la mismísima muerte… ¡Lográndolo! Pero más que un milagro, lo que obtiene es la constitución monstruosa de la verdad que se le ha ocultado a todas luces por la ceguera de su obsesión, de esa realidad ensombrecida que ha jugado con todo lo que le resume como persona. ¿La conclusión? El deber personal de destruirlo con mano fría para así encontrar toda la cura a sus aflicciones.
Bajo una sobresaliente puesta en cámara cuya disposición se centra, como es usual en el gran maestro ingles, con la mirada de los personajes; atisbos de sus más internos caprichos y apetencias, Hitchock deleita al espectador con complejas composiciones en total cooperación con la fotografía de Robert Burks, que ilumina los espacios con sólidos colores que parecen sacados de las aspiraciones más profundas de nuestros figurantes, así como neblinas cromáticas que rompen la lógica de la verosimilitud pero que inundan de una belleza incomoda y a la vez pasmosa toda la pantalla. El montaje de George Tomasini, por su parte, deja respirar todo el suspenso que se erige durante la caza y el acecho de los personajes. Su ritmo es idóneo para que toda esa atmósfera dubitativa caiga en los cimientos de las posibilidades y nos dejemos llevar por la trama en su entereza. La partitura de Bernard Herrmann, quizá una de sus mejores durante toda su brillante carrea, amalgama todos los elementos y genera una envoltura cuasi espiritual que nos mantiene en vilo y con sumo interés en todo lo que habrá de acontecer.
Citada como una de las obras maestras del cine, esta película muestra sin tapujos y de manera por demás formal todos los ornamentos en el estilo y constantes de uno de los grandes nombres del séptimo arte: esa sexualidad latente que no alcanza el pináculo y hace perder la paciencia de quienes la atesoran en sus mentes. Esa locura por la pasión, ese desborde del crimen justificado por el anhelo, ese lujurioso seguimiento que convierte a un hombre común a un héroe y después despoja de todas sus fuerzas hasta la debilidad total. Esa obsesión por obtener lo que se ha germinado carnalmente en el cuerpo y en el pensamiento por una vil trivialidad y, sobre todo, la imposibilidad de su logro. Y es que, si lo pensamos bien, quizá lo que mejor resuma a esta obra de Hitchcok sea esa frase del pensador francés Paul Valery a la cual siempre se recurre cuando se habla de ella:“No existe un ser capaz de amar a otro tal como es. Lo que es real no puede ser deseado, pues es real.”
Vértigo de Alfred Hitchcock
Calificación: 5 de 5 (Clásico Obligado).
Fuente:
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Fotografía: Pinterest